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jueves, 22 de julio de 2021

La mala compañía (Cuento)

Quería volver a ser libre como antes. Como cuando éramos niñas y no había miedo a nada, y nos medíamos en el marco de la puerta para ver cuanto crecíamos, y nos pesábamos en la balanza del baño, y nos cambiábamos mil veces frente al espejo detrás de la puerta, y cantábamos y bailábamos durante horas y horas.

Pero yo no era tan fuerte. Ella me lo repetía una y otra vez —Claudia, si no hacemos las cosas con disciplina estamos condenadas al fracaso—. Yo creía que estaba en lo cierto, yo me encontraba desbordada y la culpa me angustiaba tanto que no me permitía relajarme. Volví a entrenar cuatro horas por día, a seguir una vida saludable, comer sano y lo necesario. No íbamos a darle lugar a aquellos que buscaban sabotear nuestros proyectos. ¡Si no hacíamos mal a nadie!

Poco a poco me alejé de todos los que me juzgaban y pudimos continuar con absoluta disciplina nuestro estilo de vida. Nos habíamos ido a vivir solas, y por unos meses nadie nos molestó. Podíamos hacer nuestros ejercicios, comer como quisiéramos, y ver como alcanzábamos nuestros objetivos, como día a día nos acercábamos a ser como queríamos.

Una noche descubrí mis uñas azules y comencé a pintarlas de bermellón, cuando ella volvió a pelear conmigo. Esa noche quise llorar, desaparecer, que el suelo se abriera justo bajo mis pies y me disfrazara de catástrofe. Quise gritar, pero no pude. Hasta ahí había conseguido ser la chica saludable que entrenaba a diario y seleccionaba exhaustivamente los alimentos a ingerir. La chica a la que pedían consejos sobre como obtener la figura deseada sin necesidad de tener un título de nada. Pero ese día quise bajar los brazos y abandonar todo. Me miré al espejo mientras me gritaba las peores cosas que podía escuchar. Que no era una mujer fuerte, que era la peor de todas, como lo había sido siempre y lo seguiría siendo. Que debía darme cuenta de que nadie me quería, que nadie se preocupaba por mí, que era una mujer horrible y que todo aquello que pensara o hiciera, como siempre, estaría mal.

El día siguiente no salí de casa. No pude casi levantarme de la cama. Me sentaba en el borde para verme en el espejo y las lágrimas comenzaban a querer brotar de mis ojos, pero no salían. Como no salían mis gritos, ni mis palabras. Solo escuchaba sus reproches y sus críticas sobre lo mal que hacía todo. Así transcurrió ese día, sin levantarme de la cama hasta que volví a acostarme por la noche, sin sueño, con hambre, con un frío que helaba los huesos y una ansiedad brutal. Antes de dormir, y mientras escuchaba una y otra vez las frases más horribles y denigrantes, me prometí, al menos, no volver a las cuatro horas de ejercicios todos los días.

Alcancé a darme cuenta de que la risa ya no era algo que surgiera de mí, ni siquiera para satisfacer a otros. Que mis acciones todas se habían vuelto irritantes, que me había convertido en una obsesiva y que no había nada en el mundo que pudiera satisfacerme. Todo lo que vi de mí cuando cerré los ojos me asustaba, y parecía peligroso. 

Creo que una gran parte de lo que sucedió luego fue un sueño. No sé si fue a la mañana siguiente o al despertarme que volví a convertirme en una criatura pequeña. Un bebé que no podía más que observar e intentar entender lo que sucedía. Estaba segura de haber nacido prematura, o algo así.

El cielo raso absolutamente blanco era lo único que podía observar. De vez en cuando alcanzaba a intuir los azulejos blancos de las paredes y conseguía sentir partes de mi cuerpo, que aún no conseguía controlar. Cada tres horas conectaban un aparato a la cánula que salía por mi nariz. Después de un rato un intenso dolor me hacía reconocer geográficamente donde quedaba el estómago. Por momentos creía estar recordando una extraña vida anterior, pero no estaba segura. Después de ser desconectada volvía a dormirme hasta, casualmente, un rato antes de que todo vuelva a suceder. Nunca supe si era de noche o de día. Cambiaban mis pañales cada vez que despertaba y lavaban mi cuerpo con toallas húmedas. Pasados tal vez un par de días, creí haber aprendido a girar la cabeza, entonces comencé a descubrir lo que me rodeaba. Tres enfermeras se turnaban para estar a mi lado constantemente, me tranquilizaban, acariciaban mi frente y me hablaban tiernamente, pero no alcanzaba a entender lo que decían.

