Bienvenidos

Bienvenidos:
Hola a todos.
Hola noche, luna, concurrentes…
Hola a todos.
En silencio
actúen como si yo
no estuviera aquí.

sábado, 16 de enero de 2021

A Copes, el hombre. (Carta)

Estimadísimo Juan Carlos,

Hoy, en la profunda tristeza de saber que se va un grande quiero, en primerísimo lugar, brindarle mi más fuerte aplauso de pie, en homenaje a su obra, que no es ni más ni menos que usted mismo, Juan Carlos Copes. El bailarín y el hombre, que supo a fuerza de intentos infinitos, y esmeros interminables, hacer de sí mismo una obra legendaria, para aquellos que conocieron lo fantástico de su universo.

Un maestro, un ser humano especial, un filósofo particular que supo tener la delicadeza de sentarse al lado de un pibe, y mostrarle lo crudo, voraz e injusto de la realidad; así como lo infinito de la creación, lo magnífico de la sencillez, lo extraordinario de creer, vivir y respirar en modo arte.

Siempre renegué de decir las cosas a destiempo, sin embargo, parece que es una característica esencial de mi persona. Me quedé con una catarata de recuerdos que quería agradecerle, momentos, que tal vez solo momento fueron para usted, pero fundaron increíbles universos en una capacidad de asombro que esperaba comprensión y paradigmas.

Estaba preparando mis palabras, para un día no lejano, mi estimadísimo Juan Carlos, poder ofrendarle mi inconmensurable agradecimiento por su aporte esencial a un mundo nuevo, donde la realidad supo rendirse ante la belleza, aún sabiendo ser su madre y creadora. Realidad que, sin más remedio, se somete a la extraordinaria belleza de la danza y de la música, del canto y la poesía, de las historias y las fantasías; pero detrás de todas esas perfecciones se encuentran las miserias y desdichas, nuestras realidades cotidianas, nosotros y los otros. 

Será por eso uno de mis honores más grandes, quedarme esa colección de noches, donde pudimos ser nosotros, en una mesa trasnochada que intercambiaba historias magníficas con aires nuevos, y capacidades infinitas de imaginación y asombro, casi sin contaminar. Descubrí con usted la imperiosa necesidad de superar los límites, hacer lo imposible, refutar lo establecido, perseguir la perfección y ser, no el aclamado ni el más reconocido, sino el mejor; el que consigue dejar con la boca abierta al resto, el que consigue detener los corazones un instante, el que genera un recuerdo que se grabará en la memoria de alguien, o de todos. Porque justamente hoy es ineludible acordarse que esas bocas abiertas, esos corazones detenidos, esos recuerdos generados, son los que otorgaron ya su verdadero pase a la inmortalidad. 

Hoy Juan Carlos todo es prescindible. Personalmente me preparo para aplaudir a rabiar su mejor coreografía, con el asombro y la imaginación intactas para, con mis ojos cerrados, sentir la ejecución de ese magnífico tango, ya no con sus pies, sino con su alma, que despliega sus alas sobre todas las pistas y escenarios, sombríos esta noche, que no volverán a sentir la entrañable caricia de sus suelas.

Vuelvo a agradecerle, todos los recuerdos que ha dejado en mi memoria, las palabras recibidas, las imágenes reales y las creadas por las utopías, vuelvo agradecerle haberme permitido sentarme a su lado y compartir delirios, secretos y silencios; de haber sido parte, aunque sea de un instante, de esa interminable obra de su vida real.

Con profunda admiración le dedico un aplauso infinito y le acerco mi más fuerte abrazo, ese abrazo que estaba preparando para un día de estos, que ahora se hace eterno.


El desierto de lo cierto. - Paradoja del destino - (Cuento)

Despertó incómodo y sudado en una carpa de dos metros cuadrados. Se sentó de golpe, extrañado, queriendo entender dónde había quedado su somier; y su departamento de Buenos Aires. El calor agobiante y la luminosidad que, no sin dificultad, lograba traspasar las lonas que lo contenían, daban la pauta de que afuera el día había comenzado. Abrió el cierre de la carpa y cuando asomó su humanidad al exterior, quedó aturdido por lo impactante de la imagen. Un desierto interminable se desplegaba en todas las direcciones. A los laterales de su carpa, se desplegaba una hilera de carpas idénticas, separadas por unos diez metros de distancia entre sí. A lo lejos divisó alguna que otra persona caminando alrededor de las carpas y otras que salían de ellas con sus caras desdibujadas por el asombro. 

