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lunes, 23 de agosto de 2021

Extraños hábitos (Cuento)

El color rojizo del amanecer invadía la habitación del Petit hotel cuando ella abrió los ojos. Un aroma a primavera, verde, fresco, que ingresaba desde los malvones que espiaban por la ventana, se mezclaba con el olor a madera lustrada de la habitación y el perfume a lavanda que aromatizaba el ambiente.

Se enrolló con las sábanas hasta el cuello, se acomodó de costado y se quedó inmóvil, observando al hombre con quien había compartido la noche.

Se sentía bien. Maravillosamente bien. Tanto que le avergonzaba saber que se le notaba en el rostro, sin que pudiera hacer nada para ocultarlo. Debía remontar sus recuerdos hasta la adolescencia para poder suponer siquiera una noche semejante, tan alegre, tan sensual y espontánea. Una noche tan excepcional que le permitió atreverse a dormir con un desconocido. “¡Pero qué noche increíble!” pensó de inmediato.

Él dormía profundamente. Mejor así. Podía entonces recorrer con detenimiento cada detalle de su rostro en reposo, descubrir las líneas de su cuerpo cubierto hasta la cintura por la ropa de cama, y enternecerse con esa postura casi fetal, aferrándose a la almohada como si en ella hubiera encontrado su amante ideal. “Ojalá hubiera despertado así, enredada entre sus brazos”. Imaginó ella. Pero si esa situación se hubiese presentado, difícil hubiera sido poder levantarse sin despertarlo; y ya era muy tarde para ella, que debería haber regresado la noche anterior.

De un momento a otro, el sol declararía la llegada definitiva del día y podrían notar su ausencia.

Destapó su cuerpo desnudo y se fue acomodando lentamente, hasta que pudo levantarse sin haber hecho movimientos bruscos, que pudieran interrumpir el sueño de su acompañante.

Algo encorvado, como si de esa forma las maderas del parqué reconocieran que no debían crujir, llevó su cuerpo hasta la silla, donde anoche dejó su ropa de calle y su enorme cartera tipo bolso. Recogió todas sus pertenencias, las apretó contra su vientre para que nada cayera y llevó todo hasta el baño, para poder vestirse sin temor a que su amante soñado pudiera escucharla y despertase sorprendiéndola en pleno plan de huida.

Buscó su celular en el bolsillo de la cartera para mirar la hora. Eran las 6:30. Demasiado tarde para llegar vestida con ropa de salida. Abrió el bolso y sacó una muda que llevaba guardada y metió toda la ropa de la noche anterior. Apenas pudo cerrarlo, pero lo cerró.

Cuando iba a comenzar a vestirse redescubrió, después de mucho tiempo, la imagen de su cuerpo en el espejo. Se tomó un momento para contemplar la devolución.  Se veía hermosa. Se gustaba. Le gustaba lo que veía. Se observó de frente y perfil. Se miró los pezones, los pechos; se sorprendió de encontrarlos todavía vivos y alegres. Se estudió el abdomen, que cargaba unos centímetros más de lo que suponía pero que no quedaban nada mal. Creía, incluso, que estaba más bella que hacía 10 años, cuando acusaba 30 y estaba convencida que la debacle resultaba inminente e inevitable y se castigaba con dietas y ejercicios de todo tipo.

Estaba, en ese preciso momento, descubriendo en ella una mujer de verdad, una mujer bella, sensual, una mujer de 40 años más viva que nunca.

Hubiera continuado con su Tratado topográfico, pero no podía perder más tiempo y comenzó a vestirse de inmediato como si acabara de salir de un trance hipnótico.

Por la aplicación del celular solicitó un auto, que llegaría en 10 minutos en la puerta del Petit hotel.

Asomó su cabeza desde la puerta del baño para observar cómo dormía, totalmente inconsciente, el culpable de su sonrisa irrevocable después de tantos años. Comprendió que no podía desaparecer de esa manera, sin dejar algún rastro que le permitiera, de ser posible, revivir esa historia, breve por ahora, sin dejar un contacto, una esperanza para que esa noche maravillosa y mágica, representara mucho más que un idílico sueño.

Dejó su número de celular anotado en un papel que pegó en el espejo. “Tal vez no pueda responder de inmediato, pero moriría por tener noticias tuyas! Escribió debajo del número.

Se alejó un poco del espejo para verse de cuerpo entero. Ya no era la misma. Esa mañana estaba segura de recordarse así para siempre. Emprolijó su hábito y mirándose fijamente a los ojos, se colocó la toca con la cofia encima. Estaba lista.

Cargó su bolso al hombro, abrió la puerta de la habitación silenciosamente, con el mayor de los cuidados y, ya afuera y antes de cerrar, echó tal vez la última mirada sobre su Adonis Durmiente.


lunes, 2 de agosto de 2021

El último reino (Cuento) - (¡¿de hadas?!)

