Si bien el horario de trabajo en el correo es bueno para poder llevar a cabo otras actividades, a Julio el tiempo nunca le alcanzaba para mucho. Una tarde, antes de llegar el verano, se encontró frente a su último dibujo realizado sobre el escritorio de EncoteSA. En el diseño, una isla asimilaba una silueta femenina, con un evidente estado de embarazo; y desde una recóndita bahía, una incesante cantidad de embarcaciones partían, hasta desaparecer en altamar, donde las figuras, ya mínimas, parecían ahogarse en el horizonte.
Despachó el último informe de telegramas y certificadas, y dejó libre de trabajo la entera superficie del viejo escritorio. Como si el tiempo corriera, abrió parsimoniosamente el primer cajón para sacar su carbonilla y firmar su último trabajo. Cerró bruscamente su carpeta, y el eco de las tapas de madera resonó en sus oídos, como las matinales campanadas del colegio contiguo a su casa llamando a los alumnos a clase, y a él, a levantarse para no llegar tarde a la oficina.
Julio había recibido el telegrama. Nadie lo sabía, él nunca lo había comentado. No hablaba demasiado, trabajaba mucho y dibujaba por demás cuando tenía sus respiros. Julio era, aunque no quisiera aceptarlo, un artista, un virtuoso desperdiciado en la soledad de una interna oficina de correos. Cuando las puertas al público se cerraron, él ya había retirado el vidrio de su escritorio. Se quedó sentado un momento observando todos los dibujos que descansaban en el mueble desde hacía tiempo, y antes de abandonar el despacho corrió las cortinas que siempre colgaron a sus espaldas.
Era noviembre. Se iba de EncoteSA después de veintisiete años de trabajo y de haber llegado a su puesto con apenas cuarenta y cinco de edad. Veintisiete años y más de cien trabajos distribuidos por toda la oficina de correos de la avenida Libertad. Comenzó a recorrer los dibujos como una retrospectiva de algo que nunca sucedió. Empezó por el ángulo superior izquierdo de su escritorio, donde una hoja de bordes amarillentos retrataba en ese mismo escritorio a don Ricardo y su pipa, su primer jefe. El último buen jefe que había conocido. Fue observando cada dibujo antes de despegarlos cuidadosamente de la interminable superficie de nogal del histórico escritorio. Las rejas de las cajas de atención al público, donde estuvo alguna vez, también estaban ahí, vistas desde adentro, con un jardín interminable al otro lado. Algunos viejos clientes, algunos viejos empleados que todavía venían a visitarlo de cuando en cuando, lo llamaban Don Julio. Era licenciado en filosofía, pero muy pocos conocían su título, como su apellido, que hubiera sido anónimo de no ser por su sello “Julio D. Lira – jefe zonal a cargo – EncoteSA”
Solía vestir bien, aunque en ocasiones, sin descuidarse al extremo, adquiría una imagen bohemia que casi pasaba desapercibida. Esos días se quedaba hasta tarde, y dibujaba mucho. Al día siguiente algún nuevo diseño se descubría en el lugar, en ocasiones más de uno.
Era muy inteligente. No le costaba aprender nada y se adaptaba con facilidad a los cambios tecnológicos. Eso sí, los cambios de manejos en la superioridad, que notoriamente iban contra sus ideales, y en detrimento del bienestar general, no le eran fácilmente asimilables; le causaban largos dolores de cabeza que lo extenuaban al punto de tomarse un par de días para volver, y al presentarse nuevamente pedía disculpas a cada uno de sus empleados.
Era un buen hombre. Sabía un poco de todo y mucho de nada. Conocía lo necesario y el resto lo creaba de la nada, improvisaba hasta que todo funcionara como correspondía. Siempre consultaba a todos sus empleados y no tomaba decisiones hasta no conseguir un importante consenso. Hablaba poco, y escuchaba demasiado.
Soportó varios cambios de gobierno y muchas más injusticias. En esos momentos dibujaba día y noche, como la gran rebelión que colgaba detrás de su puerta, o dramáticas y románticas imágenes sociales que guardaba en sus cajones.
En la pared posterior de la oficina había unas cortinas que siempre permanecieron cerradas. Algún indiscreto del personal de limpieza había comentado alguna vez, que detrás de ellas había un óleo de una ventana, que Julio habría realizado cuando le adjudicaron la oficina. Nunca lo había visto nadie.
Julio era simple y alegre, pero guardaba algo para sí. ¿Qué habría sucedido si hubiera mencionado en voz alta que todo lo que había logrado era su peor pesadilla, que estaba prisionero en un sitio imaginario del que no podía escapar? Tal vez varios hubiéramos sentido lo mismo, y él no era tan soberbio como para menospreciar las ilusiones de los que todavía creen que seguir un conjunto de reglas impuestas, entrelazadas cuasi racionalmente entre sí, puede solucionar sus vidas y satisfacer sus aspiraciones.
Julio siguió dibujando hasta esa tarde. Hasta esa noche, porque no se fue de su oficina hasta bien entrada la madrugada. Todos hubieran dicho que era una nueva injusticia, una terrible sinrazón, que le arruinaban la vida a una persona excepcional y hasta con seguridad, sus empleados hubieran tomado cualquier medida para modificar la decisión de los nuevos empresarios. Pero de nada hubiera servido. Julio estaba agradecido en su silencio. Esa noche, se llevó del correo todos sus diseños en varias cajas de archivo de EncoteSA ordenados cronológicamente.
Todos sus empleados se enteraron de su partida la mañana siguiente. Toda la oficina se encontraba desprovista de imágenes. A medida que los empleados llegaban, iban ingresando a su despacho con extrema curiosidad. Las cortinas de la pared estaban por primera vez corridas. Detrás de ellas una imponente ventana daba al mar con una vista increíble e innumerables detalles casi imperceptibles. Algunas ramas de cipreses apenas entorpecían la vista de la costa y escondían embarcaciones que comenzaban a perderse en lo difuso del horizonte. En el extremo del muelle se alcanzaba a reconocer a Julio, cargando alegremente sus cosas en una embarcación azul. Unos metros más atrás, bajo una sombra que dividía el muelle en dos mitades, se alcanzaba a descubrir de espaldas, como si el futuro hubiera estado siempre ahí, la silueta de cada uno de los que iba ingresando a la oficina, exactamente en el mismo orden que llegaban. Todos, aún de espaldas a ellos mismos, se mostraban ineludiblemente tristes, y arrastrando cada uno en su tobillo una especie de grillete que los unía entre sí.
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