Bienvenidos

Bienvenidos:
Hola a todos.
Hola noche, luna, concurrentes…
Hola a todos.
En silencio
actúen como si yo
no estuviera aquí.

jueves, 31 de diciembre de 2020

Ángel del Sagrado Corazón (Cuento)

Cuando Vito se enteró del accidente de su madre abandonó su oficina y llegó al sanatorio en tiempo récord. Los médicos, a pesar de lo impactante del accidente, dieron un parte prometedor luego de una intervención de urgencia en su cadera. Estaría preventivamente en terapía los primeros días y, debido a que en apariencia no habría mayores riesgos, en no más de una semana seguramente podría tener el alta médica. 

La madrugada siguiente, cuando Vito llegaba a su casa, recibía el llamado que dispararía su ira y su posterior disputa contra el sanatorio.

Pasada la medianoche, un enfermero utilizó el teléfono de la recepción para llamar al número que indicaba la ficha.

—Buenas noches. Me comunico del Sanatorio Sagrado Corazón. ¿Hablo con la familia de Amalia Benedetto? —Tras escuchar la respuesta, y seguro de dar con la familia correcta, continuó—: Mi nombre es Ángel y necesitaríamos que algún familiar se haga presente en el sanatorio. —Asintió con la cabeza a lo que escuchaba y continuó—: Disculpe, pero no sabría decirle. El jefe de terapia no nos aportó mayores datos. — Ahora con la cabeza, en lugar de asentir, negaba frunciendo el ceño, mordiendo sus labios y cerrando los ojos.

Sin que nadie lo supiera, en esos mismos instantes, comenzaba a desatarse una tormenta que azotaría miserias humanas escondidas durante años.

Ángel ese día ingresó antes de las 20:00, en el turno noche, y compartió un café con el Dr Ponzio antes de comenzar el turno. El Dr. le comentó las novedades y le informó especialmente sobre el caso de Amalia, una recién ingresada a quien acababan de descubrirle una extraña enfermedad terminal. El Dr. Ponzio siempre insistió que la especial mención sobre el caso de Amalia fue que Ángel solía incluir en sus oraciones a estos pacientes con la finalidad de que no sufran.

Conocía a Ángel desde hacía 20 años, y lo describía como una persona correcta, educada y reservada. Sus francos incluyeron siempre los domingos, día en el que sistemáticamente asistía al templo durante la reunión de la mañana y daba charlas por la tarde sobre el cuidado de personas. Constantemente se interesó por la salud de los pacientes y solía contener a familiares. Al igual que Ángel, el Dr. Ponzio no soportaba, bajo ningún concepto, ver a alguien sufrir, y ambos se esmeraban continuamente para evitar esas situaciones a los pacientes.

El Dr. Ponzio solía deshacerse en elogios sobre Ángel, quien se sentía tan cercano a Dios, que se tomaba por su cuenta el atrevimiento de otorgar, en secreto, la extremaunción a pacientes terminales. El Dr. Ponzio tenía conocimiento de esto ya que ante cada situación extrema que se conversaban, Ángel le comentaba que, de creerlo necesario, tomaría esa actitud, lo resultaba muy gentil de parte de una persona como Ángel.

Ángel hizo aquella noche su ronda de las 22:00, cumpliendo con todas las indicaciones descriptas por los médicos. Cama por cama, suministró los medicamentos correspondientes de los 17 pacientes internados en la unidad de Terapia Intensiva y, antes de retirarse del lugar, recordó el comentario acerca de Amalia Benedetto. 

Se acercó hasta su cama y, mientras le apoyaba una mano en el pecho y susurraba una oración, observó el rostro pálido e inmóvil, con cabellos rubios naciendo bajo el vendaje de su cabeza, que evidenciaba rastros aún frescos de sus heridas. Tocó la frente de Amalia y, cerrando los ojos, expresó en tono de juramento: 

—Amalia, prometo no dejar que sufras en vano a causa de tu sentenciado cuerpo.

Fue hasta la recepción, tomó un pequeño maletín metálico en forma de cubo y volvió enseguida. Apoyó el maletín a los pies de la cama, introdujo la clave de apertura y al abrirlo tomó dos ampollas de morfina, junto con una jeringa. Cargó los 40 mg en el tubo, se los inyectó y, tras darle un beso en la frente, le susurró al oído:

—Tranquila. Ya no hay dolor.

Cerró el maletín y se retiró de la unidad.

Una hora más tarde, volvió a visitar a Amalia para controlar sus signos vitales. Parecía ser una mujer fuerte, pero su respiración resultaba ahora notoriamente más lenta, y su ritmo cardíaco presentaba un incipiente descenso a 50 latidos por minuto. Ángel monitoreó un instante su estado: su indefenso cuerpo sedado parecía resistir estoicamente, pero no por mucho tiempo más. 

Del bolsillo de su ambo, sacó una jeringa, le quitó el capuchón y aspiró 30 cm3 de aire. La observó una vez más y, tras una larga bocanada, descargó el contenido de la jeringa en la vía central mientras exhalaba lentamente. 

Tomó su mano y permaneció observando hasta que el corazón de Amalia ya no pudo resistir. Ángel siempre estuvo convencido de que esos son los momentos donde Dios decide el destino de un paciente. Muchas veces vio cómo resistían esos avatares y lograban recuperarse al día siguiente.

Cuando nada más había por hacer, desconectó todos los equipos y cubrió completamente el cuerpo de Amalia con la sábana. Restaba hacer los papeles de rigor y comunicarse con la familia.

La noche transcurrió sin mayores sobresaltos. Algún que otro monitor multiparamétrico acusaba alguna leve anomalía, pero nada trascendente sucedía hasta las 5:00, cuando desde una de las camas se disparó la alarma de un monitor cardíaco. El médico de guardia y los enfermeros que cubrían el turno junto con Ángel acudieron de inmediato hasta esa cama y practicaron todos los ejercicios de resucitación posibles durante casi 30 minutos.

A medida que asimilaban el fracaso, uno a uno, abandonaban el lugar. Son demasiadas las ocasiones donde, a pesar de dejar todo y practicar todas las maniobras existentes, no se puede hacer más nada para salvar una vida. 

Cuando Ángel y otro enfermero quedaron solos a cargo del cuerpo, él se ocupó de la desconexión de todos los monitores y equipos, mientras su compañero retiraba todos los insumos utilizados durante las maniobras. Por último, Ángel cubrió el cuerpo con las sábanas y retiró la historia clínica del paciente para comenzar, como siempre en estas situaciones, los trámites de rigor. Se retiró hasta la recepción para organizar los papeles, completar los datos correspondientes y llamar a la familia para solicitar su presencia.

Fue entonces cuando Ángel, al recopilar los datos de la paciente, notó su gravísimo error. Quien había fallecido en esa cama había sido Amalia Benedetto, de 68 años, ingresada con una enfermedad terminal que le había producido un desmayo. Con la pérdida de conocimiento, tuvo un fuerte golpe en la cabeza con un importante corte en el cuero cabelludo. Entonces comenzaron a aumentar de forma descomunal las pulsaciones del corazón de Ángel y brotó al instante de cada uno de sus poros un sudor frío que lo paralizó momentáneamente, hasta que la desesperación se apoderó de él.

Amalia Benedetto había muerto a la medianoche, él estaba seguro de eso, él mismo había llamado a su familia para darle la noticia. Volvió a buscar los papeles sobre la muerte anterior ocurrida a medianoche y, en efecto, la paciente fallecida era Amalia Benedetto, pero de 50 años, quien había ingresado a terapia tras una cirugía de cadera, producto de un accidente automovilístico que le ocasionó fracturas múltiples con cortes y contusiones en todo el cuerpo.

El Dr Ponzio, por entonces jefe de la unidad de terapia del turno noche, declararía más tarde ante la prensa que Amalia Benedetto estaba en terapia solo por precaución luego de un accidente vial y una intervención en la cadera a raíz de este. Se le había comunicado a la familia que estaba fuera de peligro y que en apenas unos días obtendría el alta; por ese motivo fue que sus familiares, sorprendidos por el repentino fallecimiento, denunciaron públicamente la situación con el afán de esclarecer el tema.

Ante el temor de ser acusado, defendió al enfermero Ángel, que «evidentemente creyó alguna vez un héroe, y ahora se lo veía dolido, derrumbado. Resultaba triste que quien salvó a cientos de personas, fuera un incomprendido cuando algo salió mal. Nadie se encuentra exento de cometer errores, y aquel día sucedió. En rigor de la verdad, no suele ser común que en la misma unidad de terapia intensiva coincidan, en día y lugar, dos pacientes con identidades homónimas.»

Ángel, tal vez producto de estas situaciones complejas, enfermó gravemente un tiempo después, y falleció en la terapia del sanatorio bajo la supervisión del Dr. Ponzio justo un día antes que Vito retirara su denuncia. Ese mismo año el Dr. Ponzio fue nombrado Director del Sanatorio, que a partir de ese entonces cambió su nombre por el de Santa Amalia, en honor a la fallecida Amalia Benedetto de Ponzio.

sábado, 5 de diciembre de 2020

El asunto (Cuento)

Pasó el filo del verijero por su antebrazo izquierdo dejando su piel limpia y rosada. Estaba extremadamente afilado y asentado. Enfundó su última obra de arte bajo la bombacha, sobre su verija derecha, y dejó el taller del fondo para ir a sentarse en la puerta de su casa a fumar, mientras el sol se retiraba, dando tregua a la resquebrajada tierra de Yuquerí, a orillas del Uruguay.

Don Pais tenía la habilidad de fabricar los mejores cuchillos del pueblo, era verborrágico y tajante en sus declaraciones, y un referente de integridad y respeto en cuanto a sus acciones y valores.

Desde el río se acercaba esa tarde una brisa fresca, de esas que prometen una noche levemente soportable, y con ella el chino Suárez, amigo inseparable de Don Pais, con quien había organizado los comienzos del pueblo hasta que se instaló el frigorífico inglés y la población se fue al demonio. Se multiplicó tanto la gente que el mismo frigorífico reorganizó y refundó el pueblo, aunque respetando su nombre e incorporando todo lo previamente establecido.

— ¡Don Pais!— dijo el chino, entrando en la propiedad y sentándose a su lado con el facón entre las manos— tengo noticias del asunto. Tal vez no sean ideales, pero pude averiguar quién es «el pata»— dijo sin mirarlo y pasando la punta del facón por debajo de sus uñas.

— Gracias Chino. Sabía que usted no me iba a fallar. Cuente.— dijo Don País con la mirada en el suelo, mientras removía la tierra con el yute del calzado, desarmando los restos del cigarro que acababa de terminar.

— No me lo va a poder creer, Don País, pero es Don Atilio, el comisario.— entonces sí, levantó su vista y buscó la cara de Don Pais esperando su expresión como respuesta.

Don País se levantó lánguidamente sin quitar la mirada del suelo, metió sus pulgares a los lados de su cintura y se quedó inmóvil. 