El poder de la ambición y las artes oscuras fueron más fuertes que este humilde príncipe que coqueteó, sin tomar verdadera conciencia del umbral que franquearía, con los poderes de los magos blindados. Me ofrecí gentilmente a enfrentar sus batallas con mi ejército de voluntadores y, tras salir victorioso de todas las batallas, el temor se apoderó de los villanos ocultos que convivían en palacio y me juzgaron en obsceno juicio una noche, cuando la conquista de los reinos prometidos se había hecho realidad ante los ojos del mundo.
Tras haber sido desterrado del reino de la luz azul, fui asilado en los bastiones de la creación, donde la resistencia se congrega bajo las enseñanzas de ancestrales maestros, y bajo la protección de los Dioses de la palabra, las artes y la magia simple.
Viajé por tierras desconocidas y descubrí costumbres milenarias, transité noches de más de 20 horas con amaneceres tenues y efímeros, siempre con las inevitables maldiciones a cuestas, de mis traidores oscuros, y una última esperanza de convertirme en, apenas, un maestro de la resistencia, donde todo es posible y la felicidad consiste en la belleza de vivir, mientras se acicala la existencia del universo con la exteriorización de sus poderes.
Recluida en un poblado concurrido, del otro lado de la ría, al sur del reino opulento de los aires grises, una innegable realeza se desempeñaba en diferentes artes para poder sobrevivir, y alimentar a su príncipe pequeño que intentaba encajar en el nuevo mundo.
Cuando buscaba la tierra donde consolidar mi existencia, ya alejado de mis viejas batallas, el destino permitió que alojara un tiempo mi nueva identidad en la posada rivereña, donde depositaba su historia aquella reina, cierta y humilde, desconocida hasta ese entonces por este despojado.
La reina pequeña, abandonada por su rey guerrero al mando de su ejército de los sangrientos de Beraza, y después de haber dado a luz a su primogénito, había sido despojada de su reino, mientras todo su poder era absorbido por los ambiciosos seres del maléfico Lord Ka.
La necesidad de acercar utopías y realidades a un lugar de encuentro hizo que descubriera de inmediato, en la primera mirada de la reina Lar, el sitio exacto del universo donde las posibilidades se aproximaban a una colisión de destinos, que pueden conformar ese reino perdido del que los maestros suelen tomar su sabiduría.
Resultaron innecesarios los ejércitos y las batallas para que el destino de un nuevo reino comenzara a tomar forma entre ese encuentro de universos. La creación comenzaba a imponerse sobre las conquistas de los intereses oscuros de la existencia, y una nueva era asomaba como cierta, encabezada por este despojado príncipe y la reina pequeña.
En poco tiempo se conformó, casi sin proponerlo, el reino de la última creación, el reino de un equilibrio vacilante, que se radicó en los alrededores del viejo mundo y comenzó a crecer a velocidades impensadas, dando lugar a la nueva era, la era del florecimiento.
Era de prever que las noticias llegaran a oídos oscuros y que ejércitos se lanzaran a la conquista o destrucción de todo lo que pudiera eclipsar sus monarquías. La reina pequeña, y su príncipe Lamour, me abrieron las puertas para concebir juntos el nuevo destino, y el reino creciente comenzó a evitar los ataques esperados y a desbordar de crecimiento, alertando así a las fuerzas de los viejos reinos sobre algo nuevo y desconocido que se estaba gestando.
El nuevo reinado, que llevaron a cabo este despojado y la reina pequeña, se concibió como un reino sin reyes y logró lo que nadie hubo de lograr jamás en la historia del viejo mundo. Todos los reinos existentes se unieron, firmaron un pacto de no agresión entre sus territorios, y otro de unión total de sus fuerzas para la conquista del nuevo reino.
Una noche de verano rodearon las tierras del nuevo reino sin que nadie lo advirtiera. Se presentaron todos los ejércitos habidos, los magos negros de cada tierra y los brujos reales de cada monarca. Dioses oscuros tomaron los cielos y fuerzas invisibles se adentraron al territorio para invadir desde el interior el nuevo mundo. Antes que el sol pudiera nacer en el horizonte, atacaron con todas sus fuerzas y todos sus ejércitos. Invadieron a ciegas el territorio desconocido, destruyeron toda edificación que encontraron, y arrancaron cada corazón que latiera. Se lanzaron las pócimas más inimaginables y los hechizos y maldiciones mas terribles y duraderas. Los dioses oscuros pusieron fin a la batalla limpiando el territorio a fuerza de tormentas, rayos y vendavales, hasta que el sol comenzó a ponerse por detrás del mar. Lo primero en verse fueron las barcas de pescadores, sanas y salvas, volviendo a la costa junto a los Dioses de la palabra, las artes y la magia simple. Llegaron a la orilla y tocaron tierra con su ejército de hadas, que ayudaron a limpiar los aires grises que la noche había dejado sobre las nuevas tierras. Cuando la luz del sol despertó al reino, los ejércitos más feroces yacían desparramados por todo el territorio. Los trajes guerreros con sus distintas insignias se encontraban repartidos en la tierra, sin ningún cuerpo en su interior. Cetros de hechiceros y trajes de magos negros se encontraron en los alrededores, cubiertos de cenizas púrpuras y despidiendo vapores hediondos. Los primeros en despertar alcanzaron a ver las últimas imágenes de la batalla, antes que todo resto se desvaneciera mágicamente. Por lo demás todo se encontraba intacto. Entre los madrugadores pobladores, este despojado príncipe y la reina pequeña le comunicamos a Lamour que Florencia, la nueva era que tanto habíamos ansiado, acababa de llegar al nuevo mundo, donde todos somos reyes de nuestro destino.
Se supo que en los viejos reinos se vivieron momentos tensos, de cambios inesperados. Las monarquías todas habían perdido, quien sabe dónde, cómo y porqué, la totalidad de sus ejércitos, sus armas, y sus magos y hechiceros; los reyes perdieron su poder y los pueblos dejaron de servirles.
Después de Florencia, el nuevo reino se extendió mágicamente a través de la tierra. El viejo mundo quedó atrás, en la historia oscura y no deseada de las eras del pasado, y una nueva generación de maestros comenzó a intentar, de este mundo, un lugar semejante a lo inmaculado.

