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martes, 16 de febrero de 2021

La ventana (Cuento)

Si bien el horario de trabajo en el correo es bueno para poder llevar a cabo otras actividades, a Julio el tiempo nunca le alcanzaba para mucho. Una tarde, antes de llegar el verano, se encontró frente a su último dibujo realizado sobre el escritorio de EncoteSA. En el diseño, una isla asimilaba una silueta femenina, con un evidente estado de embarazo; y desde una recóndita bahía, una incesante cantidad de embarcaciones partían, hasta desaparecer en altamar, donde las figuras, ya mínimas, parecían ahogarse en el horizonte.

Despachó el último informe de telegramas y certificadas, y dejó libre de trabajo la entera superficie del viejo escritorio. Como si el tiempo corriera, abrió parsimoniosamente el primer cajón para sacar su carbonilla y firmar su último trabajo. Cerró bruscamente su carpeta, y el eco de las tapas de madera resonó en sus oídos, como las matinales campanadas del colegio contiguo a su casa llamando a los alumnos a clase, y a él, a levantarse para no llegar tarde a la oficina.

Julio había recibido el telegrama. Nadie lo sabía, él nunca lo había comentado. No hablaba demasiado, trabajaba mucho y dibujaba por demás cuando tenía sus respiros. Julio era, aunque no quisiera aceptarlo, un artista, un virtuoso desperdiciado en la soledad de una interna oficina de correos. Cuando las puertas al público se cerraron, él ya había retirado el vidrio de su escritorio. Se quedó sentado un momento observando todos los dibujos que descansaban en el mueble desde hacía tiempo, y antes de abandonar el despacho corrió las cortinas que siempre colgaron a sus espaldas.

Era noviembre. Se iba de EncoteSA después de veintisiete años de trabajo y de haber llegado a su puesto con apenas cuarenta y cinco de edad. Veintisiete años y más de cien trabajos distribuidos por toda la oficina de correos de la avenida Libertad. Comenzó a recorrer los dibujos como una retrospectiva de algo que nunca sucedió. Empezó por el ángulo superior izquierdo de su escritorio, donde una hoja de bordes amarillentos retrataba en ese mismo escritorio a don Ricardo y su pipa, su primer jefe. El último buen jefe que había conocido. Fue observando cada dibujo antes de despegarlos cuidadosamente de la interminable superficie de nogal del histórico escritorio. Las rejas de las cajas de atención al público, donde estuvo alguna vez, también estaban ahí, vistas desde adentro, con un jardín interminable al otro lado. Algunos viejos clientes, algunos viejos empleados que todavía venían a visitarlo de cuando en cuando, lo llamaban Don Julio. Era licenciado en filosofía, pero muy pocos conocían su título, como su apellido, que hubiera sido anónimo de no ser por su sello “Julio D. Lira – jefe zonal a cargo – EncoteSA”

Solía vestir bien, aunque en ocasiones, sin descuidarse al extremo, adquiría una imagen bohemia que casi pasaba desapercibida. Esos días se quedaba hasta tarde, y dibujaba mucho. Al día siguiente algún nuevo diseño se descubría en el lugar, en ocasiones más de uno.

Era muy inteligente. No le costaba aprender nada y se adaptaba con facilidad a los cambios tecnológicos. Eso sí, los cambios de manejos en la superioridad, que notoriamente iban contra sus ideales, y en detrimento del bienestar general, no le eran fácilmente asimilables; le causaban largos dolores de cabeza que lo extenuaban al punto de tomarse un par de días para volver, y al presentarse nuevamente pedía disculpas a cada uno de sus empleados.

Era un buen hombre. Sabía un poco de todo y mucho de nada. Conocía lo necesario y el resto lo creaba de la nada, improvisaba hasta que todo funcionara como correspondía. Siempre consultaba a todos sus empleados y no tomaba decisiones hasta no conseguir un importante consenso. Hablaba poco, y escuchaba demasiado.

Soportó varios cambios de gobierno y muchas más injusticias. En esos momentos dibujaba día y noche, como la gran rebelión que colgaba detrás de su puerta, o dramáticas y románticas imágenes sociales que guardaba en sus cajones.

En la pared posterior de la oficina había unas cortinas que siempre permanecieron cerradas. Algún indiscreto del personal de limpieza había comentado alguna vez, que detrás de ellas había un óleo de una ventana, que Julio habría realizado cuando le adjudicaron la oficina. Nunca lo había visto nadie.