No llegó a comunicarse con nadie, cuando en el cielo, un sonido de helicópteros crecía de repente, hasta aparecer por sobre uno de los enormes acantilados de arena y roca que los rodeaban. Algunos corrieron hasta ellos pidiendo auxilio, otros se alejaron temerosos de lo que pudiera suceder, y los demás, como él, se quedaron inmóviles contemplando como sobrevolaban el lugar a baja altura, posicionándose frente a cada una de las carpas donde descargaban, mediante cuerdas, una considerable caja de madera. Caminó unos pocos metros delante de la suya, hasta donde se encontraba la caja que soltaron desde el helicóptero, que comenzaba a perderse por el otro lado del campamento. La caja decía «Adriano Vilux – N.º 17/30 – español». Miró hacia la carpa de la que él mismo había salido hacía un rato, y confirmó que sobre la lona del frente tenía, inscripta en pintura roja, «17/30». Cuando abrió la caja observó una carpeta que se titulaba «Indicaciones», algunos accesorios de supervivencia, cuatro bolsas selladas con un litro de agua, y distintas herramientas de construcción.

Miró a su alrededor, y mientras todos abrían sus cajas desesperadamente, dejó su caja a medio desarmar y comenzó la lectura de la carpeta donde se detallaba lo que debían hacer y cómo iban a continuar desarrollándose las cosas de ahora en adelante. Estaban condenados a tareas diarias como alizar el terreno, excavar en los acantilados en busca de metales, y otras tareas de construcción de reparos, pero en ningún lugar, decía cómo y porqué habían llegado ahí cada uno de los «desérticos acampantes».

Los primeros días resultaron extraños para todos, y siguieron a desgano, pero sin cuestionamientos, las reglas de la carpeta de indicaciones. Cada mañana por medio, los helicópteros pasaban a dejar las provisiones necesarias a cada acampante, y continuaban su vuelo por el otro lado del campamento. La comunidad se fue acostumbrando a ese nuevo modo de vida que le permitía subsistir en el desierto hasta cuando, hipotéticamente, se cumplieran los objetivos dispuestos para todos y cada uno de los «desérticos».

Con el correr de los días fueron adaptando la forma de vida entre ellos, haciendo trueques, guardando provisiones por cualquier imprevisto, construyendo refugios y baños reutilizando las maderas de las cajas y convirtiéndose, poco a poco, en una comunidad donde todos se fueron conociendo y ayudando mutuamente, para poder sobrellevar esa especie de supervivencia que los mantenía prisioneros, quien sabe porque motivo.

Algunos, como Adriano, intentaron explorar el territorio, pero los límites se encontraban en la imposibilidad de alejarse demasiado, como para no poder volver durante el día, o no poder renovar las provisiones. Adriano comenzó a pensar que los peligros que los rodeaban iban más allá de las serpientes y alimañas de las que debían cuidarse, o de las insolaciones y deshidrataciones que podía tolerarse, e incluso de los «generosos» helicópteros que los mantenían aprovisionados. El verdadero peligro que temía Adriano era que todos se acostumbraran a ese desierto, y lograran ir adaptándolo de manera tal, que llegaran a sentirse cómodos en él. Si eso sucedía, serían esclavos de ellos mismos por decisión propia y ya nada podría liberarlos. Fue entonces, que aquellos que no se resignaban a vivir una vida que no era la de ellos, por más que se los abastezca de todo lo necesario, eran los únicos con el coraje imprescindible, de los que se podía esperar una idea para escapar de ese delirio.

Junto con otros dos «desérticos», Adriano decidió continuar las tareas de la comunidad como si nada sucediera, mientras disminuían sus ingestas diarias, guardando así, las provisiones suficientes para poder realizar una excursión al desierto, en busca de una vía de escape. Consensuaron en no decir nada y prometerse, que en caso de encontrar una salida volverían para rescatar al resto. La noche previa a su partida, recortaron lonas del interior de sus carpas para confeccionar una especie de mochila cada uno y, la mañana esperada, después de recibir la caja del día y alimentarse tempranamente, tomaron la decisión de partir hacia el acantilado desde el cual aparecían cada mañana los helicópteros. 

