Bienvenidos

Bienvenidos:
Hola a todos.
Hola noche, luna, concurrentes…
Hola a todos.
En silencio
actúen como si yo
no estuviera aquí.

viernes, 30 de octubre de 2020

¡Hola Nacho! (Cuento)

Desde muy chico, recuerdo que mi abuelo Osvaldo, me llevaba a la cancha de Independiente a ver al Rojo. Hasta los 12 años, me hacía entrar por la Popular y luego me metía en el sector de vitalicios, que se encontraba en el córner local, justo donde terminaba la visera del viejo estadio. A veces conocía al encargado de la puerta del sector y me hacía pasar, otras veces nos hacíamos los boludos y en cuanto podía me subía por encima de la pared que contenía la Platea, y él entraba como si nada por la puerta, presentando su libretita de socio vitalicio.
La temporada ’88 - ’89 ya no daba para más. Con 13 años irremediablemente tenía que ir a la Popular. (la posibilidad de pagar Platea no se nos pasaba por la cabeza) Entonces comenzamos a ir a la hinchada. Osvaldo abandonó su cómoda platea de socio vitalicio y se vino a la popular conmigo a saltar todo el partido, a comerse los empujones, a bancar las avalanchas en los goles y fumarse todo el porro de la barra brava del Gallego durante 90 minutos.
Lo de 90 minutos es una manera de decir porque los domingos comíamos unas pastas y a las 14:00 estábamos en el estadio. Había que ver primero el partido de reserva, de ahí iban a salir los cracks, que después jugarían en primera o, en su defecto, los jugadores que les prestaríamos a Arsenal de Sarandí para que se «foguearan» un poco los sábados, antes de debutar en la Primera A.
En aquella época Arsenal era, por decirlo de alguna forma, la sucursal de Independiente. Muchos de los jugadores hacían sus primeros pasos en la Primera B con Arsenal y cuando ya tenían un poquito de rodaje y varias patadas encima volvían al club. Cosas de barrio.
Con el tiempo yo me fui metiendo más con la barra, y Osvaldito, cuando se quedó tranquilo viendo que me podía desenvolver solo, regresó a su platea de socio vitalicio.
Los años fueron pasando y la pasión no menguaba para nada. Osvaldo puteando en su platea y yo explotado en la barra gritando como loco. Después en casa discutíamos cómo había sido el partido. A veces coincidíamos y a veces peleábamos durante horas. Peleábamos defendiendo o atacando a tal o cual jugador, discutíamos si el técnico estaba dirigiendo bien o si había hecho los cambios que correspondía y bla bla bla. Jugábamos los miércoles a la noche las copas y los domingos el campeonato. Ganábamos todo.
Es el día de hoy que no puedo comprender cómo no terminé estudiando Periodismo Deportivo. Creo que en aquel momento estaba a la altura de cualquiera de ellos.
El tiempo fue modificando un poco las formas, pero la esencia estuvo siempre. Yo ya no vivía con mi abuelo, ni siquiera nos juntábamos en la cancha, pero cuando él llegaba a su casa me llamaba por teléfono y reanudábamos todo. Creo que de alguna manera terminó siendo parte del ritual; terminaba el partido y el primer análisis del juego lo hacíamos juntos antes de que cualquier periodista se atreviera a decir algo.
Los partidos con Racing eran episodios especiales. Era el único partido del que ineludiblemente hablábamos toda la semana previa, y si se jugaba de visitante íbamos a la tribuna visitante. Para ese entonces yo ya iba a todas las canchas visitantes, jugaran donde jugaran. Todos los estadios de todas las provincias que jugaron en Primera A me recibieron en aquellos tiempos.