Julio era simple y alegre, pero guardaba algo para sí. ¿Qué habría sucedido si hubiera mencionado en voz alta que todo lo que había logrado era su peor pesadilla, que estaba prisionero en un sitio imaginario del que no podía escapar? Tal vez varios hubiéramos sentido lo mismo, y él no era tan soberbio como para menospreciar las ilusiones de los que todavía creen que seguir un conjunto de reglas impuestas, entrelazadas cuasi racionalmente entre sí, puede solucionar sus vidas y satisfacer sus aspiraciones.

Julio siguió dibujando hasta esa tarde. Hasta esa noche, porque no se fue de su oficina hasta bien entrada la madrugada. Todos hubieran dicho que era una nueva injusticia, una terrible sinrazón, que le arruinaban la vida a una persona excepcional y hasta con seguridad, sus empleados hubieran tomado cualquier medida para modificar la decisión de los nuevos empresarios. Pero de nada hubiera servido. Julio estaba agradecido en su silencio. Esa noche, se llevó del correo todos sus diseños en varias cajas de archivo de EncoteSA ordenados cronológicamente.

Todos sus empleados se enteraron de su partida la mañana siguiente. Toda la oficina se encontraba desprovista de imágenes. A medida que los empleados llegaban, iban ingresando a su despacho con extrema curiosidad. Las cortinas de la pared estaban por primera vez corridas. Detrás de ellas una imponente ventana daba al mar con una vista increíble e innumerables detalles casi imperceptibles. Algunas ramas de cipreses apenas entorpecían la vista de la costa y escondían embarcaciones que comenzaban a perderse en lo difuso del horizonte. En el extremo del muelle se alcanzaba a reconocer a Julio, cargando alegremente sus cosas en una embarcación azul. Unos metros más atrás, bajo una sombra que dividía el muelle en dos mitades, se alcanzaba a descubrir de espaldas, como si el futuro hubiera estado siempre ahí, la silueta de cada uno de los que iba ingresando a la oficina, exactamente en el mismo orden que llegaban. Todos, aún de espaldas a ellos mismos, se mostraban ineludiblemente tristes, y arrastrando cada uno en su tobillo una especie de grillete que los unía entre sí.

jueves, 11 de febrero de 2021

Barrio (Cuento)

Eran más de las 8, y desde las 4 de la tarde estaban sentados en los sillones de piedra, en la plazoleta del barrio Libertad, a un costado de las torres.

Casi todos los días la misma rutina. El Gordo miraba entretenido unos videos en su celular, el Gaita hablaba del último laburo que hicieron juntos, mientras zarandeaba una botella de cerveza casi vacía, como si fuera un puntero láser, y el Pira escuchaba, ensimismado, mientras armaba uno con lo último que le quedaba. Atrás de ellos sonaba la música de los redondos, que venía desde la luneta abierta del auto del Gaita, un gol GTI, negro, con detalles en rojo y vidrios polarizados.

El Pira era el Pira porque no dejaba que lo llamen pirata, le habían puesto así a los 15, cuando perdió el ojo en un tiroteo en el barrio, entre dos bandas que estaban enfrentadas.

Terminó de armar, le dio mecha y tras varios segundos dejó salir el humo mientras interrumpía al Gaita.

– Si hacemos las cosas bien no vamos a tener problemas. Hay que ser responsables, cuando se labura, se labura y punto. Si no, andá a preguntarle al Moco como se ve todo desde abajo. – Con la imagen del Moco en el aire dio una seca potente antes de pasárselo al Gordo, que no quitaba la vista del celular que sostenía con la otra mano.

– Fea, la comparación con el Moco. – Dijo el Gaita, que acababa de tirar el envase de cerveza vacío en el césped, junto a los dos anteriores. – Yo soy responsable. Cuando laburamos soy el que más se mueve y trato de estar en todo. – dijo serio y mirando al gordo. – Gordo, ¿cuándo vas a largar ese celular? ¡Terminá con eso y pasálo, que no es un micrófono! – Dijo levantándose apenas del asiento de piedra y arrebatándole el faso de la boca al gordo.

– Ya lo dijo Caballeri, ante todo somos un grupo de amigos, siempre unidos. Siempre primero nosotros y todo lo demás después. – dijo el Pira, y echándose hacia atrás sobre el asiento, con sus manos en la nuca, agregó – si no nos cuidamos entre nosotros estamos puestos.

