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lunes, 19 de julio de 2021

Buscando a Suárez Junior (Cuento)

—…cuando termine el año te voy a atajar un penal— dijo el profesor Suárez—. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— dejó en claro, con su dedo índice levantado. 

El destinatario del desafío había sido el «Buiti». Todavía no llegábamos a junio, y el profesor de matemáticas del último año de secundaria ya estaba cansado de escucharnos hablar de fútbol durante las clases. Al principio se hacía el distraído, después comenzó a llamarnos la atención y una noche de mayo de 1994, cuando casi terminaba de dar su clase, suspendió todo y lo increpó al Buiti cuando alardeaba de un tiro libre al ángulo que había hecho el domingo anterior.

—A vos, cuando termine el año te voy a atajar un penal. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— remató. Todos quedamos quietos entre desconcertados y a punto de morir de risa a carcajadas. Todos menos el «Buiti», que escuchó el desafío esperando alguna represalia importante después de esa sentencia del Profe Suárez.

—¡Pero por favor, chicos, el que los escucha no entiende como el «Coco» Basile no los lleva a la selección! Yo en mi época fui arquero de Estudiantes de Bs As y de San Telmo, pero nunca escuché a un jugador de fútbol alardear como lo hacen Uds. desde que comenzó el año. ¡…y miren que me encanta hablar de fútbol!—

Esa noche, en el «Rancho» de Avellaneda, como le decíamos a la escuela República de Colombia N°12 de Bs As,  terminamos estallando a carcajadas junto con el Profe Suárez y el «Buiti». Relegamos las matemáticas por completo hablando todos de fútbol y escuchando anécdotas del Profe en sus años de jugador.

Del «Rancho» salíamos casi a medianoche, y el Profe Suarez, que creíamos cargaba con más de 80 años, subía a su Peugeot 504 naranja, lo ponía en marcha y tacatacatac tacatacatac taca taca taca brummmm brummmmm bruuuuuum y se perdía en la oscuridad de la calle Pitágoras antes que llegáramos a la esquina.

Siempre que nos reunimos con los chicos es inevitable recordar al Profe Suárez. Siempre vestido de traje, con su pulserita y su reloj dorado, y la infaltable carterita abajo del brazo que llevaba a todos lados. En su cara las marcas del tiempo eran increíblemente profundas, eran heridas, surcos sin fondo, y el pelo fino y lacio, algo desprolijo y todavía oscuro a pesar de las canas, siempre estaba un poco largo por detrás.

Desde aquel día el Profe Suárez se convirtió, además de profesor, en un compañero más. Nos daba las matemáticas como correspondía, pero los viernes por la noche la clase se convertía en una cátedra de futbol. 

Entrábamos al rancho a las 20:00 y salíamos a las 23:30. El Buiti, el Juanca, el Colo y yo muchas veces nos encontrábamos a la tarde en el terreno de al lado del colegio, donde había 2 canchas de fútbol 7, en las que jugábamos con equipos de otras divisiones del «Rancho». Muchas de esas veces jugábamos por plata, y en general recaudábamos para la salida del viernes después de clases.

El «Juanca» era el 5 que hacía la pausa y pensaba la jugada, mientras el «Buiti» se impacientaba insoportablemente pidiéndola arriba una y otra vez; siempre jugó de 9, no lo corrías del área ni con un rifle. El «Colo» se movía un poco por mitad de cancha y daba una mano como stopper, en general la mano era procurar que no se la pasaran al delantero rival, cueste lo que cueste. Algún invitado ayudaba en mitad de cancha al «Juanca», y yo veía todo desde el centro de los 5 metros de arco, defendido por el gordo Mendizábal y algún otro que siempre rotábamos.

Los partidos de fin de año fueron los mejores. Habían cerrado las notas del año y como despedida nos despachábamos con maratones de partidos donde recaudábamos como nunca. Una de esas «tardes noche» de noviembre, mientras estábamos pateando entre nosotros, se escuchó el ruido destartalado del 504 naranja del Profe Suárez, que sin bajar la velocidad estacionó el bólido de trompa, en 45 grados, en la puerta del rancho. Bajó del auto bien vestido como siempre, cerró la puerta con llave y las guardó en la carterita que se puso abajo del brazo, probó que las cuatro puertas estuvieran cerradas, y con una sonrisa enorme, se acercó al trote hasta donde estábamos nosotros.