— ¡Pais!— dijo el chino, que lo siguió con la mirada en todo momento.— ¿está bien?—

— Si, chino. Si.— le contestó con cierta resignación.— Creo que me lo imaginaba, pero esperaba estar equivocado. ¿Está seguro?—

— Si Pais.— contestó el Chino con total seguridad mientras se incorporaba; y apoyando su mano en el hombro izquierdo de Don Pais le confirmó.— Tanto como para asegurarle que ayer, cuando vine a contarle la noticia sin saber que usted había ido a la ciudad, él estuvo acá en su casa. Con mis propios ojos vi salir a Doña Luisa pidiendo que la deje en paz y que no vuelva.—

Todavía con las manos en su cintura, Don Pais parecía negar con su cabeza mirando el suelo, mientras el chino apretaba su mano en el hombro dándole fuerzas, ofreciéndole consuelo.

— Gracias chino.— dijo Don País, y comenzó una especie de confesión con su mirada perdida.— Debería haber sabido de un principio que podía confiar en usted. Pero no quería que nadie se entere del asunto. Por eso fui primero con el comisario, pero como él no me supo averiguar nada, se me ocurrió confiarle a usted esa tarea pensando en su reserva y en la amistad entrañable que siempre nos tuvimos.— 

Por primera vez Don Pais levantó la vista, y mirando a los ojos a su amigo le preguntó.— ¿Que debería hacer, chino? — 

— ¿Quiere que yo me encargue, Don Pais?— se ofreció inmediatamente, y quitando la mano del hombro tomó su facón y golpeó la hoja contra su palma izquierda y agregó— Nadie va a mancillar el honor de mi amigo sin pagar el precio ¿o prefiere dejarlo así, teniendo en cuenta de quien estamos hablando?— 

— Chino, querido amigo. Agradezco que lo tome tan a pecho, pero creo que debería ocuparme personalmente y terminar con este asunto sin levantar demasiado la perdiz. ¿No le parece? — le dijo cruzando sus brazos y con algo de resignación.— ¿Qué haría usted en mi lugar?— preguntó y se quedó mirándolo a la espera de una respuesta.

— Tiene toda la razón, Don Pais. Yo me ocuparía personalmente si estuviera en su lugar.— Dijo envalentonado y guardando el facón en su cintura– La verdad, que no me hubiera imaginado nunca que Don Atilio pudiera caer tan bajo como para traicionarlo a usted, que siempre ha estado a su disposición y que tantas veces le ha colaborado para poder mantener este pueblo libre de mala gente.–

— ¿Ha visto, Chino? No se puede confiar en nadie, ¿y sabe qué es lo que más me duele?— y antes que el Chino pudiera esbozar cualquier respuesta se contestó– ¡La traición! Si hay algo que no puedo soportar es la traición. Porque uno se puede equivocar, cometer un error… pero traicionar es ir mucho más lejos.– Hizo una pequeña pausa y mirando la nada en el cielo dijo, como si estuviera pensando en voz alta— Creo que esta noche voy a tener que visitar a Don Atilio.—

— No merece siquiera una pelea.— Minimizó el Chino— Después de semejante falta de respeto merece dejarse morir sin defenderse siquiera. Una persona así de miserable y con las responsabilidades que tiene a cargo es mejor extirparla del pueblo por el bien de todos. Si no hace algo usted Don País, le juro que lo hago yo, pero esto no puede quedar así.— Aseguró el Chino con la convicción de quienes saben que si no hay valores, no puede haber nada bueno.

Don País esgrimió una mueca, como sonriendo, tomó en un abrazo a Suarez con su brazo izquierdo y comenzaron a caminar hacia el río. Dieron apenas tres o cuatro pasos cuando Don Pais, empuñó su verijero con la diestra y en un veloz y silencioso movimiento lo enterró en lo profundo del vientre de Suarez. Sin darse cuenta de nada, el chino se quebró en sí mismo en la contracción de su cuerpo, cayendo de rodillas y abrazando, en un acto reflejo, a Don Pais, que se agachaba acompañando su lento desmoronamiento hacia el suelo. Cuando la coreografía los presentó a ambos arrodillados, Don País con su derecha en el vientre de Suarez y éste abrazando a su asesino, se miraron a los ojos, y mientras giraba y hundía cada vez más su cuchillo, Don Pais susurró al oído del Chino— Ayer, cuando fui a la ciudad, me encontré con Don Atilio. Me dijo que tenía algunas pistas. Creo que me lo imaginaba; pero le juro, Chino, le juro que esperaba estar equivocado.—


viernes, 30 de octubre de 2020

¡Hola Nacho! (Cuento)

Desde muy chico, recuerdo que mi abuelo Osvaldo, me llevaba a la cancha de Independiente a ver al Rojo. Hasta los 12 años, me hacía entrar por la Popular y luego me metía en el sector de vitalicios, que se encontraba en el córner local, justo donde terminaba la visera del viejo estadio. A veces conocía al encargado de la puerta del sector y me hacía pasar, otras veces nos hacíamos los boludos y en cuanto podía me subía por encima de la pared que contenía la Platea, y él entraba como si nada por la puerta, presentando su libretita de socio vitalicio.
La temporada ’88 - ’89 ya no daba para más. Con 13 años irremediablemente tenía que ir a la Popular. (la posibilidad de pagar Platea no se nos pasaba por la cabeza) Entonces comenzamos a ir a la hinchada. Osvaldo abandonó su cómoda platea de socio vitalicio y se vino a la popular conmigo a saltar todo el partido, a comerse los empujones, a bancar las avalanchas en los goles y fumarse todo el porro de la barra brava del Gallego durante 90 minutos.
Lo de 90 minutos es una manera de decir porque los domingos comíamos unas pastas y a las 14:00 estábamos en el estadio. Había que ver primero el partido de reserva, de ahí iban a salir los cracks, que después jugarían en primera o, en su defecto, los jugadores que les prestaríamos a Arsenal de Sarandí para que se «foguearan» un poco los sábados, antes de debutar en la Primera A.
En aquella época Arsenal era, por decirlo de alguna forma, la sucursal de Independiente. Muchos de los jugadores hacían sus primeros pasos en la Primera B con Arsenal y cuando ya tenían un poquito de rodaje y varias patadas encima volvían al club. Cosas de barrio.
Con el tiempo yo me fui metiendo más con la barra, y Osvaldito, cuando se quedó tranquilo viendo que me podía desenvolver solo, regresó a su platea de socio vitalicio.
Los años fueron pasando y la pasión no menguaba para nada. Osvaldo puteando en su platea y yo explotado en la barra gritando como loco. Después en casa discutíamos cómo había sido el partido. A veces coincidíamos y a veces peleábamos durante horas. Peleábamos defendiendo o atacando a tal o cual jugador, discutíamos si el técnico estaba dirigiendo bien o si había hecho los cambios que correspondía y bla bla bla. Jugábamos los miércoles a la noche las copas y los domingos el campeonato. Ganábamos todo.
Es el día de hoy que no puedo comprender cómo no terminé estudiando Periodismo Deportivo. Creo que en aquel momento estaba a la altura de cualquiera de ellos.
El tiempo fue modificando un poco las formas, pero la esencia estuvo siempre. Yo ya no vivía con mi abuelo, ni siquiera nos juntábamos en la cancha, pero cuando él llegaba a su casa me llamaba por teléfono y reanudábamos todo. Creo que de alguna manera terminó siendo parte del ritual; terminaba el partido y el primer análisis del juego lo hacíamos juntos antes de que cualquier periodista se atreviera a decir algo.
Los partidos con Racing eran episodios especiales. Era el único partido del que ineludiblemente hablábamos toda la semana previa, y si se jugaba de visitante íbamos a la tribuna visitante. Para ese entonces yo ya iba a todas las canchas visitantes, jugaran donde jugaran. Todos los estadios de todas las provincias que jugaron en Primera A me recibieron en aquellos tiempos.
Años después, destruimos el viejo estadio de la doble visera (el primero de cemento en Latinoamérica y la visitante más grande de todas) y construimos, en 2009, el moderno estadio -Libertadores de América- en el que jugamos hoy en día.
Para 2011 Osvaldo ya iba llegando a los 80 pirulos y el médico le recomendó que no se pusiera nervioso durante los partidos, así que, bajo la ineludible custodia de Esthercita, no solo dejó de ir a la cancha, sino que tuvo también que dejar de escucharlo por radio (aunque por momentos se escondía en su habitación, junto a la «Spica» con funda de cuero, para enterarse al menos de cómo iba el partido). Poco después que los encuentros terminaban, Osvaldo dejaba pasar el tiempo necesario como para que yo llegara a casa y me llamaba.
— ¡Hola, Nacho! ¿Cómo salió el partido? ¿Quién hizo los goles? ¡Dijeron que Riaño y Pizzini!
Si. Efectivamente los habían hecho Riaño y Pizzini, pero si yo no se lo confirmaba los goles no valían.
Ya no había mucha capacidad de discusión o planteos estratégicos. Osvaldo esperaba mi informe del partido para darse una idea acerca de cómo había sido todo. De alguna manera, en ese entonces, yo era sus ojos. Él sabía muy bien que todo lo que decían los periodistas no coincidía tanto con lo que veíamos en vivo y directo desde una cancha.
— ¡Hola, Nacho! ¿Jugamos bien? ¿Fue en orsai el gol de ellos? 
Desde 2011 no solo tenía que mirar los partidos siempre, sino que tenía que pensar un resumen para poder ofrecerle a Osvaldo cuando llamara. Incluso cuando Florencia, mi hija, ya tenía tres o cuatro años, yo ya no iba a la cancha, pero veía los partidos por televisión; y si no lo veía por algún motivo tenía que buscar por internet un resumen breve de lo sucedido, porque cuando Osvaldito llamara tenía que pintarle el panorama de lo que había sucedido como si hubiera estado ahí. No quería que yo le mienta ni yo quería mentirle, pero a la imagen que daba el Rojo solo podía brindársela yo. 
— ¡Hola, Nacho! ¿Viste el partido? ¡¿Tan mal jugamos?!
En los últimos tiempos lo estuve engañando un poco. Fueron unos años terribles de Independiente, pero yo le aclaraba que no era tan así. Trataba de encontrar lo mejor para contarle, le explicaba que a la larga iba a salir todo bien, que íbamos por buen camino, que se notaba el trabajo y el esfuerzo que estaban haciendo el equipo y el cuerpo técnico y bla bla blá. Solo hablaba de Independiente y su gente, nada más. Porque ese año, en 2014, les iba bien a los vecinos. A los de en frente. Digo los de en frente literal, porque la cancha de Racing está exactamente del otro lado de la calle Bochini, que separa ambos estadios. (no creo que en el mundo haya otra cosa semejante)
Ese mismo año, el 13 de diciembre de 2014, Osvaldo dejó de preguntar por el Rojo. Tal vez para que yo no tuviera que contarle nada, o quizá para evitar soportar, él mismo, el relato de los sucesos del día siguiente. Racing, eterno rival de Independiente y al cual, desde que mi querido abuelo tuvo uso de razón, siempre tuvimos de hijo, daba la vuelta en su estadio ese 14 de diciembre consagrándose campeón.
Hoy en día sigo mirando los partidos de Independiente. El hincha no muere nunca. Puede discutir, enojarse, exigir o cualquier cosa, pero el hincha no muere nunca. Ahora, cuando termina un partido de independiente, simplemente termina. Ya no hay discusión ni especulaciones sobre cómo jugó el equipo, o si tal o cual jugador… Ahora sé, que después de cada partido del Rojo ya no suena el teléfono diciendo:
— ¡Hola Nacho!

