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jueves, 30 de julio de 2020

Destinos (Cuento)

El interior del auto todavía huele a nuevo. El perfume a cuero penetra en la nariz de Máximo como aire fresco, mientras, sentado al volante, piensa cómo va a hacer para enmendar su situación. Busca el ticket para poder salir del estacionamiento y esconde bajo la butaca del acompañante las dos botellas vacías de whisky que andan tintineando en el suelo. No puede ser que todo esté perdido apenas a las 5 de la mañana.

En casa todavía está el canuto para la refacción de comedor y las próximas vacaciones. Claudia duerme toda la noche de un tirón desde el comienzo de su embarazo, de modo que, estando en el sexto mes, no va a ser difícil entrar despacio sin que lo note y volver a despegar.

Fueron exactos 25 minutos. El ticket de salida del estacionamiento registraba las 5:03 y el último ingreso marcaba las 5:28. Guantera, billetera, trabas, alarma y a recuperarse. Como si nada hubiera sucedido y recién saliera de una reconfortante ducha, Máximo vuelve a traspasar el portal del azar con sus bolsillos llenos, la frente alta y la confianza de haberle arrebatado al destino un final insospechado en más de una oportunidad, o al menos un final digno, si es que así se los puede catalogar.

El cigarrillo en la boca, las fichas en la mano y los mocasines dibujando los pasos en el mullido bermellón de la alfombra lo acompañan en la cruzada. El ensordecedor canto de las máquinas tragamonedas lo vitorea de fondo, como una hinchada de seguidores incondicionales que lo alienta permanentemente a la victoria; con ese empuje, y esa garra, se apoya en su mesa predilecta y cambia todas sus fichas por promesas de futuro. Su reloj apenas marca las 5:45 y el paño verde se extiende delante suyo como un interminable campo de batalla donde, a partir de ese momento, se juega todo.

Labios, manos, cigarrillo, dientes apretados y gestos espasmódicos interminables impulsan la primera estrategia de juego. Despliega su potencial meticulosa y paulatinamente, y abarca todo el territorio posible hasta que un grito seco lo paraliza en la expectativa: «¡No va más!». 

El destino comienza a girar en el mismo lugar, como si el tiempo real se detuviera unos instantes y en una dimensión paralela se escuchara rodar el final en sentido contrario; y cuando el final choca contra el destino, que venía perdiendo velocidad, el azar comienza su trabajo rápido, fugaz y desinteresado. Los ruidos del destino, haciendo saltar una y otra vez al final, son un derrotero de frustraciones que se desencadenan mientras las eternas vueltas del destino nos vuelven a acomodar en nuestra única realidad.

Interminables segundos separan la expectativa de la realidad, hasta que puede divisarse en la velocidad descendente de los giros el último silencio. «¡Negro el 2!», se escucha sonoramente y, detrás, vuelve a crecer el abrumador aliento de los seguidores.

La cabeza sabe que no barajó esa posibilidad y se redobla la apuesta en concordancia con los gritos y la fragorosa persistencia del entorno. Una y otra vez coronaba la desgracia que lo haría triunfar, mientras algunas calles predilectas le cubrían las espaldas. Idas y vueltas, sonrisas y pesares, y una última apuesta al destino, que se declara vencida ante un cero repudiable que frustra cualquier estrategia y pone a Máximo en la desesperante batalla de un todo o nada rabioso y descontrolado. 

Los últimos montones de esperanza se acumulan en los lugares indicados sin declinar la táctica, y las manos de Máximo se refriegan entre sí, mientras el cuerpo acompaña con sus gestos todo el ritual llevado a cabo en estas instancias.

Podría decir que una eternidad transcurre entre la decisión y el desenlace, pero ciertamente es apenas poco más que un instante.

Cuando todos creían que el final era inevitable y Máximo se escudaba apenas en el deseo de victoria que le agitaban sus seguidores, un silencio suspendido aguarda la decisión del destino que lo catapultaría a la gloria.

Volver a casa a cualquier hora con una sonrisa eterna, con algunos espumantes y unas cajas de sushi para la cena, acompañada de regalos para Claudia y montones de excusas y anécdotas exageradas. El alivio y la respiración, que, agitada todavía quién sabe si por el temor o por la alegría, comenzarían a regularizarse hasta dejar todo en un pasado lejano y un destino que nunca tuvo lugar. Poder ser ganador incluso sin ganar. Sentirse ganador aun cuando un fantasma de desazón sobrevuela el ambiente. Haberse visto comprando un boleto al infierno y recibir un pasaje al paraíso sin que nadie lo notara. Apenas eso era la gloria.

Pero lo inevitable, generalmente, suele resultar inevitable. Las cosas no se dieron como se pensaba, o al menos no como lo pensaba Máximo.

De alguna manera entiende que ya no hay vuelta a casa; que el ensordecedor aliento, que hace instantes vitoreaba incesante, se convierte en el metálico sonido de campanillas y ecos insistentes que dispara la realidad de máquinas cegadoras; que ese mullido bermellón ya no tiene sus huellas y tan solo es un escenario gastado que junta ánimos y sinsabores de gladiadores vencidos. 

Es tarde. No queda siquiera para la salida del estacionamiento. Es tarde y Máximo comienza una caminata extensa sin destino final. Mira su muñeca. No tiene reloj, pero el sol del mediodía ya comienza a debilitarse. Todo dejó de girar y, cuando apenas pasa el umbral de la pesadilla, los zumbidos dejan de perturbar su inconsciente con una última frase: «No va más».