Años después, destruimos el viejo estadio de la doble visera (el primero de cemento en Latinoamérica y la visitante más grande de todas) y construimos, en 2009, el moderno estadio -Libertadores de América- en el que jugamos hoy en día.
Para 2011 Osvaldo ya iba llegando a los 80 pirulos y el médico le recomendó que no se pusiera nervioso durante los partidos, así que, bajo la ineludible custodia de Esthercita, no solo dejó de ir a la cancha, sino que tuvo también que dejar de escucharlo por radio (aunque por momentos se escondía en su habitación, junto a la «Spica» con funda de cuero, para enterarse al menos de cómo iba el partido). Poco después que los encuentros terminaban, Osvaldo dejaba pasar el tiempo necesario como para que yo llegara a casa y me llamaba.
— ¡Hola, Nacho! ¿Cómo salió el partido? ¿Quién hizo los goles? ¡Dijeron que Riaño y Pizzini!
Si. Efectivamente los habían hecho Riaño y Pizzini, pero si yo no se lo confirmaba los goles no valían.
Ya no había mucha capacidad de discusión o planteos estratégicos. Osvaldo esperaba mi informe del partido para darse una idea acerca de cómo había sido todo. De alguna manera, en ese entonces, yo era sus ojos. Él sabía muy bien que todo lo que decían los periodistas no coincidía tanto con lo que veíamos en vivo y directo desde una cancha.
— ¡Hola, Nacho! ¿Jugamos bien? ¿Fue en orsai el gol de ellos? 
Desde 2011 no solo tenía que mirar los partidos siempre, sino que tenía que pensar un resumen para poder ofrecerle a Osvaldo cuando llamara. Incluso cuando Florencia, mi hija, ya tenía tres o cuatro años, yo ya no iba a la cancha, pero veía los partidos por televisión; y si no lo veía por algún motivo tenía que buscar por internet un resumen breve de lo sucedido, porque cuando Osvaldito llamara tenía que pintarle el panorama de lo que había sucedido como si hubiera estado ahí. No quería que yo le mienta ni yo quería mentirle, pero a la imagen que daba el Rojo solo podía brindársela yo. 
— ¡Hola, Nacho! ¿Viste el partido? ¡¿Tan mal jugamos?!
En los últimos tiempos lo estuve engañando un poco. Fueron unos años terribles de Independiente, pero yo le aclaraba que no era tan así. Trataba de encontrar lo mejor para contarle, le explicaba que a la larga iba a salir todo bien, que íbamos por buen camino, que se notaba el trabajo y el esfuerzo que estaban haciendo el equipo y el cuerpo técnico y bla bla blá. Solo hablaba de Independiente y su gente, nada más. Porque ese año, en 2014, les iba bien a los vecinos. A los de en frente. Digo los de en frente literal, porque la cancha de Racing está exactamente del otro lado de la calle Bochini, que separa ambos estadios. (no creo que en el mundo haya otra cosa semejante)
Ese mismo año, el 13 de diciembre de 2014, Osvaldo dejó de preguntar por el Rojo. Tal vez para que yo no tuviera que contarle nada, o quizá para evitar soportar, él mismo, el relato de los sucesos del día siguiente. Racing, eterno rival de Independiente y al cual, desde que mi querido abuelo tuvo uso de razón, siempre tuvimos de hijo, daba la vuelta en su estadio ese 14 de diciembre consagrándose campeón.
Hoy en día sigo mirando los partidos de Independiente. El hincha no muere nunca. Puede discutir, enojarse, exigir o cualquier cosa, pero el hincha no muere nunca. Ahora, cuando termina un partido de independiente, simplemente termina. Ya no hay discusión ni especulaciones sobre cómo jugó el equipo, o si tal o cual jugador… Ahora sé, que después de cada partido del Rojo ya no suena el teléfono diciendo:
— ¡Hola Nacho!

