Comenzaré de nuevo porque siempre se comienza de nuevo. Este será mi nuevo lugar, mi nuevo rincón donde dejar estas letras que suelen ser, tal vez, algunas postales que van escapando de entre los barrotes de mi memoria.
Bienvenidos
Bienvenidos:
Hola a todos.
Hola noche, luna, concurrentes…
Hola a todos.
En silencio
actúen como si yo
no estuviera aquí.
viernes, 26 de marzo de 2021
La Casona - Paradies (Cuento)
miércoles, 24 de marzo de 2021
Recuerdo de futuro
domingo, 21 de marzo de 2021
El hada de la noche (Cuento)
Daniel despidió a sus compañeros en la puerta de la empresa. La noche era serena y no demasiado calurosa. Corría mediados de marzo y lo más agobiante del verano había quedado atrás. Pensó en volver a su casa, donde unos escritos habían quedado inconclusos, o visitar uno de esos sótanos donde solía escuchar a escritores y donde incluso él había dado a conocer sus «postales», como solía llamar a sus escritos. Se decidió finalmente por caminar a casa las veinte cuadras que lo distanciaban del trabajo y cruzar por la plaza del centro para ver cómo perfilaba el fin de semana.
Los restaurantes, con luces tenues a esa hora, se preparaban para cerrar, y los bares comenzaban a recibir clientes cual desaforados monstruos de ladrillos. Uno tras otro, como hipnotizados por algún encanto desconocido, los clientes ingresaban por las puertas vaivén de madera a esos universos indescriptibles, que dosificaban el rugido feroz que emitían cada vez que abrían sus fauces para una nueva presa.
De pronto, entre toda la fauna salvaje que lo rodeaba, Daniel alcanzó a observar que, en la puerta del bar irlandés, un personaje especial, con apariencia de hada, ingresaba entre gente que se abría a su paso. El cabello azabache descansaba sobre sus hombros, unas coloridas y traslúcidas alas nacían de su espalda y, por debajo de una breve falda oscura, se desprendía un par de piernas, de una topografía magníficamente detallada, que terminaban en dos pequeños pies desnudos que apenas si tocaban el suelo en su andar.
Esa última imagen quedó grabada en sus retinas, mientras la oscuridad del lugar la absorbía, antes de que las puertas se cerraran tras su ingreso. Como si el tiempo hubiera trascurrido sin que él lo hubiese notado, al quitar la vista de la puerta del bar irlandés advirtió que la plaza había quedado desierta. Los restaurantes habían cerrado y todos se encontraban dentro de alguno de los mundos que la noche y sus fauces ofrecían.
Subyugado por el hada y el deseo irrefrenable de saberla cierta, se impuso un cambio de planes abrupto y concreto. El cansancio había perdido el espesor que aletargaba su paso y su sorpresiva decisión acababa de retarlo a un viaje desconocido pero irrenunciable.
Parado frente al bar, metió la mano en el bolsillo de su jean para analizar el leve inventario de posibilidades: unos pocos billetes, un par de cigarrillos y una pequeña caja de fósforos. Supuso que tenía todo lo necesario y se dejó deglutir por las mismas oscuridades que aquella hada de la noche que lo había deslumbrado.
Se fue filtrando hasta llegar al último rincón del lugar. Entre los cuerpos perdidos que deambulaban por el espeso verde azulado que iluminaba todo, y el estruendo incauto de los sonoros latidos de un corazón salvaje que aceleraba y desaceleraba su frecuencia, llegó al último rincón, sin haber encontrado señal alguna de las imágenes que sus retinas le enviaban una y otra vez.
El calor comenzaba a sofocarlo, y la presión lo llevó a fusionarse con los fantasmas y las concurridas soledades del lugar. La necesidad de no volver a casa sin haber descubierto que su visión no había sido una mera utopía, le permitió advertir que no había escape alguno ante sus ojos.