La medalla (Relato de un objeto)

Recuerdo enseguida a mi abuelo en la playa. Parado observando el mar, sentado jugando al truco con su grupete de amigos de todos los veranos. También se me presenta en casa, en las cenas de los fines de semana, en la época donde todos los sábados se cenaba en casa, con más de 15 invitados y hasta quien apareciera por casualidad. Recuerdo cientos de momentos con mi abuelo Osvaldo, pero siempre, en algún instante de esos momentos mi abuelo llevaba su mano al pecho y acariciaba o frotaba su medallita de oro. Era una medalla con la virgen de la medalla milagrosa, redonda, sencilla, simple. De un lado la medalla la virgen María sobre el mundo, con sus manos abiertas. Del otro lado la inicial de Maria con la cruz de su hijo, y la imagen del sagrado corazón de Jesús y el inmaculado corazón de maría.

También recuerdo el empeño que le ponía, de tanto en tanto, algún sábado por la mañana, cuando desplegaba todo lo necesario para limpiar y lustrar la medalla una y otra vez.

Esa medalla redonda, siempre brillante y siempre presente en la imagen de mi abuelo, me fue obsequiada tras su partida, para llevarlo conmigo siempre, hasta dónde yo decida que me acompañe. Sería grandioso poder dejarles la historia hasta ahí, donde la medalla de mi querido abuelo-padre, Osvaldo Valledor, hubiera quedado en mi pecho para siempre, o al menos hasta hoy. Es verdad que de inmediato la medalla paso a colgar de mi cuello para nunca más salir de ahí, pero fue a los pocos meses que un día la medalla desapareció de la cadena que la sostenía y nunca más pude encontrarla. El ganchito que cerraba la cadena estaba algo defectuoso, lo que provocó su apertura y permitió la liberación de la medalla milagrosa quien sabe a dónde. La cadena quedó colgada de mi cuello como si nada hasta que, como hacía mi abuelo constantemente, quise tocarla para recordarla o sentirla presente, y fue ahí que noté la cadena colgando de mi cuello, abierta, sin dije alguno. Lloré. Lloré mucho hasta que logré convencerme de que no fue mi culpa y que, tal vez, así debía ser.

Hace unos días, 6 años después de aquel momento, cuando mi esposa salió a recibir un pedido de la verdulería a la puerta de calle, alcanzó a ver algo que brillaba al lado de la bolsa de verduras. Lo levantó y observó que era una medalla. Redonda, brillante, con una imagen de una virgen. La dejó en un rincón de la mesada, pensando en limpiarla, para después obsequiármela, pero la encontré esa madrugada cuando, desvelado, me había levantado de la cama para beber algo. Mi sorpresa fue increíble. No era la medalla de mi abuelo, pero se parecía muchísimo. Era la virgen de la medalla milagrosa, la misma que la medalla de mi abuelo, sin bordes, redonda, la misma medalla. Al girarla para ver el dorso me encontré con una imagen distinta a la que esperaba, en ese reverso no se encontraba la inicial de María ni los corazones que llevaba la medalla de mi abuelo Osvaldo. Esa medalla, llevaba en su reverso otra virgen, la virgen del Carmen. Esa aparecida medalla, traía en su anverso la virgen “María” y en su reverso la virgen “del Carmen”, esa medalla que me recordó a mi abuelo Osvaldo, que me hiso sentir, como una señal divina, que el destino quería que continuara recordando a mi abuelo, me estaba haciendo sentir entonces, que mi madre, María del Carmen, quien 9 meses después de la partida de mi abuelo, su padre, también se fue de este mundo, quería también estar presente en ese recuerdo.

