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actúen como si yo
no estuviera aquí.

viernes, 26 de marzo de 2021

La Casona - Paradies (Cuento)

Me encontraba hospedado en una casona magnífica con múltiples habitaciones. Una construcción hermosa de mitad de siglo, sobre un terreno interminable, en las afueras de la ciudad. El lugar brindaba todas las posibilidades de sentir la naturaleza en infinitas formas, y la casa más cercana se encontraba a no menos de 200 metros de ahí. Tenía alquilada mi habitación anticipadamente por los próximos dieciocho meses, tiempo que me llevaría terminar el trabajo que la empresa me había encomendado. Una vez cumplido mi objetivo, volvería a los rugidos de la capital, y a las horas sin tiempo que nos depara el destino.
La casona pertenecía a dos hermanos alemanes que no vivían en ella, pero no queriendo desprenderse de la propiedad, decidieron acondicionar algunas habitaciones para alquilar, e hicieron cerrar todo ingreso interno que diera a la parte derecha de la casa, dónde se dice, que todo continúa manteniéndose en su estilo histórico.
Además de una enorme cocina comedor y de una hermosa sala de estar, modernizada con cerramientos vidriados para disfrutar la magnífica e imponente imagen de las montañas, todas las habitaciones poseían baño privado, y unas pocas se encontraban provistas de un comedor, con una pequeña kitchenette disimulada detrás de unas puertas de placard.
El lugar se encontraba algo lejos de la ciudad, pero eso formaba parte del encanto que la casona tenía. Inmensa y extraña, la casa conformaba un verdadero retiro del mundo conocido, a una realidad con cierta mirada romántica de la existencia.
Los primeros dos meses sirvieron para adaptarse al lugar, al nuevo ritmo, a los nuevos horarios y a las distancias. Después de asimilar el nuevo tiempo todo se volvía más etéreo y deslumbrante todavía. Pero algo sucedió una mañana que modificó algún aspecto, o lo intensificó todo.
Una mujer había alquilado, al igual que yo, una de las habitaciones de la casona. La descubrí una mañana saliendo de la casa y, sin comprenderlo, quedé absorto. Apenas nos dimos los buenos días con una sonrisa, mientras todo en mí se entumecía, presentándome inmóvil, sin saber que hacer o decir. Tenía plena seguridad que jamás, en ninguna circunstancia, había concebido algo similar. 
Todo en mí acababa de perder sentido, y el tiempo, a pesar de acontecer en horas, había dejado de correr desde esa mañana, para permanecer suspendido en la imagen de aquella pequeña silueta de cabellos rojos, que acababa de pasar frente a mí, y se concebía etérea a medida que se desplazaba sobre el césped sin dejar vestigios del camino.
Quedé en la puerta de la casona simplemente mirando. El día apenas comenzaba y me pareció sentir que el atardecer lo empujaba con fuerza para volver a presentarme ahí, donde nacía el pasillo, para volver a distinguir con precisión esa sensación de crear el universo dentro del cuerpo, como si un parsimonioso big-bang interminable, se esparciera dentro de uno. Un circuito eléctrico del organismo humano, que por primera vez recibe una descarga de voltaje, superior a la necesaria.