EMA (Cuento)

Aquel era uno de esos días en que ciertas palabras suenan en los oídos como explosiones...  como si de la sordera absoluta transitáramos a la hipersensibilidad sonora en apenas milésimas de segundo.

Recuerdo transitar los pasillos de la oficina acompañando a una de mis jefas. En una de las estaciones de trabajo se encontraban dos compañeros conversando. Uno de ellos decía: «Una mujer inteligente, aunque fuere fea, si se diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad. Si yo tuviera una hermana, la aconsejaría así».

Me quedé helada del otro lado del box, mirando absorta el panel divisorio con la sensación de haber escuchado algo más que un comentario.

Marianela también escuchó. Se volvió hacia mí, me hizo un gesto y me llevó a paso firme hasta su despacho.

—Sentáte, por favor. —me dijo mientras se acomodaba en su silla del escritorio y se alistaba como para iniciar una entrevista. Se recogió el cabello, apoyó sus codos y juntó sus manos entrelazando los dedos. — ¿qué fue exactamente lo que escuchaste en el salón, Rocío? —me preguntó con interés y se quedó mirándome con su rostro sin gesto.

— La verdad que fue un comentario bastante fuera de lugar. — Le contesté sin querer ahondar en el tema. Pero ella insistió.

— ¿Cuál fue el comentario? dígame, por favor — volvió a preguntar sin inmutarse.

— Bueno… uno de los chicos, parece que le daba entender al otro que, si una mujer era inteligente, aunque sea fea, debía prostituirse para enriquecerse y además si no se enamoraba podría ser poderosa. — Traté de reproducirle el comentario de manera educada y lo más fehaciente que recordaba.

Marianela levantó el teléfono y se comunicó con su secretaria. — Leti, por favor que venga «EMA» enseguida. —terminó la llamada y volvió a dirigirse a mí. — ¿Te molesta quedarte para comentarles lo que escuchaste a un grupo de compañeras? No te preocupes que no habrá represalias. Deberíamos tratar estos temas para poder generar un clima agradable para todos. —y me miró fijamente un segundo y con una mueca que no alcancé a comprender me preguntó de nuevo. —o acaso ¿crees que deberíamos impartir represalias con esas personas?

— No, no. —Le dije de inmediato. — Me parece que estuvo desubicado y que es un pensamiento bastante retrogrado, pero no creo que para represalias. —pensé un poco en los chicos, realmente sé que son unos bocones que no piensan de esa forma, y hoy en día son temas muy sensibles como para tomar a la ligera. —a lo sumo una llamada de atención, como para darles una lavada de cabeza, como dicen. —

Terminé de dar mi opinión y golpearon la puerta. Sin esperar respuesta ingresaron otras cuatro jefas de la compañía que yo no conocía. Marianela me estaba preguntando si no me molestaba quedarme a contarles al resto, pero nunca llegué a poder responder y ya era tarde para poder escapar de la situación. Cuando todas se sentaron en la mesa de reunión, Marianela me hizo contar, con lujo de detalles, lo sucedido. 

Ni bien acabé mi relato se miraron entre todas y, aún con gestos de no poder creer que aún existiesen comentarios tan estúpidos, me dijeron que no me preocupe, que vaya tranquila y que si volvía a tener que soportar algún comentario desagradable no dude en comentárselos a ellas.

Cuando me retiré del despacho no sabía si ir en busca de los chicos para advertirles o hacer como si nada hubiese sucedido. Los miedos y prejuicios hicieron que optara por la segunda opción.

Los días siguientes transcurrieron normalmente hasta que un par de viernes después, el muchacho de aquel comentario no se presentó a trabajar. Las novedades fueron difundiéndose en el salón hasta que me llegó la noticia que había salido en los diarios. El asesinato de Germán Saravia, el empleado de la estación de trabajo cerca del despacho de Marianela. El asesinato había ocurrido la noche anterior en un bar de copas situado en una importante avenida de la capital. El homicidio, según informaban, se lo había adjudicado un reconocido grupo, aparentemente feminista, que estaba haciendo estragos en los últimos meses. La EMA (Ejercita de Mujeras Antimachistas) llevaba seis homicidios en los últimos tres meses. Homicidios donde no se esclarecían las causas más que por una declaración de la EMA afirmando tajantemente que se trataba de personas machistas. 

Quedé inmóvil por un instante. Marianela se acercaba caminando entre todas las estaciones de trabajo en dirección a mi escritorio. Detrás venían las mismas cuatro jefas de la última reunión. Un escalofrío incomprensible recorrió todo mi cuerpo bajo un pensamiento inverosímil. — Rocío, por favor acompáñeme al despacho. — dijo apenas un par de metros antes de pasar por mi escritorio y detrás de ella las cuatro escoltas sonrientes.

Dejé mis tareas de inmediato y me dirigí a su despacho. Todas habían ingresado y la puerta estaba abierta para mí.

— Cerrá la puerta y sentate. —me ordenó una de las jefas.

Me senté a la mesa de reuniones en la única silla vacía que dejaron, y al sentarme, todas lanzaron un aplauso cerrado mientras se ponían de pie.