En un momento logré estar despierta las tres horas que separaban una ingesta de sonda de la siguiente y pude comprender que no eran recuerdos de otra vida. Era yo, Claudia, pero no podía estar completamente segura, todavía mi cabeza no estaba preparada para saber. Alcancé a escuchar a la enfermera de la noche cuando me decía, «¿Cómo te pudiste abandonar tanto como para llegar a esto?». Quise pedirle que me explique, pero todavía no podía hablar. Fue entonces cuando ella regresó, asomó por la puerta de la habitación y mi cuerpo inerte se tensionó. —¡¿Ves que sos débil?! Sos una perdedora, una traidora que nunca va a poder conseguir nada— me dijo desde la puerta antes que mi cuerpo comenzara a convulsionar. 

La enfermera se sobresaltó y pidió ayuda. Yo no podía dejar de moverme, quería levantarme y correr, pero mi cuerpo no respondía. Comenzaron a llegar los médicos y ya no recordé más nada.

Desperté en una habitación más agradable. Yo era la misma de siempre, pero no era exactamente la misma. Me pude sentar en la cama. Esa cama era mucho más confortable que la anterior y no había alrededor tantos aparatos. Apenas uno pequeño en la mesa de luz, el cual reconocí que era por el que me alimentaban. Las paredes estaban empapeladas de colores sobrios, entre blancos y amarillos suaves, la iluminación era de spots de led que podían variar su potencia, tenía una televisión, una pequeña biblioteca con libros, cuadernos y lápices y una hermosa ventana que daba a un parque.

Comencé por recordar mi promesa de no volver a las cuatro horas de ejercicios diarios, e intenté hacer memoria sobre cuándo había sido la última vez que había conseguido reír, cuando había sido la última que cené con amigos, o la última que besé a alguien, o la última vez que pude sentirme viva, plena, libre. De repente lo comprendí todo, comprendí que mi cuerpo había dicho basta con sus apenas 22 años, que lo estaba desapareciendo y que yo ya había desaparecido hacía tiempo.

La enfermera se alegró de verme despertar. Se dio cuenta que había vuelto a ser yo, la Claudia más parecida a la de la infancia, pero una Claudia adulta, que ya podía entender las cosas. Ese mismo día me presentaron a todos los médicos que se ocuparían de mí. Una psicóloga, una psiquiatra, 5 enfermeras que se turnarían, una nutricionista y un masajista.

Supe que la libertad que alguna vez tuve aún estaba lejos de recuperarse. Desde ese día me acompañan las 24hs. He resignado mi intimidad por completo y he perdido el derecho de dormir o ir al baño sin compañía. Al menos aceptaron quitarme la sonda y comenzar a ingerir alimentos líquidos hasta que pueda tolerar sólidos.

Ya estoy a medio camino de conseguir el alta, pero no será todavía una victoria. Todos los que me conocen ya están informados de mis problemas y de como deben tratarme y cuidarme para poder estar a mi lado, y tendré que acostumbrarme a estar vigilada las 24 hs del día. 

Es una la que tiene que aprender a decir basta y comenzar a cambiar, de lo contrario nada sirve. Anoche, mientras la enfermera se ausentó un instante, ella volvió. Quiso que escapemos de la clínica. Yo no iba a permitir que estos 9 meses de sufrimiento se desvanezcan por volver a hacerle caso, así que preferí evitarla y hacer oídos sordos. Se enojó, y como siempre volvió a basurearme de todas las formas que existen, desde débil y fea, hasta gorda que nadie podrá querer en su vida. No reniego tanto ya de mis 55 kg, y sé que cada tanto ella va a venir a buscar que la acompañe. Pero tal vez algún día pueda hacerle entender que no tiene nada de razón, y deje de molestarme. Tal vez, puede suceder, que nunca pueda hacerle entender nada, y entonces deberé aprender a evitarla, para que no pueda volver a molestarme.

lunes, 19 de julio de 2021

Buscando a Suárez Junior (Cuento)

—…cuando termine el año te voy a atajar un penal— dijo el profesor Suárez—. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— dejó en claro, con su dedo índice levantado. 