EMA (Cuento)

Aquel era uno de esos días en que ciertas palabras suenan en los oídos como explosiones...  como si de la sordera absoluta transitáramos a la hipersensibilidad sonora en apenas milésimas de segundo.

Recuerdo transitar los pasillos de la oficina acompañando a una de mis jefas. En una de las estaciones de trabajo se encontraban dos compañeros conversando. Uno de ellos decía: «Una mujer inteligente, aunque fuere fea, si se diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad. Si yo tuviera una hermana, la aconsejaría así».

Me quedé helada del otro lado del box, mirando absorta el panel divisorio con la sensación de haber escuchado algo más que un comentario.

Marianela también escuchó. Se volvió hacia mí, me hizo un gesto y me llevó a paso firme hasta su despacho.

—Sentáte, por favor. —me dijo mientras se acomodaba en su silla del escritorio y se alistaba como para iniciar una entrevista. Se recogió el cabello, apoyó sus codos y juntó sus manos entrelazando los dedos. — ¿qué fue exactamente lo que escuchaste en el salón, Rocío? —me preguntó con interés y se quedó mirándome con su rostro sin gesto.

— La verdad que fue un comentario bastante fuera de lugar. — Le contesté sin querer ahondar en el tema. Pero ella insistió.

— ¿Cuál fue el comentario? dígame, por favor — volvió a preguntar sin inmutarse.

— Bueno… uno de los chicos, parece que le daba entender al otro que, si una mujer era inteligente, aunque sea fea, debía prostituirse para enriquecerse y además si no se enamoraba podría ser poderosa. — Traté de reproducirle el comentario de manera educada y lo más fehaciente que recordaba.

Marianela levantó el teléfono y se comunicó con su secretaria. — Leti, por favor que venga «EMA» enseguida. —terminó la llamada y volvió a dirigirse a mí. — ¿Te molesta quedarte para comentarles lo que escuchaste a un grupo de compañeras? No te preocupes que no habrá represalias. Deberíamos tratar estos temas para poder generar un clima agradable para todos. —y me miró fijamente un segundo y con una mueca que no alcancé a comprender me preguntó de nuevo. —o acaso ¿crees que deberíamos impartir represalias con esas personas?

— No, no. —Le dije de inmediato. — Me parece que estuvo desubicado y que es un pensamiento bastante retrogrado, pero no creo que para represalias. —pensé un poco en los chicos, realmente sé que son unos bocones que no piensan de esa forma, y hoy en día son temas muy sensibles como para tomar a la ligera. —a lo sumo una llamada de atención, como para darles una lavada de cabeza, como dicen. —

Terminé de dar mi opinión y golpearon la puerta. Sin esperar respuesta ingresaron otras cuatro jefas de la compañía que yo no conocía. Marianela me estaba preguntando si no me molestaba quedarme a contarles al resto, pero nunca llegué a poder responder y ya era tarde para poder escapar de la situación. Cuando todas se sentaron en la mesa de reunión, Marianela me hizo contar, con lujo de detalles, lo sucedido. 

Ni bien acabé mi relato se miraron entre todas y, aún con gestos de no poder creer que aún existiesen comentarios tan estúpidos, me dijeron que no me preocupe, que vaya tranquila y que si volvía a tener que soportar algún comentario desagradable no dude en comentárselos a ellas.

Cuando me retiré del despacho no sabía si ir en busca de los chicos para advertirles o hacer como si nada hubiese sucedido. Los miedos y prejuicios hicieron que optara por la segunda opción.

Los días siguientes transcurrieron normalmente hasta que un par de viernes después, el muchacho de aquel comentario no se presentó a trabajar. Las novedades fueron difundiéndose en el salón hasta que me llegó la noticia que había salido en los diarios. El asesinato de Germán Saravia, el empleado de la estación de trabajo cerca del despacho de Marianela. El asesinato había ocurrido la noche anterior en un bar de copas situado en una importante avenida de la capital. El homicidio, según informaban, se lo había adjudicado un reconocido grupo, aparentemente feminista, que estaba haciendo estragos en los últimos meses. La EMA (Ejercita de Mujeras Antimachistas) llevaba seis homicidios en los últimos tres meses. Homicidios donde no se esclarecían las causas más que por una declaración de la EMA afirmando tajantemente que se trataba de personas machistas. 

Quedé inmóvil por un instante. Marianela se acercaba caminando entre todas las estaciones de trabajo en dirección a mi escritorio. Detrás venían las mismas cuatro jefas de la última reunión. Un escalofrío incomprensible recorrió todo mi cuerpo bajo un pensamiento inverosímil. — Rocío, por favor acompáñeme al despacho. — dijo apenas un par de metros antes de pasar por mi escritorio y detrás de ella las cuatro escoltas sonrientes.

Dejé mis tareas de inmediato y me dirigí a su despacho. Todas habían ingresado y la puerta estaba abierta para mí.

— Cerrá la puerta y sentate. —me ordenó una de las jefas.

Me senté a la mesa de reuniones en la única silla vacía que dejaron, y al sentarme, todas lanzaron un aplauso cerrado mientras se ponían de pie.

— Bienvenida Rocío, va a ser un placer que participes con nosotras en este proyecto. A partir de mañana vas a ser la segunda jefa del área de seguridad con Marcela. —Marcela Ibarra me sonrió y asintió con su cabeza. — 

Entre sonrisas cómplices y comentarios por lo bajo se volvieron a sentar todas. Marianela me entregó la resolución de mi ascenso y dijo mirándome a los ojos. — ¡Qué barbaridad lo que le sucedió a este chico…— parecía no recordar el nombre y cuando estaba por decírselo — Saravia! Germán Saravia. —dijo.

— Si. — asentí yo y quise hacer una aclaración. — Sinceramente la idea de tanta violencia en la sociedad me aterra. Debería haber una concientización de la gente y no una imposición arbitraria y desmedida de una idea. Creo que una sociedad inteligente y abierta no debería necesitar llegar a la violencia. Creo que es un paso atrás. — expliqué. El gesto general me hizo recordar la última reunión, pero esta vez no había comentario estúpido que menospreciar.

Marianela reiteró las felicitaciones, la hizo extensiva a todas las compañeras y pidió que vuelvan todas a sus labores que ella debía reunirse con la directora de la compañía. Fueron todas saliendo del despacho hasta que quedamos últimas Marianela y yo. Nos quedamos detenidas un instante en la puerta. Yo necesitaba explicaciones, me sentía incómoda con la situación y no sabía cómo preguntar. 

Marianela se acercó y me dijo por lo bajo.

— Somos descubridoras que solo en conjunto podemos discernir a dónde vamos. — 

Fijó un segundo los ojos en mi expresión y, luego, sonriendo burlonamente, dijo:

–¿Sabes que hay algo en vos que te hace parecer a Lenin?

Y antes de que pudiera contestarle, salió.


domingo, 25 de octubre de 2020

Cumbre y llano

 Subí hasta lo más alto de la cumbre solo para demostrar que no era necesario estar ahí arriba para poder entender el paisaje. Subí sabiendo que podría hacerlo, que podría ver el paisaje completo, pero que al bajar nada modificaría mi utopía.

Una vez en la cumbre pude observar todo lo que siempre dije, lo que me gusta del paisaje; desde ahí uno puede ver todo lo que tiene para disfrutar. Se ve el mapa completo del ser.

Con la satisfacción de haber cumplido el objetivo, volví a descender lo necesario; tal vez aún más de lo esperado, pero sabiendo que pocos conocen los secretos del universo. Volví a mirar el llano y, como si un rayo de sol me estallara en la vista quedé asustado, cegado totalmente, paralizado. Algo que no estaba en los planes me había dejado sin vista, exactamente en el preciso instante que me disponía a confirmar mi teoría.

El mundo ya no es el mismo. Ni acá abajo donde vuelvo a caminar ni allá arriba, donde todo parecía al alcance de la mano. 

Antes alcanzaba a discernir a cuantos metros se encontraba un punto fijo desde mi lugar de origen, ahora eso ha cambiado radicalmente. Las distancias son tan irrisorias siempre que el verdadero horizonte no se llega a divisar y cuando procuremos verlo ya no estaremos en nuestro pequeño mundo fáctico. Estamos fuera de nuestro mapa, donde se halla el universo, el pequeño gran infinito, la verdadera libertad. 

De espaldas a ese infinito, y a esa inconmensurable libertad, nos veo a nosotros, todos enredados y atrapados en nuestro mínimo rincón, a los pies de una pequeña cumbre que los separa del lado oscuro.

Estaba a punto de confirmar mi vieja utopía, pero recordé, que he dejado asuntos pendientes donde los mortales juegan una batalla sin tiempo. Ordenaré un poco las viejas ideas y las entrañables costumbres y armaré mi mapa libertario de puntos inconcebibles y tierras sin límites. Iré por ellos en la mañana, sabiendo que ese nuevo comienzo será el final de la humanidad que habrá quedado a los pies de una pequeña cumbre.


miércoles, 21 de octubre de 2020

La visita tan ansiada (Cuento)

—¡Ey, Andrea! ¿Podés hacerme el favor de mirarme a la cara cuando te hablo? Desde que tengo uso de razón, te soporto los mismos gestos, el mismo aparente desinterés… y digo aparente porque después me entero por otro lado de que todo el barrio y la familia completa están enterados de cada palabra que te comento. A veces pienso cuál fue el momento en que cambiaste, o si yo fui el mamarracho que no se había dado cuenta.

Le di la espalda para seguir limpiando mi colección de cuchillos recién afilada. Ese gesto no debería molestarla justamente a ella, que siempre evitó mirarme a los ojos y hablaba mirando a cualquier lado con aires de superada.

—¿Sabés, Andrea, que papá está vivo? El otro día llamó a casa para saludar y preguntó cómo me estaba yendo en la fábrica. —No pude evitar una extraña sonrisa, casi al borde de la carcajada. Mantuve la mueca que el sarcasmo ofrenda y la miré fijo—. ¿Sabés que se olvidó de preguntar por el nieto? ¡No se acordó de Martín ni para preguntar cómo le iba en el colegio, o si estaba grande! Yo siempre le expliqué a Martincho que el abuelo está muy ocupado, que le encantaría llamarlo o venir a verlo, pero que el trabajo lo tiene ocupado todo el tiempo. En realidad, no creo que sea tan tonto y tampoco quiero que piense que lo tomo por boludo… Debería decirle que el abuelo es un hijo de puta que le importa tres carajos la familia, los hijos, los nietos; que lo único que le importa en el mundo es él mismo y pasarla lo mejor posible. Si se puede evitar cualquier obligación y responsabilidad… ¡bienvenido sea! ¿No?