Apenas a unos metros, una escalera descendía no más de una docena de escalones y terminaba en una cortina de gasas oscuras, en retazos anudados, que permitía entrever figuras que pasaban una y otra vez, danzaban, se besaban y brindaban, combinándose entre risas y voces suaves.
Bajó sabiendo que la tierra no iba a tragarlo y que todo lo que hubiese detrás podría no ser lo esperado; o que todo lo conocido no volviera a ser lo mismo. Como si nada en él fuese extraño, traspasó la cortina y caminó decidido a la primera barra que pudiera contenerlo antes de que notaran su presencia. No quería ser observado como ajeno al lugar o desentonar con la magia del ambiente.
Apoyado en la barra, levantó apenas su mano, con sus dedos índice y mayor extendidos hacia arriba, para que el barman se acercara.
El escenario estaba iluminado por una luz blanca. A algunas pocas mesas y al resto del lugar, en cambio, lo bañaban distintos azules íntimos y tenues. El aire ofrecía una agradable mezcla de perfumes y tabaco y una suerte de jazz acariciaba los oídos como si el resto del mundo no existiera. Al menos no esa noche.
Entre las mínimas mesas, redondas, transitando los tenues azules y alguna luz blanca que pareció fotografiar ese preciso instante, el hada —que sus retinas repetían una y otra vez— se le comenzó a acercar con una enorme e inmaculada sonrisa de dientes intensamente blancos y una delicada mirada de ojos rasgados que emulaban dos pardos y minúsculos topacios. Entre sus manos, de las cuales caían finas gasas verdes, sostenía una varita mágica, oscura y brillante. Con ella lo señaló y, acomodándose en la barra, se presentó con la certeza de conocerlo.
No supieron cómo ni por qué, pero a esa altura ya no eran desconocidos. Alguien en común los había presentado. Tal vez aquel momento no habría sido el apropiado, ya que ninguno de ellos recordó haber reparado en el otro, pero esa noche él fue deslumbrado por un hada y ella recordó una lectura de postales que jamás olvidaría.
Mientras no amaneciera, la noche los exponía como una obra de arte en el mejor de los museos. Entre ellos, las palabras fueron utopías, caricias, sensaciones, y sus rostros aullaban asombro, amor, admiración.
El resto del lugar cobijaba a los fantasmas que iban y venían, trasgos que bailaban aferrados a sus almas, alguna soledad que besaba a sus amantes, penas cabizbajas bebiendo en tragos largos, y amantes verdaderos, retirándose envidiados por corazones destrozados.
Cuando la noche comenzó a hacerse día, y tras haber aceptado el ofrecimiento de ser acompañada hasta su casa, el hada y sus encantos dejaron la barra para ser escoltados por Daniel y sus postales.
Llegaron justo cuando el sol intentaba descubrirlos. Las alas del hada cayeron por su espalda, y sus ojos, rasgados y vidriosos, parecían cerrarse como los de un Morfeo fortalecido por las decepciones.
Ni bien el primer rayo de sol se coló por la ventana, el rímel del hada comenzó a propagarse invadiendo sus ojos, encendidos en una mezcla de pasiones y tristezas. De repente, ya tan humana y desnuda como sus pies, y tan cierta como el aire que a él comenzaba a escasearle, el hada tomó su varita, como si de un revólver se tratara, se paró frente a la ventana y apuntando al horizonte con sus brazos extendidos, disparó tres veces, hasta apagar el sol.
Después dejó caer el arma, junto con todos sus prejuicios y supersticiones, y se fundió en un primer beso con Daniel, junto con la promesa de no ser más que ella misma a su manera.
Para entonces no era noche. Ni amanecer, ni nada. Era un vacío intemporal que transcurría; un verdadero sintiempo que tampoco ofrecía, siquiera, variantes de alguna eternidad, más que la de ellos mismos. Él pensó en ese momento que tal vez los atardeceres no eran tan románticos como sus postales creían.