— Bienvenida Rocío, va a ser un placer que participes con nosotras en este proyecto. A partir de mañana vas a ser la segunda jefa del área de seguridad con Marcela. —Marcela Ibarra me sonrió y asintió con su cabeza. — 

Entre sonrisas cómplices y comentarios por lo bajo se volvieron a sentar todas. Marianela me entregó la resolución de mi ascenso y dijo mirándome a los ojos. — ¡Qué barbaridad lo que le sucedió a este chico…— parecía no recordar el nombre y cuando estaba por decírselo — Saravia! Germán Saravia. —dijo.

— Si. — asentí yo y quise hacer una aclaración. — Sinceramente la idea de tanta violencia en la sociedad me aterra. Debería haber una concientización de la gente y no una imposición arbitraria y desmedida de una idea. Creo que una sociedad inteligente y abierta no debería necesitar llegar a la violencia. Creo que es un paso atrás. — expliqué. El gesto general me hizo recordar la última reunión, pero esta vez no había comentario estúpido que menospreciar.

Marianela reiteró las felicitaciones, la hizo extensiva a todas las compañeras y pidió que vuelvan todas a sus labores que ella debía reunirse con la directora de la compañía. Fueron todas saliendo del despacho hasta que quedamos últimas Marianela y yo. Nos quedamos detenidas un instante en la puerta. Yo necesitaba explicaciones, me sentía incómoda con la situación y no sabía cómo preguntar. 

Marianela se acercó y me dijo por lo bajo.

— Somos descubridoras que solo en conjunto podemos discernir a dónde vamos. — 

Fijó un segundo los ojos en mi expresión y, luego, sonriendo burlonamente, dijo:

–¿Sabes que hay algo en vos que te hace parecer a Lenin?

Y antes de que pudiera contestarle, salió.


domingo, 25 de octubre de 2020

Cumbre y llano

 Subí hasta lo más alto de la cumbre solo para demostrar que no era necesario estar ahí arriba para poder entender el paisaje. Subí sabiendo que podría hacerlo, que podría ver el paisaje completo, pero que al bajar nada modificaría mi utopía.

Una vez en la cumbre pude observar todo lo que siempre dije, lo que me gusta del paisaje; desde ahí uno puede ver todo lo que tiene para disfrutar. Se ve el mapa completo del ser.

Con la satisfacción de haber cumplido el objetivo, volví a descender lo necesario; tal vez aún más de lo esperado, pero sabiendo que pocos conocen los secretos del universo. Volví a mirar el llano y, como si un rayo de sol me estallara en la vista quedé asustado, cegado totalmente, paralizado. Algo que no estaba en los planes me había dejado sin vista, exactamente en el preciso instante que me disponía a confirmar mi teoría.

El mundo ya no es el mismo. Ni acá abajo donde vuelvo a caminar ni allá arriba, donde todo parecía al alcance de la mano. 

Antes alcanzaba a discernir a cuantos metros se encontraba un punto fijo desde mi lugar de origen, ahora eso ha cambiado radicalmente. Las distancias son tan irrisorias siempre que el verdadero horizonte no se llega a divisar y cuando procuremos verlo ya no estaremos en nuestro pequeño mundo fáctico. Estamos fuera de nuestro mapa, donde se halla el universo, el pequeño gran infinito, la verdadera libertad. 

De espaldas a ese infinito, y a esa inconmensurable libertad, nos veo a nosotros, todos enredados y atrapados en nuestro mínimo rincón, a los pies de una pequeña cumbre que los separa del lado oscuro.

Estaba a punto de confirmar mi vieja utopía, pero recordé, que he dejado asuntos pendientes donde los mortales juegan una batalla sin tiempo. Ordenaré un poco las viejas ideas y las entrañables costumbres y armaré mi mapa libertario de puntos inconcebibles y tierras sin límites. Iré por ellos en la mañana, sabiendo que ese nuevo comienzo será el final de la humanidad que habrá quedado a los pies de una pequeña cumbre.


miércoles, 21 de octubre de 2020

La visita tan ansiada (Cuento)

—¡Ey, Andrea! ¿Podés hacerme el favor de mirarme a la cara cuando te hablo? Desde que tengo uso de razón, te soporto los mismos gestos, el mismo aparente desinterés… y digo aparente porque después me entero por otro lado de que todo el barrio y la familia completa están enterados de cada palabra que te comento. A veces pienso cuál fue el momento en que cambiaste, o si yo fui el mamarracho que no se había dado cuenta.