Volví a concentrarme en la colección de cuchillos sobre la mesa de trabajo y los enfundé, uno por uno, para poder guardar toda la colección en su caja de madera. Una vez al mes, y generalmente después de utilizarlos, me relajo con esa tarea. Es un verdadero placer mantener el perfecto filo de toda la colección, limpiarlos uno por uno, hojas y cabos, para quitar todo rastro de sangre o suciedad. Alguna lustrada a las fundas de cuero, en ocasiones, y a guardar ordenadamente todo en su caja de siempre. Es un hobby que me distiende un poco y me hace pensar en otra cosa. 

Ese día era fundamental poder estar relajado y con la cabeza en otro lado. Sabía que Andrea iba a venir a verme, para hablar, y yo de lo que menos tenía ganas era de hablar. Pero debía tener una última conversación antes de terminar con todo. Yo sabía que después de ese día nada sería lo mismo y que, sin importar lo que pasara, me quedaría definitivamente sin mi única hermana. Por eso volví sobre ella y, apuntándole con el dedo, le dije:

—Vos sabías todo. Yo sé que vos sabías todo. Cuando el viejo me necesitó, yo estuve ahí. Cuando vos me necesitaste, estuve ahí. Estuve ahí cuando me necesitaron los tíos, cuando me necesitaron los abuelos. Estuve ahí siempre. Pero un día necesité que alguien me escuchara y…

Me mordí los labios, cerré fuerte los puños y la observé un segundo. Sentada en esa silla de la abuela que tengo en el taller, con su pelo tapándole la cara y mirando el piso sin nada para decir. Siempre me guardé todo, pero ese día no. Ese día quería decir lo que siempre callaba y volví a apuntar con el dedo.

—A veces creo que todo salió de tu cabecita retorcida. Pero la verdad es que miro a mi alrededor y el tiempo me ha dado, increíblemente, tantas sorpresas con determinadas personas que me siento obligado a creer que fui un estúpido la mitad de mi vida. ¿Cómo no me di cuenta de que el problema era yo? El problema era lo que yo representaba, lo que ustedes creían que no podían, lo que ustedes creían que me caía del cielo, lo que creían que les ocultaba… —La cabeza me comenzó a traer imágenes y casi me quebré, pero no, no volvería a sentirme culpable nunca más—. Nunca. Nunca les oculté nada. Al contrario: siempre quise contarles todo para que supieran quién soy, cómo soy… ¡Y yo creía que ustedes hacían lo mismo! ¿Cómo no iba a creer eso de mis padres, de mi hermana…? ¿No pensaron que, algún día, alguno de esos con los que hablaban y se reían se iban a acercar para ver quién realmente era yo? ¿No se les pudo ocurrir que, tal vez algún día, podrían contarme algunos de sus dichos, donde se reían y me defenestraban a mis espaldas? ¿En serio no se les ocurrió? Porque justamente los que me vinieron a hablar son tan hipócritas como ustedes, pero les dio pena ver que yo no me daba cuenta. Ellos me abrieron los ojos y todo se fue empezando a acomodar en la cabeza, todas las piezas encontraron su lugar y ya todos supimos quién era quien. Las traiciones estratégicamente orquestadas, las mentiras mantenidas en el tiempo, las difamaciones envidiosas, las engaños… Pero yo no quise aceptarlo. Lo guardé, lo mastiqué, lo intenté tragar… pero acá estoy, tomando la mejor decisión de mi vida para resolver definitivamente mis conflictos. Por eso te invité para hablar y decirte que ahora yo también lo sé todo, y que así no me gustan las cosas, Andrea. Por eso decidí decirte lo que siento. Ya no somos hermanos. ¿Está bien? Desde hoy no tengo hermana. ¿Te quedó claro?

De repente, arriba de la mesa sonó el teléfono celular de Andrea. Acerqué la mirada para espiar quién nos interrumpía y leí que era Ramiro, su marido.

—Ramiro. ¡Ja! —Otra sonrisa-carcajada sarcástica que se me escapaba de la boca—. El pelotudo de tu marido. ¿Querés que atienda y le diga que no podés responder? —dije sonriendo con sarcasmo. — El tarado que tuve que cagar a trompadas cuando me contabas que te acosaba y a los pocos días te estabas mudando a su casa. ¡Así de boludo era yo! Era el país de la hipocresía y yo buscaba en quién confiar.

El teléfono dejó de sonar sin que Andrea pudiera siquiera mirar la pantalla.

—Ya sé. Debés estar pensando en por qué no olvidamos todo y empezamos de nuevo, que no es tan así como lo digo, que nunca tuviste las intenciones de lastimar y perjudicar, que no me sienta así, que me amás y que ¡la puta madre que lo parió! Me cansé. Ya está, se acabó.

Me acerqué a la silla donde estaba Andrea con su cara mirando al piso y su pelo azabache tapándole la cara. Me hinqué delante de ella, con mis manos todavía sucias sobre mis rodillas, y lloré. Lloré mucho. No sé si por ella, por mí o por todo lo que pasó que, tal vez, no supe ver y que no pude controlar más tarde, pero lloré mucho, mientras un silencio profundo parecía zanjar todas las diferencias entre ambos. 

Después de un buen rato, me paré para ir a lavarme las manos antes de seguir manchando todo lo que tocaba. Mientras iba hacia el baño, le volví a dirigir la palabra:

—¿Sabías que papá viene el viernes? ¡Hacía más de dos años que no pasaba por casa! Lo invité para hablar, como hice con vos, así puedo solucionar todos los problemas familiares antes de que sea demasiado tarde. ¿No te parece bien, Andre?


jueves, 1 de octubre de 2020

Deberes y pasiones (Cuento)

Había llegado el día que tanto se había planeado. La estrategia, gestada casi en forma anónima, se venía desarrollando desde hacía tiempo en la gran isla de Solimán. Diferentes leales a la causa, desconocidos entre ellos, habían cumplido sus diversos objetivos, aparentemente desconectados entre sí, para poder hacerse con la victoria de lo que sería la misión más importante de todos los tiempos. 

El Duque de Bonum Kaeli, como se hacía llamar, salió de su morada en las afueras del reino, bajo una tarde espléndida a finales del verano. La suave brisa cálida y el perfume fresco de flores silvestres parecía embriagarlo para, de alguna manera, ofrecerle el ánimo que le faltaba para llevar a cabo la empresa de aquel día.

Con sus calzas pardas, su camisa púrpura de cuello redondo y sus puntiagudos zapatos de cuero marrón, el duque acomodó su fiel daga a la diestra de su cintura y, luego de cubrirse con su albornoz de lino y pieles escondió un estilete, en la parte interior de la solapa izquierda.

Montó el metro y medio de Arthur, su joven caballo de pelaje castaño y sedoso, y emprendió su viaje hacia el sur con destino al castillo. Desde el otro lado, desde el extremo sur del reino, alguien que él desconocía se encontraba iniciando un camino similar al suyo, pero iría por el Rey tuerto. Él debía ir por Crisálida, la reina.

Una vez arribado se dirigió, como acostumbraba a hacer desde hacía un tiempo, a los aposentos de la reina, donde solía esperarlo un pequeño banquete, que casi nunca se ingería, y los mejores vinos, para poder saciar la sed de los encuentros.

El duque sabía que esa noche sería la última y como tal tenía un sabor especial. Un sabor a victoria, un sabor a desafío, a justicia, a nuevos tiempos, un sabor a amor; un perfume a muertes.

Ella estaba esa noche más bella que nunca, sus ojos brillaban y su pálido rostro, apenas sonrojado, era solo comparable con alguna de las mayores obras de arte de ese entonces. El duque también estaba preparado para ese encuentro especial. Esa noche ella le ofreció las palabras más bellas que él jamás escuchó, le ofreció una y otra vez todo su ser, su cuerpo y sus pensamientos. Estuvo a punto de ofrecerle algo más, pero no hubiera sido digno de ella. 

Él encontró esa noche, a una mujer desconocida hasta ese entonces. Descubrió que sus venas transportaban sangre roja a igual que las suyas, y que sus penurias y desdichas, sin importar cargos o nombres, podían ser parecidas; que tal vez a ambos les faltaban las mismas cosas, aunque les sobraran otras muy disímiles, pero que juntos habían descubierto algo que algún día fue impensado para ellos.

Fueron esa noche el centro del mundo. Se descubrieron hasta lo más secreto de sus seres, se entregaron para siempre sin preguntas, se dejaron llevar por el destino e hicieron del tiempo la eternidad más sincera. Esa noche se amaron. Esa noche, la reina y el duque descubrieron que había mucho más de lo que imaginaban entre ellos, que el reino no ofrecía nada, que el castillo y la realeza eran apenas accesorios, que el tiempo y los temores podían ser los mayores enemigos y que las sensaciones más fuertes, placenteras, increíbles y sinceras existían únicamente en el abrazo de dos cuerpos que habían sido gestados para encontrarse.

Cuando el sol comenzaba a salir, abatido y montado sobre su caballo, el duque se dirigió a las puertas del castillo con paso lento y perdido. Abrieron los inmensos portones a su paso y lo reverenciaron al salir. Esa mañana, el duque se alejó lentamente, para nunca más volver a ser visto. Se sabe, que los mismos guardias del castillo, fueron los más extrañados por aquella partida del duque, que se retiró, como siempre en dirección al norte, pero con un rostro envuelto en dolor y lágrimas en sus ojos.

Esa mañana el reino amaneció sin reyes. Apenas el duque se alejó del castillo, los guardias, corriendo el riesgo de ser juzgados por su indiscreción, advirtieron a sus superiores sobre la situación de extrañeza que generó aquella partida; sugiriendo que tal vez fuera necesario consultar a la reina, para asegurarse que todo se encontraba en orden.

El horror invadió el castillo esa mañana cuando descubrieron a la reina, completamente desnuda en su cama de sábanas blancas, totalmente ensangrentadas, tendida boca arriba con brazos abiertos y un puñal envainado en el lado izquierdo de su cuello. De inmediato, y con temor de despertar la reconocida ira de su majestad, corrieron a informar al rey de lo sucedido. Al ingresar a su alcoba el espanto lo inundaba todo. Las imágenes eran catastróficas, el rey tuerto yacía en el suelo boca abajo. Todavía llevaba puestas sus calzas negras y su camisa blanca a medio quitar, teñida de sangre y repleta de perforaciones punzantes; había sido apuñalado en reiteradas ocasiones por la espalda, luego de recibir un fuerte impacto en la cabeza, que fue delatado por un importante corte sangrante en su parietal izquierdo, justo arriba de la oreja.

Toda la guardia Real bajo las órdenes de Lord Parri, su hasta entonces Capitán, salió de inmediato en busca de los posibles culpables del doble regicidio descubierto esa mañana. El reino, por primera vez en la historia, se encontraba definitivamente acéfalo y sin sucesores.

Esa misma tarde hallaron a Arthur, el caballo del duque, en su casa del norte. Los días siguientes, mientras el reino de Solimán se caía a pedazos, los pueblos y aldeas que lo conformaban se fueron organizando y declarándose libres. El Duque de Bonum Kaeli, a pesar de las leyendas que se tejieron en la isla, jamás volvió a dar señales de vida. 

sábado, 19 de septiembre de 2020

Sé que he sido

Algo se ha quebrado en mí.
El pasado se desprende
me ha abandonado
en algún momento no preciso.