El destinatario del desafío había sido el «Buiti». Todavía no llegábamos a junio, y el profesor de matemáticas del último año de secundaria ya estaba cansado de escucharnos hablar de fútbol durante las clases. Al principio se hacía el distraído, después comenzó a llamarnos la atención y una noche de mayo de 1994, cuando casi terminaba de dar su clase, suspendió todo y lo increpó al Buiti cuando alardeaba de un tiro libre al ángulo que había hecho el domingo anterior.

—A vos, cuando termine el año te voy a atajar un penal. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— remató. Todos quedamos quietos entre desconcertados y a punto de morir de risa a carcajadas. Todos menos el «Buiti», que escuchó el desafío esperando alguna represalia importante después de esa sentencia del Profe Suárez.

—¡Pero por favor, chicos, el que los escucha no entiende como el «Coco» Basile no los lleva a la selección! Yo en mi época fui arquero de Estudiantes de Bs As y de San Telmo, pero nunca escuché a un jugador de fútbol alardear como lo hacen Uds. desde que comenzó el año. ¡…y miren que me encanta hablar de fútbol!—

Esa noche, en el «Rancho» de Avellaneda, como le decíamos a la escuela República de Colombia N°12 de Bs As,  terminamos estallando a carcajadas junto con el Profe Suárez y el «Buiti». Relegamos las matemáticas por completo hablando todos de fútbol y escuchando anécdotas del Profe en sus años de jugador.

Del «Rancho» salíamos casi a medianoche, y el Profe Suarez, que creíamos cargaba con más de 80 años, subía a su Peugeot 504 naranja, lo ponía en marcha y tacatacatac tacatacatac taca taca taca brummmm brummmmm bruuuuuum y se perdía en la oscuridad de la calle Pitágoras antes que llegáramos a la esquina.

Siempre que nos reunimos con los chicos es inevitable recordar al Profe Suárez. Siempre vestido de traje, con su pulserita y su reloj dorado, y la infaltable carterita abajo del brazo que llevaba a todos lados. En su cara las marcas del tiempo eran increíblemente profundas, eran heridas, surcos sin fondo, y el pelo fino y lacio, algo desprolijo y todavía oscuro a pesar de las canas, siempre estaba un poco largo por detrás.

Desde aquel día el Profe Suárez se convirtió, además de profesor, en un compañero más. Nos daba las matemáticas como correspondía, pero los viernes por la noche la clase se convertía en una cátedra de futbol. 

Entrábamos al rancho a las 20:00 y salíamos a las 23:30. El Buiti, el Juanca, el Colo y yo muchas veces nos encontrábamos a la tarde en el terreno de al lado del colegio, donde había 2 canchas de fútbol 7, en las que jugábamos con equipos de otras divisiones del «Rancho». Muchas de esas veces jugábamos por plata, y en general recaudábamos para la salida del viernes después de clases.

El «Juanca» era el 5 que hacía la pausa y pensaba la jugada, mientras el «Buiti» se impacientaba insoportablemente pidiéndola arriba una y otra vez; siempre jugó de 9, no lo corrías del área ni con un rifle. El «Colo» se movía un poco por mitad de cancha y daba una mano como stopper, en general la mano era procurar que no se la pasaran al delantero rival, cueste lo que cueste. Algún invitado ayudaba en mitad de cancha al «Juanca», y yo veía todo desde el centro de los 5 metros de arco, defendido por el gordo Mendizábal y algún otro que siempre rotábamos.

Los partidos de fin de año fueron los mejores. Habían cerrado las notas del año y como despedida nos despachábamos con maratones de partidos donde recaudábamos como nunca. Una de esas «tardes noche» de noviembre, mientras estábamos pateando entre nosotros, se escuchó el ruido destartalado del 504 naranja del Profe Suárez, que sin bajar la velocidad estacionó el bólido de trompa, en 45 grados, en la puerta del rancho. Bajó del auto bien vestido como siempre, cerró la puerta con llave y las guardó en la carterita que se puso abajo del brazo, probó que las cuatro puertas estuvieran cerradas, y con una sonrisa enorme, se acercó al trote hasta donde estábamos nosotros.