Sin suerte, busqué, los siguientes días, encontrarla en el comedor, en la cocina, en los parques, o en algún lugar de paso, pero nada conseguía. Unos días después pude enterarme por Aníbal, el encargado de la casona, que la nueva inquilina, que decía llamarse Guadalupe, había sido reasignada a una de las habitaciones principales, con sala de estar, por indicación del señor Heinz, el mayor de los hermanos.
Me había tocado regresar a la ciudad por unos días, a firmar unos papeles de la empresa y presentar unos informes, pero ese mismo sábado por la tarde estaría de vuelta. Mi ansiedad fue tal, que pudo más, y volví buscando encontrarla, tan temprano como pude. Quería poder presentarme, darme a conocer, conocerla, hablar con ella, volver a deslumbrarme con el brillo de su cabello encendido y su sonrisa simple de labios delgados y apretados. Había vuelto urgente, con la impostergable decisión, y el convencimiento absoluto, de la necesidad inmediata que a mi ser le urgía de abordarla ni bien se presente la oportunidad. Algo en mí necesitaba, desesperadamente, de aquella mujer. 
Al ingresar en la casona esa mañana, sabía que solo quedábamos dos inquilinos además de ella, y Don Álvaro nunca despertaba antes de las once. Caminé sigilosamente por el pasillo principal de la casa hasta la puerta de su habitación. Me resultó irresistible echar un vistazo.
Fueron apenas segundos los que quedarían a fuego eternizados en mi memoria. Me incliné como para abrir el bolso en el suelo y la imagen que se alcanzaba a vislumbrar del otro lado de la cerradura de la puerta era la más indiscutible de las obras de arte.
La mañana acompañaba la imagen. Ella se encontraba recostada, de espalas a mí, con la cabeza hacia los pies de la cama, donde el sol de las nueve iluminaba su esculpido cuerpo desnudo, como si un cenital mágico la descubriera sobre las sábanas revueltas. Introducía los pies lentamente, una y otra vez, bajo la almohada de plumas, como si quisiera calentarlos un poco. Con su mano izquierda sostenía en el aire un humeante cigarrillo apoyando su codo sobre su cadera pálida y con su mano derecha sostenía su cabeza de coloradas y finas olas, anudadas en su parte posterior.
Esa mujer sobrenatural, observaba obnubilada a la criatura más ensimismada de la tierra. Del otro lado del dormitorio un marco con la puerta completamente abierta ofrecía una parcial imagen del comedor privado de la habitación. Allí estaba Heinz, el hombre más frio y seco que he conocido en mi vida. Ahí estaba él, completamente desnudo, sentado a la mesa, leyendo las noticias del día, ausente como siempre. Mientras ella lo miraba él se transportaba entre las letras del periódico y las imágenes que su cabeza creaba, dibujando el mundo que lo abducía.
Ella estaba en la cama, recostada fumando, mirándolo, observándolo desnuda, deslumbrante. El sol desde la ventana la iluminaba de frente, un sol natural y brillante, mientras ella idealizaba contemplando en pose de revista, sosteniendo su cabeza pelirroja, de espaldas a mí, desnuda y mirándolo a él, que estaba en otra habitación, y a su vez en otro mundo, porque estaba leyendo concentrado, lejano, inexistente, ensimismado en aquel texto. No estaba. Él no estaba ahí. Él nunca estuvo ahí, en la imagen, con ella.