Le di la espalda para seguir limpiando mi colección de cuchillos recién afilada. Ese gesto no debería molestarla justamente a ella, que siempre evitó mirarme a los ojos y hablaba mirando a cualquier lado con aires de superada.

—¿Sabés, Andrea, que papá está vivo? El otro día llamó a casa para saludar y preguntó cómo me estaba yendo en la fábrica. —No pude evitar una extraña sonrisa, casi al borde de la carcajada. Mantuve la mueca que el sarcasmo ofrenda y la miré fijo—. ¿Sabés que se olvidó de preguntar por el nieto? ¡No se acordó de Martín ni para preguntar cómo le iba en el colegio, o si estaba grande! Yo siempre le expliqué a Martincho que el abuelo está muy ocupado, que le encantaría llamarlo o venir a verlo, pero que el trabajo lo tiene ocupado todo el tiempo. En realidad, no creo que sea tan tonto y tampoco quiero que piense que lo tomo por boludo… Debería decirle que el abuelo es un hijo de puta que le importa tres carajos la familia, los hijos, los nietos; que lo único que le importa en el mundo es él mismo y pasarla lo mejor posible. Si se puede evitar cualquier obligación y responsabilidad… ¡bienvenido sea! ¿No?

Volví a concentrarme en la colección de cuchillos sobre la mesa de trabajo y los enfundé, uno por uno, para poder guardar toda la colección en su caja de madera. Una vez al mes, y generalmente después de utilizarlos, me relajo con esa tarea. Es un verdadero placer mantener el perfecto filo de toda la colección, limpiarlos uno por uno, hojas y cabos, para quitar todo rastro de sangre o suciedad. Alguna lustrada a las fundas de cuero, en ocasiones, y a guardar ordenadamente todo en su caja de siempre. Es un hobby que me distiende un poco y me hace pensar en otra cosa. 

Ese día era fundamental poder estar relajado y con la cabeza en otro lado. Sabía que Andrea iba a venir a verme, para hablar, y yo de lo que menos tenía ganas era de hablar. Pero debía tener una última conversación antes de terminar con todo. Yo sabía que después de ese día nada sería lo mismo y que, sin importar lo que pasara, me quedaría definitivamente sin mi única hermana. Por eso volví sobre ella y, apuntándole con el dedo, le dije:

—Vos sabías todo. Yo sé que vos sabías todo. Cuando el viejo me necesitó, yo estuve ahí. Cuando vos me necesitaste, estuve ahí. Estuve ahí cuando me necesitaron los tíos, cuando me necesitaron los abuelos. Estuve ahí siempre. Pero un día necesité que alguien me escuchara y…

Me mordí los labios, cerré fuerte los puños y la observé un segundo. Sentada en esa silla de la abuela que tengo en el taller, con su pelo tapándole la cara y mirando el piso sin nada para decir. Siempre me guardé todo, pero ese día no. Ese día quería decir lo que siempre callaba y volví a apuntar con el dedo.

—A veces creo que todo salió de tu cabecita retorcida. Pero la verdad es que miro a mi alrededor y el tiempo me ha dado, increíblemente, tantas sorpresas con determinadas personas que me siento obligado a creer que fui un estúpido la mitad de mi vida. ¿Cómo no me di cuenta de que el problema era yo? El problema era lo que yo representaba, lo que ustedes creían que no podían, lo que ustedes creían que me caía del cielo, lo que creían que les ocultaba… —La cabeza me comenzó a traer imágenes y casi me quebré, pero no, no volvería a sentirme culpable nunca más—. Nunca. Nunca les oculté nada. Al contrario: siempre quise contarles todo para que supieran quién soy, cómo soy… ¡Y yo creía que ustedes hacían lo mismo! ¿Cómo no iba a creer eso de mis padres, de mi hermana…? ¿No pensaron que, algún día, alguno de esos con los que hablaban y se reían se iban a acercar para ver quién realmente era yo? ¿No se les pudo ocurrir que, tal vez algún día, podrían contarme algunos de sus dichos, donde se reían y me defenestraban a mis espaldas? ¿En serio no se les ocurrió? Porque justamente los que me vinieron a hablar son tan hipócritas como ustedes, pero les dio pena ver que yo no me daba cuenta. Ellos me abrieron los ojos y todo se fue empezando a acomodar en la cabeza, todas las piezas encontraron su lugar y ya todos supimos quién era quien. Las traiciones estratégicamente orquestadas, las mentiras mantenidas en el tiempo, las difamaciones envidiosas, las engaños… Pero yo no quise aceptarlo. Lo guardé, lo mastiqué, lo intenté tragar… pero acá estoy, tomando la mejor decisión de mi vida para resolver definitivamente mis conflictos. Por eso te invité para hablar y decirte que ahora yo también lo sé todo, y que así no me gustan las cosas, Andrea. Por eso decidí decirte lo que siento. Ya no somos hermanos. ¿Está bien? Desde hoy no tengo hermana. ¿Te quedó claro?