Se dirigió directamente al primer palo del arco y dejó su carterita en el suelo. Se quitó el saco y los anteojos y acomodó todo sobre la carterita. Mientras se arremangaba la camisa celeste me sacó del arco y le gritó al «Buiti» que lo miraba con la pelota debajo de su suela derecha.

—¡A ver esos chutazos, Buiti!— dijo sonriendo— ¡Lo prometido es deuda, eh!— Le gritó el Profe Suárez mientras ya se paraba en el medio del arco, con las rodillas apenas flexionadas y golpeando sus cuádriceps con las palmas de las manos.

Toda la secuencia resultaba increíble. Desde que apareció el 504 naranja hasta que el profe se paró en medio del arco, todos quedamos expectantes recordando inevitablemente aquella promesa de principios de año. Jamás se nos ocurrió que algún día el mismo Profesor viniera corriendo a querer cumplirla. Lo ovacionamos todos con aplausos y carcajadas. El profe Suárez era un genio. Todos estábamos asombrados y emocionados con la idea de cumplir la promesa.

—Le doy tres posibilidades, profe. Si ataja al menos uno, gana usted.— Le gritó confiado el «Buiti» acomodando la pelota en el punto del penal.

—¡Dale, paspado! ¿Qué tres posibilidades? Pateá uno solo que te lo atajo rápido y me voy a pasar las notas. Me está esperando la Rectora. ¡Dale, dale!— Lo apuró, mirándolo fijamente mientras frotaba sus palmas y volvía a golpearlas contra sus piernas.

La cara del «Buiti» cambió por completo y todos hicimos silencio. El «Buiti» era calentón, lo sabíamos todos, y esas palabras no le cayeron nada bien. Acomodó la pelota de nuevo, pero ahora con las manos. Retrocedió unos pasos en silencio, con el ceño fruncido y el maxilar hinchado de tanta presión que le ejercía. Se paró con los brazos en jarra buscando donde ponerla, y cuando soltó sus brazos para comenzar la carrera el Profe Suárez le gritó —¡Dale Buiti! ¡Mirá que te vengo estudiando desde principios de año, eh! Pateá fuerte, como hombre, que esa bocha es mía, eh. ¡Dale, dale!— y extendió ambos brazos a sus costados.

El «Buiti» corrió con furia y le pegó al ángulo con todas sus fuerzas. El profe Suárez saltó como si fuera un resorte hacia el mismo ángulo, con brazos extendidos. Pero cuando ya estaba en el aire, agitó sus brazos, como si fueran alas, y empujándose con el envión y el orgullo estiró su cuello hasta impactar la pelota con su frente y sacarla rosando el palo del arco.

Las casi 30 personas que estábamos presenciando esa proeza inimaginable estallamos eufóricos, mientras el profe Suárez, el «genio» del profe Suárez, caía desparramando su delgado cuerpo en suelo como si de una bolsa de huesos se tratase.

A doce pasos de él, el «Buiti» caía arrodillado, con las manos clavadas en el césped y la cabeza caída entre los hombros.

Todos corrimos hasta el profesor que se levantaba dentro de una nube de tierra, con su pelo todo desprolijo y la camisa rasgada en todo un lateral. Se sacudió en vano mientras todos lo palmeábamos como si acabara de lograr el título del mundo. Levantó un par de piezas de la malla de su reloj, que se desarmó en la caída, acomodó un poco su pelo y se puso sonriendo su saco y sus anteojos, antes de irse caminando a ver a la rectora, con la cara cruzada por dos rayones de tierra.

—¡Bien pateado Buiti!— Le gritó al «Buiti» que no levantaba la cabeza todavía.—¡Bien pateado igual, loco!— Repitió alejándose sonriente con una mano en alto, como si todo un estadio lo despidiera coreando su nombre.

¿Como no nos vamos a acordar del Profe Suárez cada vez que nos juntamos? Desde hace unos años «Juanca» y el «Colo» consideran que esa proeza no puede quedar así, restringida para apenas esas 30 almas que estuvimos ahí presentes. Por eso estamos buscando a su hijo, él tiene que saber quién era su padre cuando no lo veía; y el Profe Suárez, merece que le hagamos conocer a su hijo, y a quien quiera escuchar, aquella heroica atajada de nuestro queridísimo profe Suárez.

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