Se dirigió directamente al primer palo del arco y dejó su carterita en el suelo. Se quitó el saco y los anteojos y acomodó todo sobre la carterita. Mientras se arremangaba la camisa celeste me sacó del arco y le gritó al «Buiti» que lo miraba con la pelota debajo de su suela derecha.

—¡A ver esos chutazos, Buiti!— dijo sonriendo— ¡Lo prometido es deuda, eh!— Le gritó el Profe Suárez mientras ya se paraba en el medio del arco, con las rodillas apenas flexionadas y golpeando sus cuádriceps con las palmas de las manos.

Toda la secuencia resultaba increíble. Desde que apareció el 504 naranja hasta que el profe se paró en medio del arco, todos quedamos expectantes recordando inevitablemente aquella promesa de principios de año. Jamás se nos ocurrió que algún día el mismo Profesor viniera corriendo a querer cumplirla. Lo ovacionamos todos con aplausos y carcajadas. El profe Suárez era un genio. Todos estábamos asombrados y emocionados con la idea de cumplir la promesa.

—Le doy tres posibilidades, profe. Si ataja al menos uno, gana usted.— Le gritó confiado el «Buiti» acomodando la pelota en el punto del penal.

—¡Dale, paspado! ¿Qué tres posibilidades? Pateá uno solo que te lo atajo rápido y me voy a pasar las notas. Me está esperando la Rectora. ¡Dale, dale!— Lo apuró, mirándolo fijamente mientras frotaba sus palmas y volvía a golpearlas contra sus piernas.

La cara del «Buiti» cambió por completo y todos hicimos silencio. El «Buiti» era calentón, lo sabíamos todos, y esas palabras no le cayeron nada bien. Acomodó la pelota de nuevo, pero ahora con las manos. Retrocedió unos pasos en silencio, con el ceño fruncido y el maxilar hinchado de tanta presión que le ejercía. Se paró con los brazos en jarra buscando donde ponerla, y cuando soltó sus brazos para comenzar la carrera el Profe Suárez le gritó —¡Dale Buiti! ¡Mirá que te vengo estudiando desde principios de año, eh! Pateá fuerte, como hombre, que esa bocha es mía, eh. ¡Dale, dale!— y extendió ambos brazos a sus costados.

El «Buiti» corrió con furia y le pegó al ángulo con todas sus fuerzas. El profe Suárez saltó como si fuera un resorte hacia el mismo ángulo, con brazos extendidos. Pero cuando ya estaba en el aire, agitó sus brazos, como si fueran alas, y empujándose con el envión y el orgullo estiró su cuello hasta impactar la pelota con su frente y sacarla rosando el palo del arco.

Las casi 30 personas que estábamos presenciando esa proeza inimaginable estallamos eufóricos, mientras el profe Suárez, el «genio» del profe Suárez, caía desparramando su delgado cuerpo en suelo como si de una bolsa de huesos se tratase.

A doce pasos de él, el «Buiti» caía arrodillado, con las manos clavadas en el césped y la cabeza caída entre los hombros.

Todos corrimos hasta el profesor que se levantaba dentro de una nube de tierra, con su pelo todo desprolijo y la camisa rasgada en todo un lateral. Se sacudió en vano mientras todos lo palmeábamos como si acabara de lograr el título del mundo. Levantó un par de piezas de la malla de su reloj, que se desarmó en la caída, acomodó un poco su pelo y se puso sonriendo su saco y sus anteojos, antes de irse caminando a ver a la rectora, con la cara cruzada por dos rayones de tierra.

—¡Bien pateado Buiti!— Le gritó al «Buiti» que no levantaba la cabeza todavía.—¡Bien pateado igual, loco!— Repitió alejándose sonriente con una mano en alto, como si todo un estadio lo despidiera coreando su nombre.

¿Como no nos vamos a acordar del Profe Suárez cada vez que nos juntamos? Desde hace unos años «Juanca» y el «Colo» consideran que esa proeza no puede quedar así, restringida para apenas esas 30 almas que estuvimos ahí presentes. Por eso estamos buscando a su hijo, él tiene que saber quién era su padre cuando no lo veía; y el Profe Suárez, merece que le hagamos conocer a su hijo, y a quien quiera escuchar, aquella heroica atajada de nuestro queridísimo profe Suárez.