De repente, arriba de la mesa sonó el teléfono celular de Andrea. Acerqué la mirada para espiar quién nos interrumpía y leí que era Ramiro, su marido.

—Ramiro. ¡Ja! —Otra sonrisa-carcajada sarcástica que se me escapaba de la boca—. El pelotudo de tu marido. ¿Querés que atienda y le diga que no podés responder? —dije sonriendo con sarcasmo. — El tarado que tuve que cagar a trompadas cuando me contabas que te acosaba y a los pocos días te estabas mudando a su casa. ¡Así de boludo era yo! Era el país de la hipocresía y yo buscaba en quién confiar.

El teléfono dejó de sonar sin que Andrea pudiera siquiera mirar la pantalla.

—Ya sé. Debés estar pensando en por qué no olvidamos todo y empezamos de nuevo, que no es tan así como lo digo, que nunca tuviste las intenciones de lastimar y perjudicar, que no me sienta así, que me amás y que ¡la puta madre que lo parió! Me cansé. Ya está, se acabó.

Me acerqué a la silla donde estaba Andrea con su cara mirando al piso y su pelo azabache tapándole la cara. Me hinqué delante de ella, con mis manos todavía sucias sobre mis rodillas, y lloré. Lloré mucho. No sé si por ella, por mí o por todo lo que pasó que, tal vez, no supe ver y que no pude controlar más tarde, pero lloré mucho, mientras un silencio profundo parecía zanjar todas las diferencias entre ambos. 

Después de un buen rato, me paré para ir a lavarme las manos antes de seguir manchando todo lo que tocaba. Mientras iba hacia el baño, le volví a dirigir la palabra:

—¿Sabías que papá viene el viernes? ¡Hacía más de dos años que no pasaba por casa! Lo invité para hablar, como hice con vos, así puedo solucionar todos los problemas familiares antes de que sea demasiado tarde. ¿No te parece bien, Andre?


jueves, 1 de octubre de 2020

Deberes y pasiones (Cuento)

Había llegado el día que tanto se había planeado. La estrategia, gestada casi en forma anónima, se venía desarrollando desde hacía tiempo en la gran isla de Solimán. Diferentes leales a la causa, desconocidos entre ellos, habían cumplido sus diversos objetivos, aparentemente desconectados entre sí, para poder hacerse con la victoria de lo que sería la misión más importante de todos los tiempos. 

El Duque de Bonum Kaeli, como se hacía llamar, salió de su morada en las afueras del reino, bajo una tarde espléndida a finales del verano. La suave brisa cálida y el perfume fresco de flores silvestres parecía embriagarlo para, de alguna manera, ofrecerle el ánimo que le faltaba para llevar a cabo la empresa de aquel día.

Con sus calzas pardas, su camisa púrpura de cuello redondo y sus puntiagudos zapatos de cuero marrón, el duque acomodó su fiel daga a la diestra de su cintura y, luego de cubrirse con su albornoz de lino y pieles escondió un estilete, en la parte interior de la solapa izquierda.

Montó el metro y medio de Arthur, su joven caballo de pelaje castaño y sedoso, y emprendió su viaje hacia el sur con destino al castillo. Desde el otro lado, desde el extremo sur del reino, alguien que él desconocía se encontraba iniciando un camino similar al suyo, pero iría por el Rey tuerto. Él debía ir por Crisálida, la reina.