Nada de lo conocido se avecina
de lo contrario,
zonzamente,
debería ser el mismo todo el tiempo.

No sabría
si me dejo llevar
o tuerzo los caminos.

Pero ya no pisaré los suelos fatigosos
a menos que puedan llevarme
a un lugar buscado.

Jamás podría desterrar a mi pasado
ni ocultar sus vaivenes
ni ensombrecer sus conquistas.
Pero ha dejado de ser yo
para solo ser quien era.

De nada sirve
continuar sin recordar que he sido
sin saber que soy, y sin perder
la capacidad de asombro
por lo que todavía pueda ser.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Un mundo distinto (Cuento)

Aquella noche tuve mucho miedo. Nos hicieron quemar en las plazas todos los libros sin importar el contenido. Luego entraron a nuestras casas a la fuerza y nos quitaron libros, carpetas, escritos, todo. Hasta se llevaron el cuaderno de recetas de mamá. Fue una noche terrible.

Recuerdo que habían dictaminado en el Congreso que se debía desconectar la red mundial de internet y que las comunicaciones debían ser reguladas por el Estado. Papá se imaginaba que esas cosas podían llegar a suceder. A veces lo hablaba con mamá después de la cena y yo llegaba a escucharlos desde mi habitación, mientras creían que dormía.

En el colegio, el profesor Leandro no iba a dar más clase de Educación Cívica. Fue una gran pérdida para mi grupo de amigos: él era el único que solía explicarnos algunas cosas que nosotros no llegábamos a comprender del todo. 

Ese día, durante la hora libre que tuvimos, habíamos hablado con Hipólito, Carlos, Juan y algunos otros amigos sobre lo que sucedía. Estábamos seguros de que algo importante y extraño estaba pasando. Algunos decían que estaba bien porque nos estaban quemando la cabeza con ideas estúpidas y otros creían que era grave lo que sucedía, que debía haber lugar para todos si éramos capaces de entendernos.

Carlos estaba convencido de que debía haber un orden. Creo que todos estábamos de acuerdo en eso, pero él decía que el orden lo tenía poner alguien que se dedicara a eso, a poner orden; alguien que nos dijera cómo teníamos que hacer las cosas: «¡Como en la escuela!». 

Pero algunos sugerimos que tal vez ese orden no era el correcto y Carlos nos dijo que entonces debíamos ir con el encargado de poner orden y ver cómo se lo desplazaba de su puesto para tomar el control. El que se atreviera a desafiarlo y lo superara podría imponer el orden que creyera correcto. Pero eso nos parecía poco lógico e imposible para nosotros, que, con apenas 13 años, la mayoría de lo que sabíamos era por libros y por lo que escuchábamos en casa.

Hipólito creía que nosotros, los más chicos, éramos el futuro y debíamos tomar las riendas de los asuntos delicados del país, y así, al crecer, nos encontraríamos con lo que nos merecíamos. Que el futuro fuera construido por nosotros mismos, que éramos los que íbamos a tener que vivirlo. Varios de los chicos quedaron encantados con esa idea. Se propuso que, teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo, escondiéramos algunos libros que nos interesaban, «incluso algunos de poesía», recomendó Jorge, que era un enamorado de escribir con una precisión increíble para su edad, y además en su casa se hablaban tres idiomas.

Juan nos dijo que todos teníamos razón, que debía haber lugar para todos, que lo importante era que nos juntásemos para poder sacar a los poderosos de su lugar, ocuparlo nosotros y poder así ser justos con todos los demás. Nos sonaba lógico e interesante.

Tuvimos que dejar la conversación cuando nos llamaron a la nueva clase. A partir de ese entonces, tuvimos una nueva materia llamada Introducción al Pensamiento, que nos iba a dar la profesora Cristina. Fue la profesora más intensa de todas. Nos hablaba horas y horas, incluso en ocasiones nos tuvimos que quedar en los recreos mientras nos explicaba los lineamientos para comprender el «nuevo pensamiento moderno». 

Ese año los exámenes de ella fueron terribles. Al menos hasta que Juan se dio cuenta de que, si escribíamos exactamente lo mismo que ella dictaba en clase, conseguíamos las mejores notas de la división. Y así fue. Algunos tuvieron problemas con su forma de dar las clases y hasta vinieron a hablar sus padres, pero muchos no lograban aprobar la materia y hasta se tuvieron que cambiar de colegio.

Papá decía que todo estaba escrito, que, si uno había leído lo suficiente, podía comprender casi cualquier cosa; que, si no había libros ni canales de comunicación de dónde obtener información, él iba a intentar trasmitirme todo lo que conocía para que yo pudiera pensar por mí mismo y darme cuenta de las cosas. Fue un gran padre.

Ese mismo año nos fuimos a vivir a un campo en Córdoba donde emprendimos una granja familiar. La verdad es que no me gustó mucho el cambio, pero papá me explicó que había renunciado al trabajo porque lo importante era ser fiel a uno mismo.

Cuando nos fuimos pude esconder algunos libros y revistas, entre los que seleccioné algunos de poesía, como había propuesto Jorge aquella tarde en el colegio. Una vez instalados en la granja, papá descubrió mis libros y se mostró orgulloso de lo que hice, aunque me advirtió los peligros del caso, debido a las circunstancias de aquel entonces.

Me enseñó a esconderlos en el campo. Enterrados. Siempre se me daba por pensar que, enterrados, tal vez algún día darían frutos o crecería un árbol. Él solía decirme que, de esa forma, enterrados, siempre se escondieron los tesoros, y que eso mismo eran los libros. Los podíamos consultar cuando quisiéramos si sabíamos mantenerlos escondidos y, si los escondíamos en nuestra memoria, mucho mejor. 

No fue mucho el tiempo, pero vivimos increíbles momentos en aquella granja, como por ejemplo, cuando papá armaba los fogones de los viernes, donde, después de la cena, leíamos algunos libros y terminábamos con poesías y relatos que podíamos discutir hasta el amanecer.

Uno de esos viernes, llegó una docena de autos mientras estábamos en el fogón. Papá tiró varios libros al fuego cuando los escuchó acercarse y me ordenó que fuera a la cama inmediatamente y que no saliera para nada. 

Entraron y dieron vuelta todo. No sé qué buscaban, pero le encontraron a papá un par de libros debajo de la cama. No creo que fuera ese el motivo, pero se los escuchaba satisfechos de haberlos encontrado. También revisaron toda mi habitación, pero no encontraron nada. Me escondí en un compartimento secreto que papá me había mostrado en el ropero, donde yo tenía escondidas algunas cosas, entre las que se encontraba un libro de poesía llamado Palabras, que me había recomendado una compañera de colegio que me gustaba mucho. Fue la última noche terrible que recuerdo en mi vida. Cuando se fueron me quedé guardado hasta escuchar los gritos de mamá cuando vino a buscarme al dormitorio. Recién entonces me animé a salir. Esa fue la última noche que pude ver a mi viejo.

Ya pasaron 2 años desde que él no vuelve a casa. Escribo este texto con miedo, entendiendo que no se debe hacer, pero me quedo con sus consejos de cuando leíamos al calor del fuego. Necesito dejarlo escrito en algún lado, sin importar los riesgos. 

No me quedan muchas esperanzas de volver a ver al viejo, pero me quedé con sus libros enterrados en el campo. En cada uno de ellos, hay una parte de él. Los leo y pareciera que escucho su voz, como si me hablara por sobre los escritos. Hasta llegué a encontrar enterrados unos ejemplares donde el autor tiene, exactamente, el mismo nombre que papá.


jueves, 17 de septiembre de 2020

El impacto de los cambios (Cuento)

Es bueno volver a los lugares de siempre con la frente alta. Las vueltas de la vida pueden colocar a alguien en los lugares buscados o sorprenderlo. Así, las cuestiones económicas del país llevaron a que, entrando en la adolescencia, Fernandito tuviera que mudarse de su casa de siempre, en Palermo, para vivir en un barrio del Gran Buenos Aires. A determinadas edades los cambios pueden ser muy frustrantes, o no tanto, pero siempre dejan alguna marca.

Recién a los 15 años, había logrado el relativo nivel de respeto y confianza que siempre había pretendido. Se movía cómodo entre su grupo de amigos incondicionales y el resto del piberío del barrio, que ya lo tenía entre los imprescindibles de la barra. Una barra ciertamente sin cabecilla, claro, ni necesidad de uno. Las historias eran más largas y épicas que las realidades, y las anécdotas eran más palabras que acción, pero Nando había conseguido un equilibrio bastante respetable.

En definitiva, cumplía con los estándares necesarios para ocupar el lugar que tenía en la barra, sobre todo con su compromiso, presencia y compañerismo. Nando había vivido en Palermo hasta los 12 años. Después, su familia se mudó al barrio. Cuando cumplió los 16, en la esquina de su casa (viejo caserón abandonado que funcionaba de punto de encuentro de la barra) comenzó una obra en construcción que duró casi un año. Una casa blanca de tres pisos con detalles en madera y tejas negras se erigió en la esquina como un monumento indiscutible. Nada cambió más que la incógnita de saber quiénes serían los nuevos dueños que dejaban a la barra sin su predio preferido.

Después de ese verano, los nuevos vecinos se mudaron a la casa de la esquina y, días más tarde, todos conocían a Lionel, el nuevo integrante de la barra. Los pibes no perdieron la costumbre de juntarse en la esquina y ahora Lionel era el dueño del lugar. Con sus 17 años, su familia se había cansado de los ruidos de Recoleta y se construyeron su lugar en el barrio, justo en la esquina en que Nando, sus amigos y toda la barra se juntaron siempre.

Lionel no era mal pibe, pero para Nando algo de humildad no le hubiera venido mal. Según él, el nuevo traía esas ínfulas de Nobleza o exclusividad sofisticadamente europea que suponen tener los habitantes de Recoleta. Solía decir que eran pibes que creían nacer adultos, con una seriedad tan superficial como sus sentimientos. Nando tampoco era mal pibe, pero para Lionel ese aire de justiciero y esa falsa humildad que profesaba no le hacían mejor que nadie, todo lo contrario. Estaba convencido que los pibes de Palermo creían ser superiores a todos, siempre cancheros, creyéndose agradables y divertidos como ningún otro. 

No pasó más de un mes que todo el piberío se había acercado a Lionel y, debido a que Nando no quería perder su lugar, observaba en detalle todas las situaciones entre absorto y decepcionado, juntando una frustración tras otra. La casa de Lionel ya era lugar de reunión, se anotó en el mismo club de fútbol, tenía auto y licencia, y todas las pibas del barrio ya lo llamaban Lío.

Una tarde en el club, Lionel y Nando se enfrentaron en equipos opuestos durante un entrenamiento de fútbol. El técnico lo llamaba Laionel, y Nando soportó esa tarde durante todo el primer tiempo que a Laionel se le perdonaran algunas faltas de las que a él le cobraban sin lugar a duda. 