A unos doscientos metros, desde la calle principal del barrio, se escuchó acercarse una moto que acababa de doblar en la esquina. Los tres miraron en esa dirección. Era el Tuerca, que a pocos metros bajó la velocidad y subió con la moto a la vereda hasta frenarla entre el Gordo y el Gaita. – Chicos, hay un laburo dijo Caballeri. Es un restaurante en Palermo. Puede que haya algún famoso. – Dijo el Tuerca, sin apagar la moto ni bajarse. – ¿Qué le digo? -

– Decíle que salimos en cinco, vamos por Nazo y el Tano y nos encontramos con vos en el taller. – Dijo el Pira mientras se paraba y recibía la tuca del Gaita para rematarla. Aspiró la última braza hasta quemarse la yema de los dedos, y conteniendo todavía la respiración, sentenció – Vamos en el Bora, maneja Nazo y el Tano va a la puerta. Entramos nosotros tres.

– Quedamos. – dijo el Tuerca, mientras taconeaba el cambio en la moto para salir enseguida – Le aviso a Caballeri y después volvemos todos al taller. Nos encontramos allá. – El ensordecedor rugido de la CBR-1000 del Tuerca les hizo apretar los ojos, mientras pasaba por entre los tres para volver por donde vino.

En el Bora de Nazo, ya con Nazo al volante, y el Pira de copiloto, se dirigieron hasta el restaurante de Palermo que les había indicado Caballeri. El trabajo era rápido y seguro. Mientras el Tano bajó del auto y se paraba en la puerta del restaurante, El Pira repartió las herramientas de trabajo y organizó la primera presentación de la noche. Bajaron los tres y entraron al restaurante. Nazo esperaba con el auto en marcha, y un papel en la mano que lo ayudaría a llegar más rápido al taller de Caballeri.

En menos de cinco minutos el Tano corrió hasta el auto, abrió la puerta del acompañante y luego la de atrás, por donde entró mientras los demás venían corriendo con los bolsos en la mano. Antes que cerraran las puertas Nazo arrancó quemando caucho y giró en la primera esquina antes que alguien saliera por la puerta del restaurante. La noche acababa de comenzar y la primera presentación había sido tremendamente exitosa.

– Estaba la polaca de las películas ¿vieron? – Dijo emocionado el gordo, sentado último en la ventanilla de atrás, mientras curioseaba un IPhone rosa brillante libre de contraseña.

El Pira se arrodilló en la butaca del copiloto, mirando hacia atrás, y apuntando al gordo gritó. – Gordo pelotudo. ¿No te das cuenta de que estuviste baboseándote al lado de esa rubia todo el tiempo? No le sacaste la mirada de encima, y por atrás tuyo salía una mina del baño hablando por celular que nunca viste. ¡Menos mal que el Gaita la cazó al vuelo y le arrebató el aparato, sino estábamos todos puestos!

– Pará Pira, tranquilo que la noche recién arranca. – Dijo el Gaita intentando calmar un poco los ánimos.

– Gente, no me griten en el auto que estoy manejando y me pongo nervioso. Salió todo joya, no la compliquen. – Dijo Nazo, que cuando giró en la avenida, divisó de inmediato un patrullero en la siguiente esquina esperando el semáforo, y sin mediar palabra, por puro instinto y algo de ansiedad, giró en forma de U sin bajar la velocidad y salió hacia el otro lado. Las gomas, chillando en su carrera contra el asfalto, desvirtuaron apenas el estrepitoso estruendo que los ensordeció dentro del Bora.

La ruidosa maniobra y lo abrupto de la secuencia llamó la atención de los oficiales, que habían dejado el patrullero para atender un simple altercado entre vecinos. Subieron al móvil extrañados y salieron en busca del sospechoso Bora, que en ese entonces había alcanzado, al menos, unas cuatro cuadras de ventaja.

En el Bora, los insultos desenfrenados de Nazo desentonaban con el silencio y el paralizante asombro de los demás. Frenó de golpe unos metros más adelante y mientras bajaba del auto gritó: – Corran, la policía va a llamar una ambulancia. –  y echó a correr cruzando la avenida, al tiempo que gritaba – ¡Corran! ¡Corran!

El tano y el Gaita bajaron del auto con los bolsos y corrieron hasta la esquina, donde giraron hacia el lado opuesto que Nazo. En el Bora quedaba el gordo en el asiento de atrás, con la cabeza apoyada contra la ventanilla, empañada por el jadeo, y sus manos presionando la herida del pecho, como le pedía el Pira, que bajó último del auto, sin dejar de mirarlo, caminando lentamente hacia atrás y guardando el arma en el bolso. Cuando el patrullero estaba a unos metros, y antes de girar y salir corriendo, el Pira gritó, sollozando y agarrando con fuerza los pelos de su cabeza – ¡Gordo pelotudo, mirá lo que me hiciste hacer! ¡Mirá lo que me hiciste hacer Gordo!