Bordearon todo el acantilado hasta encontrar un lugar de paso, procuraron seguir siempre la dirección propuesta y tras diez horas de caminata, con cuatro paradas de descanso, y habiendo transitado algo más de treinta kilómetros, se refugiaron al anochecer en una especie de quebrada, de rocas arenosas, que los protegerían por la noche. A la mañana siguiente, antes de continuar camino, el sonido de los helicópteros pasando sobre ellos les confirmaba que no se habían apartado demasiado de su camino. Pasado el mediodía, de esa segunda jornada de expedición, volvieron a cruzar un enorme acantilado desde el que pudieron observar un nuevo campamento donde se encontraba una comunidad similar a la de ellos. Seguramente no era el destino esperado, pero tampoco debería ser mala señal encontrar al menos un nuevo sitio donde pudieran intentar evacuar algunas dudas, encontrar explicaciones, conseguir apoyo, o al menos, poder pasar la noche y conseguir algo de provisiones para continuar su viaje.

No pudieron llegar mucho antes del anochecer, por lo que, cuando se acercaron al campamento, ya todos se encontraban en sus carpas dispuestos a descansar. Cuando solo la luz de la luna lo alumbraba todo y apenas unos metros los distanciaban del nuevo asentamiento, comenzaron a anunciar su llegada por medio de gritos desesperados de ayuda. Toda la comunidad salió de sus carpas para recibirlos. Cuando estuvieron cerca, y pudieron distinguir los rostros de sus nuevos conocidos, entendieron que habían llegado al mismo lugar de donde habían partido; como si extrañamente hubieran, de alguna manera, caminado en círculo todo el tiempo.


viernes, 8 de enero de 2021

El héroe que no fue (Cuento)

Eran las 2 de la madrugada, y todavía hacía 30 grados con una humedad despiadada. Prestaba mis primeras guardias en la policía, cuando apenas comenzaba el último año de la academia. Siempre quise estar ahí, siempre quise vestir el uniforme policial y tener la responsabilidad de cuidar de la gente y mantener todo bajo control. No es que yo fuera el más valiente del mundo, todo lo contrario, enfrenté todos mis miedos para poder decidirme y fui cumpliendo todos los objetivos, uno a uno, para obtener mi placa. No era el mejor de la academia, pero tampoco estaba para que no se me tuviera en cuenta. El mero hecho de que me enviaran a las calles, daba cuenta que me veían preparado para comenzar a cumplir con mis deberes.

Ahí estaba yo, ese 6 de enero en la cervecería Imperio, donde parejas y grupos de amigos brindaban toda la noche hasta el cierre del lugar. Me paraba en diferentes lugares del local con mi flamante gorra, mi uniforme impecable y el chaleco de kevlar, muy caluroso combo, por cierto, y contemplando todos los movimientos, las caras, los estados de la gente y las situaciones que podían llegar a necesitar de mi presencia. En la academia era todo más aburrido, ahí todo podía suceder. O nada, pero de ninguna manera era lo mismo.

Tenía un compañero llamado Francisco, que era el mejor de toda la academia en tiro y lo venían asignado a una custodia política. —esto ya no son movimientos de entrenamiento. — me había dicho unos días antes, moviendo la cabeza. — En cualquier momento se nos complica el día y si no estamos preparados… — y pasó los dedos de la mano por su cuello, como si se lo estuvieran cortando. Era verdad, todo parecía un desafío, pero donde este desafío saliera mal alguno de nosotros podía no contar la experiencia.

Me estaba acordando de la charla con Francisco, cuando volvía del baño y un grupo de cuatro jóvenes armados ingresaban al local para robar la recaudación de la caja y todo lo que pudieran rapiñar de las mesas. Todas las teorías chocaban en es instante con la realidad, que se presentaba como una pesadilla, como esos libros «elige tu propia aventura» que leía de chico, donde según la decisión que tomabas era el final que se presentaba. Pero esto no era un libro. Automáticamente cumplí con lo primero que me enseñaron, — ¡Alto, policía! — grité a viva voz mientras levantaba mi arma hacia adelante. Mientras el grito salía desde mi garganta me sentía en una película de Hollywood pero, cuando todos pusieron sus ojos en mí, tuve mi primera duda. ¿a quien de los cuatro asaltantes armados debería apuntarle primero para que todo saliera bien? ¿O acaso se me ocurrió, que cuando gritara la voz de alto todos saldrían corriendo, como si vieran un monstruo?