A poco de terminar aquel primer tiempo, Lionel corría con la pelota cegado hacia el arco, Nando lo corrió de atrás con todas sus fuerzas y, cuando parecía que lo iba a asesinar, tiró un manotazo y alcanzó a cachetear su pierna tomándola por el tobillo. Lionel no cayó, alcanzó a frenar entre algunos saltitos sin que Nando lo soltara hasta que pudo mantenerse en pie. Con su pie todavía en manos de Nando, miró hacia atrás. Con cara de pocos amigos y haciendo montoncito con la mano, le preguntó:

—¿Qué hacés?

—Nada —contestó Nando con sarcasmo y sin soltarle el pie—. ¡No me vas a decir que fue falta! —Entonces sí, con una leve sonrisa socarrona, lo soltó.

Lionel encaró a Nando, que ya daba por terminado el entuerto. Literalmente hablando, le puso el pecho y lo frenó.

—¿Qué te pasa?, ¿sos piola? —dijo Lionel mirándolo fijo con el ceño fruncido.

Nando no se achicó. También le puso el pecho y lo miró fijamente a los ojos.
—Van tres faltas claras que hacés y te las dejan pasar. ¡Tres! Conmigo no te hagás el vivo. Jugá bien y no te hagas el canchero —le advirtió nariz con nariz.

La idea de Nando era, dicho esto, continuar con el partido. Pero esta vez las cosas eran diferentes: ninguno retrocedía y, cara a cara, conformaban una promesa de pesos pesados que garantizaba historia: ambos de contextura grande, pero con media cabeza de ventaja para Lionel y un entrenamiento de gimnasio que era evidentemente bastante más exigente que el de Nando.

Nando comprendió que estaba en problemas. Todos los presentes los rodearon expectantes. El tiempo parecía suspendido y el silencio, eterno. «No puede suceder nada. El técnico va a separarnos en cualquier momento», pensó Nando y escuchó cómo el técnico apostó 100 pesos por Lionel mientras uno de sus amigos no se animó a aceptar la apuesta.

Pocas veces había peleado mano a mano. Miraba a Lionel esperando algún movimiento, alguna amenaza, grito o insulto. De pronto el movimiento esperado llegó. Cuatro de sus nudillos impactaron en la parte izquierda de la cara, en el maxilar, justo adelante de la oreja. Los sonidos se apagaron para Nando y recién ahí su pelea comenzó. El intenso dolor activó algo en él y los puñetazos comenzaron a cruzarse para uno y otro lado. Lionel esquivaba, Nando solía recibir, pero la pelea se fue tornando más pareja, aunque Nando llegaba al rostro de Lionel sin demasiada fuerza, y Lionel sonaba contra el maxilar de Nando, que soportaba estoicamente.

Cuando Nando se abalanzó sobre Lionel y lo llevó al piso, donde se sentía más cómodo y con más experiencia, el técnico, seguido por algunos de los compañeros, interrumpió la pelea para separarlos. 
Se miraron fijo y sin hablar mientras los alejaban. Luego de reunirse el técnico con la comisión de disciplina del club, se los notificó de una semana de suspensión y los sacaron por distintas puertas.
Durante esa semana Nando no salió. El maxilar le dolía tanto que casi no hablaba. La comida sólida fue una complicación por más de un mes y, con cara de enojado con el mundo, se convirtió prácticamente en monosilábico, emitiendo apenas las palabras mínimas y necesarias. Seguramente, algo se rompió. No sabía qué, pero algo se había roto. Cada noche en su cama, se prometía que nadie iba a conocer su dolor, y así fue. Esa fractura fue una herida silenciosa e imborrable que nunca vería la luz.

Superada la semana, ambos volvieron al entrenamiento sin dirigirse la palabra. Nadie quería darle la espalda a Nando, pero evidentemente algo había cambiado en esos días de encierro. Nando no lograba entender y una cantidad infinita de fantasmas se hizo presente. Volvió a su casa derrotado, mientras el resto de los pibes se quedaba tomando algo en el club. 

Esa tarde su padre le dio la noticia. Se lo comentó de la mejor manera posible para que no se sintiera incómodo o molesto con la decisión. La situación en la empresa había mejorado lo suficiente y volvían a estar en una buena posición. Todo estaba resuelto, la familia volvía a Palermo.

Para Nando no importaba lo que los demás pudieran pensar desde ese momento. Él mismo, sin que nadie pudiera enjuiciarlo, acababa de juzgarse y aceptar su primera gran derrota.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Tornados en silencio

Podría quitarme la vida,
arriesgarla en una esquina,
o esperar que el impulso de la explosión
me disperse
para de cada parte de mí
iniciar un nuevo estallido.

Hasta acabar conmigo
sin conseguir nada.

Podría buscar la forma
que no existe,
e intentar llegar a una meta
que se escapa a cada paso,
como si en cada uno
le acertara un puntapié.

Va cayendo el sol
de salvadores vencidos
que decían vender tiempo
y compraban mi futuro.

Todo tenía un precio,
pero no termino de abonar
un infinito creciente
de tiempo encerrado en relojes
e inconstantes calendarios.

Cometemos el error
de confiar que ante la cuerda
nos va a salvar aquél
que supimos desatar
de las sogas de las sogas.

Yo no rifo nada
ni vendo mi alma, tengo
una infinita cosecha de frutos
que aún confían ver el sol.

domingo, 9 de agosto de 2020

Caídas y recaídas (Cuento)

- Trilogía Parte 3 -

Un mes pasó desde su caída por la escalera. Todavía tiene la pierna enyesada desde el muslo hasta el tobillo. Catalina le trae el té a la cama mientras la televisión transmite un recital de Bon Jovi.

—¿Cómo está esa pierna? —preguntó ella mientras apoyaba la mesita plegable en la cama.

—¡Bien! La verdad que la siento bastante bien. Se la nota deshinchada y pareciera que ya la puedo mover, aunque esté adentro de este yeso —contestó incorporándose para tomar el té.

Ella se sentó en la silla al lado de la cama y, con gesto de preocupación, exclamó: 

—¡Qué cagada, ¿eh?! —Y agregó como consuelo—: ¡Desgracia con suerte! —Y cerró con una sonrisa tímida, mientras comenzaba a untarme una tostada.

Hacía exactamente un mes, Damián estaba desayunando en la cama de Camila, su asistente de 23 años del estudio. Fue un romance inolvidable, cinematográfico, que duró más de un año y terminó como terminó gracias a la capacidad de Damián para las caídas.

Dicen que las caídas son las que nos dejan enseñanzas y puede que en ocasiones sea cierto.

Tomó un sorbo de té y se quedó un rato observando detenidamente a Catalina preparar la tostada. 

Aquel día ella estuvo irreconocible, totalmente desencajada, y no era para menos. No sé si por él. Creo que más por ella misma y su amor propio. ¡Él era un tarado! Al menos en ese momento. Fue una caída dura, y una recuperación muy larga. Es que, en rigor de verdad, la primera caída fue increíble. Fue una caída de ensueño. Una caída al infinito. Fue una de esas caídas donde, al tomar velocidad el cuerpo, el pánico y el vértigo hielan la sangre, endurecen los músculos, erizan la piel, pero, a medida que la caída se extiende y el golpe no llega, el pánico y el vértigo se hacen amigos, ¡se hacen placer! La sangre helada hierve, los músculos entumecidos se fortalecen como nunca y la piel erizada revierte los avatares del tiempo y se muestra espléndidamente viva, radiante. La sensación de caída se desvanece y nace la sensación de volar; y cuando uno vuela se siente libre, se piensa libre e inmortal. Cuando uno vuela, todo lo terrenal es mero decorado, las palabras son apenas una brisa y el mundo, la tierra, el resto de lo mortal, se encuentra lejos, debajo nuestro. Muy debajo. Tan debajo que podemos olvidarlo, cerrar los ojos, desplegar nuestros sueños como alas enormes y volar, volar en un infinito que nos acaricia el alma, en un viaje de placer que nos cuenta en secreto que estamos más vivos que nunca y que nadie, que logramos todo lo que se puede lograr, que somos el universo, el todo, el infinito mismo.

Hay también teorías que se contraponen con ese universo. Un claro ejemplo de ellas acabó siendo la teoría gravitacional. Pero en ese momento, uno es tan inmenso y enorme, con los brazos extendidos como alas y el pecho firme como una coraza, que, cuando la realidad nos golpea, quedamos abrazados a la única tierra conocida en un encuentro de velocidad inconmensurable. Proporcionalmente descomunal al viaje desvanecido. El impacto absorbe todo. Se crea algo así como un gran agujero negro donde todo lo que era dejó de ser, y nada escapa de ahí dentro. El viaje, el vértigo, las sensaciones, la libertad, todo deja de existir exactamente en el momento de ese impacto; una implosión del todo.

«¡¿Cómo podría uno olvidar ese traumático momento eterno?!».

«¡No hay forma!».

Aquella mañana el sonido del impacto se oyó tras la ensordecedora inquisición del universo, que aullaba una y otra vez «¿Dónde está ese hijo de puta?», con la voz de una Catalina sobrenatural, en pie de guerra y en la puerta del departamento de su amante, 20 años menor.

—¿Dónde está ese hijo de puta? ¡Decime! ¿Dónde está ese hijo de puta? ¿Dónde está? —repetía.

Cualquier golpe es nada. En ese microsegundo el universo se detiene frente a uno mismo, te mira fijamente a los ojos, te abre sus manos como pidiendo disculpas y, tras levantar ambas cejas y morderse los labios, se desvanece como ese polvillo que arrojan los ilusionistas después de consumar el engaño en tu mismísimo rostro.

Muy a pesar de todo, uno no puede ser tan cobarde de quedar en silencio y darse por derrotado mientras el destino te escupe en la cara. Uno se levanta, infla el pecho todo lo que puede y, aunque no quiera, sale a poner la cara y explicarlo todo. Aun cuando no exista sobre la faz de la tierra explicación alguna pasible de ser siquiera escuchada.

En ese intento de quién sabe qué, Catalina, ya habiendo hecho contacto visual con Damián y corroborado su presencia, supo entonces que nada más había por hacer. Obviamente, después de mirarlo con los ojos inyectados en sangre, le dijo:

—¡Basura! —Lo señaló y sentenció—: Estás muerto. —Luego giró sobre sí misma y comenzó a bajar las escaleras.

En ese preciso instante, no hay nada que pensar. No sabría si por instinto, por obligación moral, por orgullo o vaya uno a saber por qué, pero tenemos que salir corriendo detrás de nuestra esposa (nuestro único infinito terrenal) y no dejarla ir con esa espeluznante imagen de nosotros. Bajo ese principio se gestó el inicio del fin. Medio dormido, descalzo, despeinado y en ropa interior, corrió «heroicamente» tras ella hasta el segundo escalón de la escalera, donde el destino quiso que las vueltas de la vida comenzaran.

Las vueltas de la vida terminaron recién en el entrepiso. Camila se asomó a la baranda de la escalera con cara de asombro, sin poder creer que hubiera salido eyectado tras Catalina. Cuando lo vio desparramado en el descanso, se llevó una mano a la boca y quedó inerte, observando todo.