Si hubiera podido no alcanzar a ver la puerta del otro lado de la habitación, me habría encontrado con tan solo una mujer hermosa y pensativa; pero me encuentro con esa mujer, fumando, observando resignada a ese engendro desnudo, obnubilada quien sabe por qué delirio. No necesitaba verla de frente para saber que era hermosa, que tenía una piel suave y fresca. No era que llevase un cuerpo voluptuoso o despampanante, sino que era una mujer realmente hermosa, sencilla y sensual, absolutamente deseable.
En cambio, él, era un tipo más, que nada tenía de lo que ella pudiera enamorarse. Seguramente lo que la nublaba era otra cosa.
Verla así resultaba desesperante, se la veía tan bella, tan cierta y tibia, tan real, tan perfectamente imperfecta que no se puede siquiera dar tiempo a la llegada de una oportunidad. Se me ocurría que el mero hecho de pensar en tocarla daba algo de temor. No sabía, si pudieran mis manos ser merecedoras de semejante ensueño algún día cercano.
La habitación era magnífica, al igual que la mayor parte de la casa, las paredes vestían de un rosado viejo desde la guarda blanca, a un metro de altura, hasta el techo, y verde agua por debajo de ella. Los muebles, si bien eran de estilo, combinaban una simpleza delicada con una evidente solidez.
El marco de la puerta era de madera gruesa, algo barroco, tallado, con bordes gruesos y cubos con grabados en sus cuatro ángulos.
El otro ambiente, en cambio, donde él se encontraba sentado a la mesa, leyendo, también desnudo, no posee luz natural de ningún tipo. Pero una lámpara eléctrica le ilumina el rostro, perdido, inmóvil, arrastrado a otro plano donde su lectura realmente lo retiene.
En aquella habitación se alcanzaba a descubrir todo lo artificial, como la misma luz artificial que le iluminaba a Heinz su cara, que también parecía, por supuesto, artificial. Lo único no artificial que se podía rescatar era ese cuerpo desnudo y flácido, que no podía creer que alguien pudiera mantenerle la mirada más que un mínimo instante.
En esta habitación, de la que apenas me separaba una puerta más delgada a cada instante, me daba la espalda la mejor obra de arte de la naturaleza; una bocanada mística de sensualidad paralizante; un delirio divino, que arrebataba la razón y condenaba a la esperanza.
La simbología imperante en cada habitación me resultaba inimaginable y maravillosa. Dos incompatibilidades evidentes, dos lejanías inenarrables, dos paralelas infinitas que no lograban que ella deje de mirar lo que no existe en ese cuerpo desnudo y sin alma, que parece nunca haberla visto a pesar de poseerla.
Sin querer me apoyo sobre la puerta para acomodarme y un crujido alarmó a quien escuchase.
El riesgo de ser descubierto me asustó. Pero me quedé ahí. Pensando las maneras de convertirme en héroe de algún modo.
Él, creo que ni escuchó el ruido, pero ella giró de inmediato su cabeza para mirar. Al parecer, increíblemente había conseguido perturbar esa extraña obsesión, de observar la nada, que parecía tener.
Cuando la puerta se abrió del todo, me encontró acomodando y cerrando el bolso, como si accidentalmente hubiera caído, y eso hubiera provocado los ruidos tras la puerta de su habitación.
— Perdón. No sabía que había alguien— le dije mientras levantaba el bolso y volvía a colgarlo sobre mi hombro.
—No, está bien.— contestó ella mientras miraba todo alrededor, como si alguien más pudiera estar observando. — Escuché ruidos, y pensar que alguien extraño podría estar en la casona me dio un poco de temor. Creí que hoy no habría nadie.—
—Si. Te entiendo. Yo pensé lo mismo. Creí que no había nadie y sin querer hice un ruido de no creer. Te pido mil disculpas.— Comenzaba a retirarme cuando volví a girar, y dirigiendo la mirada a sus ojos se me dio por preguntar si quería compartir el desayuno conmigo, ya que traía unas medialunas, recién horneadas, de la panadería del pueblo.
Me miró algo sorprendida y apoyada sobre el marco de la puerta, con un cuarto de cuerpo saliendo hacia el pasillo, como si el marco fuera un cinturón de seguridad que la protegía de salir despedida de su habitación. Apenas la cabeza y poco más de un hombro alcanzaban lo suficiente para poder comenzar una mañana distinta. Un nuevo comienzo.
— ¡Uy, que buena idea!.— me dijo de inmediato, y tras un diminuto silencio, una mueca, que profetizaba complicaciones, recalculó la expresión.— Tal vez en un rato pase un momento. Todavía me tengo que duchar, y acomodar unas cosas, y suelo dar mil vueltas. Pero prometo que si llego, paso a robarte una medialuna.— cerró con una sonrisa entre comillas, que aún levantaba sus pómulos dignamente.
Ella ni bien había escuchado el primer ruido detrás de la puerta, salió despedida de la cama para encontrarlo. Se puso la bata que había dejado previamente a un lado de la puerta, en el perchero, y como lo suponía, abrió de repente para encontrarlo, casi infraganti, espiando por la cerradura. Estaba azul del pánico.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Recuerdo de futuro