Los disparos de los asaltantes comenzaron a quemarropa y me arrojé bajo una mesa, desde donde pude observar que tres de los delincuentes, «gracias a Dios, o a un monstruo a mis espaldas, del que no me percaté», salieron increíblemente corriendo luego de disparar. Pero el restante, tal vez el más guapo de los cuatro, había quedado del otro lado de la barra y se demoró en huir. Me quedé unos segundos agazapado bajo la mesa, para darle tiempo a que huyera y todo terminara ahí, pero el muy pelotudo nunca corrió. La mitad de los clientes, corrió durante los segundos de desconcierto y disparos, mientras que la otra mitad, incluido yo, quedamos en el piso escondidos detrás de algún objeto o mobiliario que de alguna manera nos protegiera. El muy descarado, se quedó detrás de la barra mientras robaba hasta el último billete, y yo ya no podía hacerme más el boludo y tuve que salir de bajo la mesa, mientras todos contemplaban mi parsimonioso accionar. Cuando estuve parado en posición de disparo, grité amenazante —¡quieto ahí o disparo! — Esperaba que el delincuente levantara las manos, pero contrario a mi pensamiento se levantó desde detrás de la barra tomando a la cajera por el cuello y poniéndole el arma en la cabeza. «¡Me arruinó!» pensé. —bajá el arma o le disparo a la piba — Gritó él mientras revoleaba la pistola como un loco que en cualquier momento disparaba a cualquiera. «La prioridad es la gente» me dijeron siempre, pero no me animaba a bajar el arma. El tipo se empezaba a poner nervioso y mientras salía de espaldas, desde del otro lado de la barra, y se dirigía hacia la puerta, se cubría con la cajera e intercalaba la punta de la pistola entre la cabeza de ella y yo. Nunca me moví un solo milímetro y menos aún dejé de apuntarle. Quien escucha la historia va a creerme muy valiente pero la verdad es que fue absolutamente todo lo contrario, mi cabeza gritaba que me escondiera en algún lado para permitir que escapara, pero mi cuerpo nunca respondió ninguna de mis órdenes. En todo momento estuve apuntando, sabiendo que nunca iba a disparar por temor a herir a la cajera, o a algún otro inocente. Cuando se acercaba a la puerta, comencé a relajarme y a pedirle que soltara a la chica. Él no respondía y ahora apuntaba hacia mí todo el tiempo. Caminé lentamente hacia atrás, para que no se sintiera amenazado y quizá, se atreviera a soltarla y escapar, entonces sí yo podría correrlo e intentar atraparlo; pero cuando estaba dando uno de esos pequeños pasos hacia atrás, trastabillé con alguna botella caída en el suelo que no pude evitar. En la caída se me apretó el gatillo, salió un solo disparo que nunca pude seguir con la vista y golpeé mi cabeza contra una de las silla que tenía detrás. Cuando recuperé el conocimiento el comisario estaba arrojando agua sobre mi rostro — ¿está bien agente Bermúdez? — la verdad es que no estaba bien. Nada estaba bien. Lo que me había pasado no tenía perdón de Dios, tuve miedo, no supe reaccionar, me resbalé y se me disparó el arma. No quería ni responder. Tardé un poco más en poder reconocer la situación y escuchar las voces. La gente estaba a mi alrededor y me miraba con preocupación. Nadie me insultaba. El comisario me ayudó a incorporarme, y cuando logré hacerlo, todos aplaudieron.

En la puerta de la cervecería, estaba tirado en el piso el cuerpo del último asaltante, sobre un charco de sangre y con un agujero de bala, perfectamente redondo, en el centro exacto de su frente. La cajera me abrazó llorando. Los demás compañeros, lograron atrapar al resto de la banda a unas cuadras de ahí. 

Cursé el último año de la academia admirado por todos los profesores, entrenadores y compañeros, Francisco incluido. Me recibí ese año, con honores y la entrega, en reconocimiento por mi accionar, de una medalla al valor. Todos estaban orgullosos, todos hablaban maravillas, y aún hoy cuentan la anécdota con más detalles de los que yo mismo puedo recordar. Yo también estaba orgulloso, creo. Pero no pude. No pude volver a levantar el arma, ni volver a las calles nunca más. 

Solo yo conozco el pánico que tuve en ese momento y lo fortuito de los resultados. De verdad, siempre quise ser ese héroe que todos habían descubierto. Pero tuve miedo. Esa fue mi única verdad.