Desde abajo, tal vez al sentir que las vueltas de la vida lo estarían lanzando hacia ella, Catalina detuvo su carrera y, preocupada por mi estado, volvió sobre sus pasos. Todas las puertas comenzaban a abrirse, mientras Catalina buscaba el celular en su cartera para pedir una ambulancia.

Dos horas más tarde, comenzaban las cirugías en la pierna. Mala pata la de Damián, muy cierto, pero una serie de imágenes quedó grabada en su memoria para siempre como una cicatriz. Los rostros, los gestos, las sensaciones. Todo converge en algún punto del espacio-tiempo y la cabeza reconoce haber descubierto, quién sabe en qué espacio del infinito, una película que nos revela todo. En ese instante todo recobra su sentido.

Despertó un día después, con su pijama de ocasión y la pierna sostenida por una cuerda, completamente extendida y contenida por un yeso enorme, la cabeza vendada como una momia mal armada y todo ese cablerío de rigor conectado a su cuerpo. Catalina estaba ahí, sentada a un lado de la cama. El sol del atardecer entraba por las ventanas de la habitación y acariciaba su cara sin maquillaje y semidormida. Siempre supo lo que quería. Pero a veces, cuando uno tropieza, no puede ver otra cosa que su caída.


Nadie escribe cartas (Cuento)

- Trilogía Parte 2 -

Catalina lo imaginaba desde hacía tiempo, pero no quería pensar en eso. Quizá, en lo más profundo de su inconsciente, barajaba la idea de que todo volvería a la normalidad sin cambiar demasiado. Esa mañana, cuando el invierno comenzaba a despedirse, sintió que todo tenía que terminar. El suspenso tenía que terminar, la espera. La agonía.

Desde hacía tiempo Damián estaba distinto. Siempre fue un gran hombre, de eso no había dudas, pero había que estarle encima porque su cabeza siempre estaba en otro lado. Aunque de un tiempo a esta parte algunas cosas parecían haber comenzado a acomodarse. Ya no resultaba necesario que ella, por ejemplo, le comprara ropa nueva o corrigiera su vestuario; es más, hasta se estaba vistiendo algo más moderno de lo que sus 45 años venían denunciando. Solía estar bastante prolijo, se compraba camisas más a la moda y se lo notaba mucho más activo que antes. Algo estaba cambiando en él. Al principio se presentía y, al cabo de un tiempo, ya era lo suficientemente evidente.

La pasión de Damián por la arquitectura siempre fue un gran motor de su vida y, desde hacía unos años, siendo ya el arquitecto en jefe de la empresa, por algún motivo comenzó a sentirse acabado. Ella siempre estuvo ahí, a su lado, siempre acompañando, apoyando, opinando cuando la situación lo ameritaba o consolando cuando las cosas no salían.

Un momento clave fue cuando Fernando se fue de casa. Estaba estudiando en París desde el invierno anterior y, desde que dejó la casa, la distancia entre Damián y ella había crecido un abismo. La idea de estudiar en el exterior nunca fue completamente aceptada por Damián; en cambio, ella hizo todo lo posible para que Fernando pudiera realizarse como soñaba. Al fin y al cabo, sentía que era el último esfuerzo como madre para que se formara como profesional y pudiera estar preparado para, algún día, conformar la familia como él soñara.

Pero, desde aquella partida de Fer y la incorporación de jóvenes pasantes en la empresa, algo en la actitud de Damián se fue transformando. Se reavivó, se volvió a encender el Damián que había conocido en su adolescencia, ese arquitecto que investigaba y creaba nuevos estilos, modernos, no ortodoxos, extravagantes pero delicados y concretos. Damián estaba renaciendo. Se lo veía más fresco, más feliz, más ágil, independiente y preocupado por sí mismo.

Todos esos cambios —notorios, por cierto— no se estaban reflejando en la relación entre ellos. Todo lo contrario. Ella no podía decir que él faltase en la casa, era un hombre que colaboraba, estaba siempre presente y parecía estar pendiente de que nada faltase, de que todo funcionara y estuviera en orden. Prácticamente, no había nada para reprocharle. Pero ella sentía un terrible vacío a su alrededor: a la casa le faltaba algo, a su vida le faltaba algo. Se sentía sola y desamparada; con un magnífico hombre a su lado que parecía estar encontrando una nueva plenitud, pero que lamentablemente parecía no estar con ella.

En lo profundo de su ser, ella temía haber cometido un grave error. Solo ella tenía el recuerdo de ese momento crítico donde todo estuvo a punto de estallar por los aires. Había depositado su mirada en otra persona, y algo más tal vez, probablemente descuidando la casa, la familia, la armonía del hogar. Pero fue un momento de inconciencia, un delirio que inmediatamente la hizo caer en una realidad que decidió asumir como mujer, madre y esposa.

Muchas veces se armó de esperanza, presintió que todo estaba por cambiar. En la casa todo continuaba de la misma manera. Hizo esfuerzos por acostumbrarse. Tal vez así eran las cosas ahora. Tal vez eso era la vida que le tocaba y ella era quien no estaba entendiendo algo. Tal vez él sabía de sus secretos y estaba siendo compasivo. Pero, no. Ella sabía que entendía todo demasiado bien, y eso, hiciera lo que hiciera, le dolía. La perseguía y la acechaba.

El último viernes que estuvieron juntos viendo esa película de suspenso, hacía algo más de dos semanas atrás, él se quejó de que había salido ese viaje de 20 días por trabajo. Tenía que ir a Uruguay a hacer un estudio para un proyecto en Montevideo. Iría solo. Sí o sí tenía que viajar él, le habían dicho. Lo dijo sin ánimo, molesto. Ella notó, ciertamente, que lo dijo con desgano. En su interior él no quería ir a ese viaje. Estaba segura de eso. Lo notó en su tono, en sus formas y hasta en la actitud de toda esa última semana preparando las cosas para el viaje. Tal vez era ese el momento. Podría ser que, entonces sí, algo estuviera por cambiar, pensó ella. Tal vez ese viaje fuera la clave. Tal vez el momento que hacía más de un año estaba esperando tuviera fecha de desembarco.

Para el viernes siguiente, estaba planeando acompañarlo al puerto, pero él insistió en que no. El buque zarpaba tarde y sería peligroso para ella volver sola desde allá. Se quedaría más tranquilo si se despedía por la mañana y se iba directo desde la oficina. Finalmente, así fue.

Esa noche de viernes, terminó de convencerse de que todo estaría bien. El viaje iba a ser saludable para ambos, una bocanada de aire para poder continuar con más energía, con una nueva actitud, para poder volver a sentarse, mirarse a los ojos, reconocerse cada uno en el otro y poder encontrar todo lo que no estaban viendo.

Todas las noches, a las 22:00, Damián llamaba para preguntar cómo estaba todo y contar cómo le había ido durante el día. Todos los días un llamado. Algún mensaje en ocasiones cuando se hacía demasiado tarde. Pero todos los días se comunicaba. Durante esos días, y a pesar de la distancia, se sintió más conectada con él que cuando estaba sentado a su lado en el comedor. Faltaba poco para su regreso. Había llegado el momento, y ella debía estar a la altura.

Fueron 17 días desde su partida, y esa mañana el sonido interminable del timbre la despertó de golpe. Se levantó molesta. Pensó, mientras buscaba algo para ponerse, que hacía rato no se enojaba en serio. Apuró el paso para no demorar más tiempo y abrió la puerta. El cartero la esperaba con una carta en la mano y una carpeta con un bolígrafo en la otra.

—Carta para Catalina Irusta —dijo el muchacho sentado en su bicicleta y apoyando el pie en el escalón del zaguán—. ¿Es usted?

—Sí, soy yo —respondió ella mientras cerraba bien su bata. Firmó el recibo, tomó la carta y le agradeció al cartero con una sonrisa.

Cerró la puerta y, durante el trayecto hasta el dormitorio, fue observando la carta recibida. El sobre lo remitía Camila Montana con su dirección. ¡Extraño! ¿Quién era Camila Montana? Sería una propaganda. «Ya nadie escribe cartas», pensó. Se sentó en la cama y, para quitarse las dudas, abrió el sobre. Quitó de su interior la cuartilla doblada al medio y, al abrirla, en un prolijo manuscrito de pluma, leyó:


«Estimada Catalina:

Si quiere recuperar a Damián, su marido, acérquese de inmediato al departamento de la Srta. Camila Montana antes de que él regrese de… ¿su viaje a Uruguay?

Saludos de su amiga más sincera,

La realidad».


viernes, 7 de agosto de 2020

La Tesis (Cuento)

- Trilogía Parte 1 -

Damián trabajaba en la compañía desde joven, y desde hace 5 años era el arquitecto en jefe. Durante el último año, le asignaron una joven pasante que estaba terminando su carrera, Camila, de 23 años. 

Con la frescura y el atrevimiento de la juventud, al poco tiempo de conocerse, Camila había solicitado a Damián, encantada por su dialéctica y conocimientos, su colaboración para la tesis que debía presentar en su examen final, y él, enamorado de su profesión como pocos y contento con su entusiasmo, no pudo negarse a su pedido.

Al inicio comenzaron quedándose un par de horas en la oficina después del trabajo, pero con el tiempo Damián prefirió que se juntasen en su casa, ya que él poseía mucho material para consultar durante el desarrollo de la tesis. 

Damián vivía en un departamento en Palermo junto a su esposa, con quien tenían un hijo de 19 años que se encontraba estudiando en el exterior. Damián decidió organizar una pequeña oficina en la habitación de su hijo y comenzó a compartir algunas tardes a la semana enfocado en la tesis junto con Camila. 

Con el correr de los encuentros, se fueron sintiendo demasiado cómodos, se fueron admirando mutuamente, y ambos, apasionados por su profesión, terminaron cayendo en la tentación de un romance que, ante la sorpresa de ambos, se fue convirtiendo en una realidad única.

Los meses siguientes fueron consolidando el romance y a los encuentros de estudio en su casa, se fueron sumando visitas a la de ella, y alguna que otra salida esporádica a lugares seguros en las afueras de la ciudad. 

La relación, por momentos, parecía un noviazgo normal, y era en esas situaciones donde Camila, temiendo confundirse, preguntaba en más de una ocasión cómo seguiría esa historia. Damián nunca dejó de repetir que, mientras ella fuera su pasante, nada podía suceder entre ellos y ambos debían evitar cualquier acto que levante sospechas. Pero en muchas oportunidades, descuidado y obnubilado por la belleza de la joven y lo fantástico de la relación, también llegó a asegurar que, llegado el momento, dejaría todo por ella.

Dicen que el tiempo vuela y que las palabras se las lleva el viento, y en esa historia, el viento no se llevó algunas palabras y a esa altura del vuelo la tesis ya había sido entregada, Camila ya tenía su título y la empresa ya la había contratado de forma definitiva con grandes expectativas. En ese momento cumbre, Camila estaba absolutamente convencida de que, ahora sí, todo estaba dado para poder contar a todos sobre su relación y comenzar una vida nueva juntos, como ambos se merecían.