-Esta noche!"
En el teatro del balneario garompiña,
la presentación de Mamarracho y sus historias poeticoliterarias!-

Así decía el aeroplano que surcaba los cielos de la costa entera.

Esa noche, 14 personas asistieron a su presentación, de las 60 posibles.
Pero esa noche fue increíble. Al finalizar la presentación, se convirtió en uno más, sin sentir la necesidad de dejar de ser él mismo.

domingo, 21 de marzo de 2021

El hada de la noche (Cuento)

Daniel despidió a sus compañeros en la puerta de la empresa. La noche era serena y no demasiado calurosa. Corría mediados de marzo y lo más agobiante del verano había quedado atrás. Pensó en volver a su casa, donde unos escritos habían quedado inconclusos, o visitar uno de esos sótanos donde solía escuchar a escritores y donde incluso él había dado a conocer sus «postales», como solía llamar a sus escritos. Se decidió finalmente por caminar a casa las veinte cuadras que lo distanciaban del trabajo y cruzar por la plaza del centro para ver cómo perfilaba el fin de semana.

Los restaurantes, con luces tenues a esa hora, se preparaban para cerrar, y los bares comenzaban a recibir clientes cual desaforados monstruos de ladrillos. Uno tras otro, como hipnotizados por algún encanto desconocido, los clientes ingresaban por las puertas vaivén de madera a esos universos indescriptibles, que dosificaban el rugido feroz que emitían cada vez que abrían sus fauces para una nueva presa.

De pronto, entre toda la fauna salvaje que lo rodeaba, Daniel alcanzó a observar que, en la puerta del bar irlandés, un personaje especial, con apariencia de hada, ingresaba entre gente que se abría a su paso. El cabello azabache descansaba sobre sus hombros, unas coloridas y traslúcidas alas nacían de su espalda y, por debajo de una breve falda oscura, se desprendía un par de piernas, de una topografía magníficamente detallada, que terminaban en dos pequeños pies desnudos que apenas si tocaban el suelo en su andar.

Esa última imagen quedó grabada en sus retinas, mientras la oscuridad del lugar la absorbía, antes de que las puertas se cerraran tras su ingreso. Como si el tiempo hubiera trascurrido sin que él lo hubiese notado, al quitar la vista de la puerta del bar irlandés advirtió que la plaza había quedado desierta. Los restaurantes habían cerrado y todos se encontraban dentro de alguno de los mundos que la noche y sus fauces ofrecían.

Subyugado por el hada y el deseo irrefrenable de saberla cierta, se impuso un cambio de planes abrupto y concreto. El cansancio había perdido el espesor que aletargaba su paso y su sorpresiva decisión acababa de retarlo a un viaje desconocido pero irrenunciable. 

Parado frente al bar, metió la mano en el bolsillo de su jean para analizar el leve inventario de posibilidades: unos pocos billetes, un par de cigarrillos y una pequeña caja de fósforos. Supuso que tenía todo lo necesario y se dejó deglutir por las mismas oscuridades que aquella hada de la noche que lo había deslumbrado.

Se fue filtrando hasta llegar al último rincón del lugar. Entre los cuerpos perdidos que deambulaban por el espeso verde azulado que iluminaba todo, y el estruendo incauto de los sonoros latidos de un corazón salvaje que aceleraba y desaceleraba su frecuencia, llegó al último rincón, sin haber encontrado señal alguna de las imágenes que sus retinas le enviaban una y otra vez.

El calor comenzaba a sofocarlo, y la presión lo llevó a fusionarse con los fantasmas y las concurridas soledades del lugar. La necesidad de no volver a casa sin haber descubierto que su visión no había sido una mera utopía, le permitió advertir que no había escape alguno ante sus ojos.