Una vez arribado se dirigió, como acostumbraba a hacer desde hacía un tiempo, a los aposentos de la reina, donde solía esperarlo un pequeño banquete, que casi nunca se ingería, y los mejores vinos, para poder saciar la sed de los encuentros.

El duque sabía que esa noche sería la última y como tal tenía un sabor especial. Un sabor a victoria, un sabor a desafío, a justicia, a nuevos tiempos, un sabor a amor; un perfume a muertes.

Ella estaba esa noche más bella que nunca, sus ojos brillaban y su pálido rostro, apenas sonrojado, era solo comparable con alguna de las mayores obras de arte de ese entonces. El duque también estaba preparado para ese encuentro especial. Esa noche ella le ofreció las palabras más bellas que él jamás escuchó, le ofreció una y otra vez todo su ser, su cuerpo y sus pensamientos. Estuvo a punto de ofrecerle algo más, pero no hubiera sido digno de ella. 

Él encontró esa noche, a una mujer desconocida hasta ese entonces. Descubrió que sus venas transportaban sangre roja a igual que las suyas, y que sus penurias y desdichas, sin importar cargos o nombres, podían ser parecidas; que tal vez a ambos les faltaban las mismas cosas, aunque les sobraran otras muy disímiles, pero que juntos habían descubierto algo que algún día fue impensado para ellos.

Fueron esa noche el centro del mundo. Se descubrieron hasta lo más secreto de sus seres, se entregaron para siempre sin preguntas, se dejaron llevar por el destino e hicieron del tiempo la eternidad más sincera. Esa noche se amaron. Esa noche, la reina y el duque descubrieron que había mucho más de lo que imaginaban entre ellos, que el reino no ofrecía nada, que el castillo y la realeza eran apenas accesorios, que el tiempo y los temores podían ser los mayores enemigos y que las sensaciones más fuertes, placenteras, increíbles y sinceras existían únicamente en el abrazo de dos cuerpos que habían sido gestados para encontrarse.

Cuando el sol comenzaba a salir, abatido y montado sobre su caballo, el duque se dirigió a las puertas del castillo con paso lento y perdido. Abrieron los inmensos portones a su paso y lo reverenciaron al salir. Esa mañana, el duque se alejó lentamente, para nunca más volver a ser visto. Se sabe, que los mismos guardias del castillo, fueron los más extrañados por aquella partida del duque, que se retiró, como siempre en dirección al norte, pero con un rostro envuelto en dolor y lágrimas en sus ojos.

Esa mañana el reino amaneció sin reyes. Apenas el duque se alejó del castillo, los guardias, corriendo el riesgo de ser juzgados por su indiscreción, advirtieron a sus superiores sobre la situación de extrañeza que generó aquella partida; sugiriendo que tal vez fuera necesario consultar a la reina, para asegurarse que todo se encontraba en orden.

El horror invadió el castillo esa mañana cuando descubrieron a la reina, completamente desnuda en su cama de sábanas blancas, totalmente ensangrentadas, tendida boca arriba con brazos abiertos y un puñal envainado en el lado izquierdo de su cuello. De inmediato, y con temor de despertar la reconocida ira de su majestad, corrieron a informar al rey de lo sucedido. Al ingresar a su alcoba el espanto lo inundaba todo. Las imágenes eran catastróficas, el rey tuerto yacía en el suelo boca abajo. Todavía llevaba puestas sus calzas negras y su camisa blanca a medio quitar, teñida de sangre y repleta de perforaciones punzantes; había sido apuñalado en reiteradas ocasiones por la espalda, luego de recibir un fuerte impacto en la cabeza, que fue delatado por un importante corte sangrante en su parietal izquierdo, justo arriba de la oreja.

Toda la guardia Real bajo las órdenes de Lord Parri, su hasta entonces Capitán, salió de inmediato en busca de los posibles culpables del doble regicidio descubierto esa mañana. El reino, por primera vez en la historia, se encontraba definitivamente acéfalo y sin sucesores.

Esa misma tarde hallaron a Arthur, el caballo del duque, en su casa del norte. Los días siguientes, mientras el reino de Solimán se caía a pedazos, los pueblos y aldeas que lo conformaban se fueron organizando y declarándose libres. El Duque de Bonum Kaeli, a pesar de las leyendas que se tejieron en la isla, jamás volvió a dar señales de vida.