Algunos temores —quién sabe si morales o imaginarios— nunca dejaron de merodear por la cabeza de Damián, que, con el afán de ganar algo de tiempo, se le ocurrió ofrecerle a Camila una pequeña prueba de convivencia, inventando un viaje de trabajo y pudiendo así probar algo parecido a una vida cotidiana juntos. Luego, e incluso durante esos 15 o 20 días, podrían pensar juntos sobre su futuro y tomar una decisión al respecto. Camila, que no pudo soportar sentirse a prueba todavía, se mostró profundamente ofendida y menospreciada, jurando, entre lágrimas y gritos, no estar para recibirlo cuando se arrepienta de sus mentiras.

Pasaron días sin que Camila atendiera sus llamadas, y él se supo cobarde y culpable, sintiendo ahora que cada día pasaba extrañaba más su compañía. Tras una semana sin ir a la empresa, Camila decidió llamarlo para acordar un encuentro donde pudieran hablar seriamente sobre todo los ocurrido.

Esa misma tarde, Damián salió antes de la oficina, sin dudar se dirigió directo a casa de Camila y golpeó a la puerta de su departamento. Ella, sin arreglarse siquiera y todavía en bata, abrió la puerta en silencio, cerró bien sus solapas y, poniendo ambas manos en sus bolsillos, se dirigió pensativa hasta el centro de la sala con la cabeza baja. Damián, todavía vestido de oficina y sin quitarse el sobretodo, cerró la puerta y yendo tras ella, comenzó la conversación:

—Bueno, me llamaste para hablar —dijo fríamente mientras dejaba su portafolios. Y se anunció—: Aquí estoy.

Ella, dándose vuelta, sentenció.

—Vivamos ese tiempo al menos. —Y lo miró a los ojos estudiando su reacción.

—¿Estás bromeando o qué? —se asombró él.

—No —contestó ella, suave, con sonrisa cómplice, y ratificó su sentencia—: Digo que hagamos la prueba.

—Pero ¿qué explicación voy a dar a mi esposa? – Preguntó él.

—Dijiste expresamente que inventarías un viaje, o algo. – Replicó ella.

—Pero ¿cómo invento algo así, de la nada? No estás comprendiendo la situación, ponte en mi lugar. Claro que quiero estar contigo, pero no es tan fácil hacerlo como decirlo.

—Desde hace un año que lo estás repitiendo. —Y, con cierto aire de fastidio, reclamó—: Yo nunca te pedí nada, tú eras quien repetía una y otra vez que dejaría todo para quedarse conmigo.

—¡No puedes ser más injusta! Tú fuiste quien estuvo siempre detrás de mí esperando su momento, ¡su oportunidad! —Y, comenzando a retroceder, pero sin realmente confiar en lo que decía, afirmó apesadumbrado—: ¡Nunca debería haber permitido esta historia!

—Perdóname —se apresuró ella viendo que la situación podía escaparse de sus manos. Se acercó los tres pasos que los separaban y, sin mirarlo a los ojos, pero con una sensualidad exquisita, volvió sobre sus palabras—: Perdóname, prometo que no va a volver a suceder. Solo conviviremos esos pocos días y luego tomarás la decisión que te parezca… y yo la aceptaré.

Él la acercó en un abrazo y, luego de besarla pensativamente en la frente, asintió.

—Está bien. Déjame ver cómo.

De alguna manera era lo que estaba esperando, una puerta quedaba abierta para que pudiera tomar su decisión y resolver sin presiones. Los días próximos serían una real experiencia mientras pensaba cómo solucionar todo. Ese mismo día ambos supieron que, de alguna manera, un final se estaba escribiendo. Él, atiborrado de dudas y temores, aún no sabía cuál ni cómo sería; ella, por el contrario, sabía perfectamente el final que comenzaba a escribir.

Damián terminó embarcado en un viaje fantasma a Uruguay y se dirigió a San Telmo a vivir esos 20 días al departamento de Camila. Fueron realmente días increíbles, donde ambos se sintieron cómodos y felices por demás. La vida de ambos era perfecta, los días pasaban y Damián comenzaba a tomar conciencia de que esa vida podía ser suya. «¡Podría funcionar!», pensó. 

El decimoséptimo día, como si la desgracia tocara a la puerta por la mañana, alguien golpeó en el departamento de Camila. Él, despreocupado en su fantasía mientras desayunaba en la cama, apenas se interesó por quién molestaría tan temprano. Ella, como si una intriga desmedida la invadiera, lo miró fijo un segundo — ¿Quién será? — dijo, tomando el salto de cama y se dirigiéndose a abrir la puerta. Con una carta en la mano, la esposa de Damián entraba a los gritos pidiendo por su marido.


jueves, 30 de julio de 2020

Destinos (Cuento)

El interior del auto todavía huele a nuevo. El perfume a cuero penetra en la nariz de Máximo como aire fresco, mientras, sentado al volante, piensa cómo va a hacer para enmendar su situación. Busca el ticket para poder salir del estacionamiento y esconde bajo la butaca del acompañante las dos botellas vacías de whisky que andan tintineando en el suelo. No puede ser que todo esté perdido apenas a las 5 de la mañana.

En casa todavía está el canuto para la refacción de comedor y las próximas vacaciones. Claudia duerme toda la noche de un tirón desde el comienzo de su embarazo, de modo que, estando en el sexto mes, no va a ser difícil entrar despacio sin que lo note y volver a despegar.

Fueron exactos 25 minutos. El ticket de salida del estacionamiento registraba las 5:03 y el último ingreso marcaba las 5:28. Guantera, billetera, trabas, alarma y a recuperarse. Como si nada hubiera sucedido y recién saliera de una reconfortante ducha, Máximo vuelve a traspasar el portal del azar con sus bolsillos llenos, la frente alta y la confianza de haberle arrebatado al destino un final insospechado en más de una oportunidad, o al menos un final digno, si es que así se los puede catalogar.

El cigarrillo en la boca, las fichas en la mano y los mocasines dibujando los pasos en el mullido bermellón de la alfombra lo acompañan en la cruzada. El ensordecedor canto de las máquinas tragamonedas lo vitorea de fondo, como una hinchada de seguidores incondicionales que lo alienta permanentemente a la victoria; con ese empuje, y esa garra, se apoya en su mesa predilecta y cambia todas sus fichas por promesas de futuro. Su reloj apenas marca las 5:45 y el paño verde se extiende delante suyo como un interminable campo de batalla donde, a partir de ese momento, se juega todo.

Labios, manos, cigarrillo, dientes apretados y gestos espasmódicos interminables impulsan la primera estrategia de juego. Despliega su potencial meticulosa y paulatinamente, y abarca todo el territorio posible hasta que un grito seco lo paraliza en la expectativa: «¡No va más!». 

El destino comienza a girar en el mismo lugar, como si el tiempo real se detuviera unos instantes y en una dimensión paralela se escuchara rodar el final en sentido contrario; y cuando el final choca contra el destino, que venía perdiendo velocidad, el azar comienza su trabajo rápido, fugaz y desinteresado. Los ruidos del destino, haciendo saltar una y otra vez al final, son un derrotero de frustraciones que se desencadenan mientras las eternas vueltas del destino nos vuelven a acomodar en nuestra única realidad.

Interminables segundos separan la expectativa de la realidad, hasta que puede divisarse en la velocidad descendente de los giros el último silencio. «¡Negro el 2!», se escucha sonoramente y, detrás, vuelve a crecer el abrumador aliento de los seguidores.

La cabeza sabe que no barajó esa posibilidad y se redobla la apuesta en concordancia con los gritos y la fragorosa persistencia del entorno. Una y otra vez coronaba la desgracia que lo haría triunfar, mientras algunas calles predilectas le cubrían las espaldas. Idas y vueltas, sonrisas y pesares, y una última apuesta al destino, que se declara vencida ante un cero repudiable que frustra cualquier estrategia y pone a Máximo en la desesperante batalla de un todo o nada rabioso y descontrolado. 

Los últimos montones de esperanza se acumulan en los lugares indicados sin declinar la táctica, y las manos de Máximo se refriegan entre sí, mientras el cuerpo acompaña con sus gestos todo el ritual llevado a cabo en estas instancias.

Podría decir que una eternidad transcurre entre la decisión y el desenlace, pero ciertamente es apenas poco más que un instante.

Cuando todos creían que el final era inevitable y Máximo se escudaba apenas en el deseo de victoria que le agitaban sus seguidores, un silencio suspendido aguarda la decisión del destino que lo catapultaría a la gloria.

Volver a casa a cualquier hora con una sonrisa eterna, con algunos espumantes y unas cajas de sushi para la cena, acompañada de regalos para Claudia y montones de excusas y anécdotas exageradas. El alivio y la respiración, que, agitada todavía quién sabe si por el temor o por la alegría, comenzarían a regularizarse hasta dejar todo en un pasado lejano y un destino que nunca tuvo lugar. Poder ser ganador incluso sin ganar. Sentirse ganador aun cuando un fantasma de desazón sobrevuela el ambiente. Haberse visto comprando un boleto al infierno y recibir un pasaje al paraíso sin que nadie lo notara. Apenas eso era la gloria.

Pero lo inevitable, generalmente, suele resultar inevitable. Las cosas no se dieron como se pensaba, o al menos no como lo pensaba Máximo.

De alguna manera entiende que ya no hay vuelta a casa; que el ensordecedor aliento, que hace instantes vitoreaba incesante, se convierte en el metálico sonido de campanillas y ecos insistentes que dispara la realidad de máquinas cegadoras; que ese mullido bermellón ya no tiene sus huellas y tan solo es un escenario gastado que junta ánimos y sinsabores de gladiadores vencidos. 

Es tarde. No queda siquiera para la salida del estacionamiento. Es tarde y Máximo comienza una caminata extensa sin destino final. Mira su muñeca. No tiene reloj, pero el sol del mediodía ya comienza a debilitarse. Todo dejó de girar y, cuando apenas pasa el umbral de la pesadilla, los zumbidos dejan de perturbar su inconsciente con una última frase: «No va más».

domingo, 10 de mayo de 2020

Universos paralelos

Bajaba los peldaños
como quien baja hacia un cielo en el infierno,
con los sentidos encendidos,
en un fuego cálido
sensual y danzarín.

Bajaba a descubrir
lo más hermoso de ese mundo oculto
en la ciudad de las luces y los ruidos.

La magia de ese inframundo
crecía a cada paso
cuando peldaño a peldaño
un sonido sin igual
enajenó su corazón,
de golpe,
sin más,
sin chances de volver;
y se elevó en el aire
antes de poner un pie
en esa milonga interminable
de la vida del beso en los oídos,
de la conquistadora voz sensual
de un bandoneón, que atravesó su suerte
para no volver a ser
lo mismo.

La viruta que las suelas cargaron a su casa
no eran pasos ni delirios,
eran utopías de esos mundos ciertos
que nos pueden llenar la vida eternamente
mientras transitamos los lugares comunes
que el resto cree realidad.

Cuerpo, alma y universo
fueron arrojados
al amanecer de un sol envenado
que quemaba
poco a poco
los recuerdos de ese instante extraordinario
que nos salvó la vida.

En la ciudad de las luces y los ruidos
hay puertas
que nos llevan a universos desconocidos
donde pocos podemos transitar
y sentirse vivos de verdad.