Apenas a unos metros, una escalera descendía no más de una docena de escalones y terminaba en una cortina de gasas oscuras, en retazos anudados, que permitía entrever figuras que pasaban una y otra vez, danzaban, se besaban y brindaban, combinándose entre risas y voces suaves.

Bajó sabiendo que la tierra no iba a tragarlo y que todo lo que hubiese detrás podría no ser lo esperado; o que todo lo conocido no volviera a ser lo mismo. Como si nada en él fuese extraño, traspasó la cortina y caminó decidido a la primera barra que pudiera contenerlo antes de que notaran su presencia. No quería ser observado como ajeno al lugar o desentonar con la magia del ambiente.

Apoyado en la barra, levantó apenas su mano, con sus dedos índice y mayor extendidos hacia arriba, para que el barman se acercara.

El escenario estaba iluminado por una luz blanca. A algunas pocas mesas y al resto del lugar, en cambio, lo bañaban distintos azules íntimos y tenues. El aire ofrecía una agradable mezcla de perfumes y tabaco y una suerte de jazz acariciaba los oídos como si el resto del mundo no existiera. Al menos no esa noche.

Entre las mínimas mesas, redondas, transitando los tenues azules y alguna luz blanca que pareció fotografiar ese preciso instante, el hada —que sus retinas repetían una y otra vez— se le comenzó a acercar con una enorme e inmaculada sonrisa de dientes intensamente blancos y una delicada mirada de ojos rasgados que emulaban dos pardos y minúsculos topacios. Entre sus manos, de las cuales caían finas gasas verdes, sostenía una varita mágica, oscura y brillante. Con ella lo señaló y, acomodándose en la barra, se presentó con la certeza de conocerlo. 

No supieron cómo ni por qué, pero a esa altura ya no eran desconocidos. Alguien en común los había presentado. Tal vez aquel momento no habría sido el apropiado, ya que ninguno de ellos recordó haber reparado en el otro, pero esa noche él fue deslumbrado por un hada y ella recordó una lectura de postales que jamás olvidaría.

Mientras no amaneciera, la noche los exponía como una obra de arte en el mejor de los museos. Entre ellos, las palabras fueron utopías, caricias, sensaciones, y sus rostros aullaban asombro, amor, admiración. 

El resto del lugar cobijaba a los fantasmas que iban y venían, trasgos que bailaban aferrados a sus almas, alguna soledad que besaba a sus amantes, penas cabizbajas bebiendo en tragos largos, y amantes verdaderos, retirándose envidiados por corazones destrozados.

Cuando la noche comenzó a hacerse día, y tras haber aceptado el ofrecimiento de ser acompañada hasta su casa, el hada y sus encantos dejaron la barra para ser escoltados por Daniel y sus postales.

Llegaron justo cuando el sol intentaba descubrirlos. Las alas del hada cayeron por su espalda, y sus ojos, rasgados y vidriosos, parecían cerrarse como los de un Morfeo fortalecido por las decepciones. 

Ni bien el primer rayo de sol se coló por la ventana, el rímel del hada comenzó a propagarse invadiendo sus ojos, encendidos en una mezcla de pasiones y tristezas. De repente, ya tan humana y desnuda como sus pies, y tan cierta como el aire que a él comenzaba a escasearle, el hada tomó su varita, como si de un revólver se tratara, se paró frente a la ventana y apuntando al horizonte con sus brazos extendidos, disparó tres veces, hasta apagar el sol.

Después dejó caer el arma, junto con todos sus prejuicios y supersticiones, y se fundió en un primer beso con Daniel, junto con la promesa de no ser más que ella misma a su manera.

Para entonces no era noche. Ni amanecer, ni nada. Era un vacío intemporal que transcurría; un verdadero sintiempo que tampoco ofrecía, siquiera, variantes de alguna eternidad, más que la de ellos mismos. Él pensó en ese momento que tal vez los atardeceres no eran tan románticos como sus postales creían.