Hoy tengo esa medalla guardada, esperando limpiarla y pensar que hacer con ella. No sé si es importante lo que vaya a hacer, si la cuelgo de cuello para siempre o no, pero lo que si sé es que las casualidades no existen y las medallas no son tan importantes como los recuerdos que llevamos, no colgados de nuestro cuello, sino, colgados de nuestra memoria.

jueves, 22 de julio de 2021

La mala compañía (Cuento)

Quería volver a ser libre como antes. Como cuando éramos niñas y no había miedo a nada, y nos medíamos en el marco de la puerta para ver cuanto crecíamos, y nos pesábamos en la balanza del baño, y nos cambiábamos mil veces frente al espejo detrás de la puerta, y cantábamos y bailábamos durante horas y horas.

Pero yo no era tan fuerte. Ella me lo repetía una y otra vez —Claudia, si no hacemos las cosas con disciplina estamos condenadas al fracaso—. Yo creía que estaba en lo cierto, yo me encontraba desbordada y la culpa me angustiaba tanto que no me permitía relajarme. Volví a entrenar cuatro horas por día, a seguir una vida saludable, comer sano y lo necesario. No íbamos a darle lugar a aquellos que buscaban sabotear nuestros proyectos. ¡Si no hacíamos mal a nadie!

Poco a poco me alejé de todos los que me juzgaban y pudimos continuar con absoluta disciplina nuestro estilo de vida. Nos habíamos ido a vivir solas, y por unos meses nadie nos molestó. Podíamos hacer nuestros ejercicios, comer como quisiéramos, y ver como alcanzábamos nuestros objetivos, como día a día nos acercábamos a ser como queríamos.

Una noche descubrí mis uñas azules y comencé a pintarlas de bermellón, cuando ella volvió a pelear conmigo. Esa noche quise llorar, desaparecer, que el suelo se abriera justo bajo mis pies y me disfrazara de catástrofe. Quise gritar, pero no pude. Hasta ahí había conseguido ser la chica saludable que entrenaba a diario y seleccionaba exhaustivamente los alimentos a ingerir. La chica a la que pedían consejos sobre como obtener la figura deseada sin necesidad de tener un título de nada. Pero ese día quise bajar los brazos y abandonar todo. Me miré al espejo mientras me gritaba las peores cosas que podía escuchar. Que no era una mujer fuerte, que era la peor de todas, como lo había sido siempre y lo seguiría siendo. Que debía darme cuenta de que nadie me quería, que nadie se preocupaba por mí, que era una mujer horrible y que todo aquello que pensara o hiciera, como siempre, estaría mal.

El día siguiente no salí de casa. No pude casi levantarme de la cama. Me sentaba en el borde para verme en el espejo y las lágrimas comenzaban a querer brotar de mis ojos, pero no salían. Como no salían mis gritos, ni mis palabras. Solo escuchaba sus reproches y sus críticas sobre lo mal que hacía todo. Así transcurrió ese día, sin levantarme de la cama hasta que volví a acostarme por la noche, sin sueño, con hambre, con un frío que helaba los huesos y una ansiedad brutal. Antes de dormir, y mientras escuchaba una y otra vez las frases más horribles y denigrantes, me prometí, al menos, no volver a las cuatro horas de ejercicios todos los días.

Alcancé a darme cuenta de que la risa ya no era algo que surgiera de mí, ni siquiera para satisfacer a otros. Que mis acciones todas se habían vuelto irritantes, que me había convertido en una obsesiva y que no había nada en el mundo que pudiera satisfacerme. Todo lo que vi de mí cuando cerré los ojos me asustaba, y parecía peligroso. 

Creo que una gran parte de lo que sucedió luego fue un sueño. No sé si fue a la mañana siguiente o al despertarme que volví a convertirme en una criatura pequeña. Un bebé que no podía más que observar e intentar entender lo que sucedía. Estaba segura de haber nacido prematura, o algo así.

El cielo raso absolutamente blanco era lo único que podía observar. De vez en cuando alcanzaba a intuir los azulejos blancos de las paredes y conseguía sentir partes de mi cuerpo, que aún no conseguía controlar. Cada tres horas conectaban un aparato a la cánula que salía por mi nariz. Después de un rato un intenso dolor me hacía reconocer geográficamente donde quedaba el estómago. Por momentos creía estar recordando una extraña vida anterior, pero no estaba segura. Después de ser desconectada volvía a dormirme hasta, casualmente, un rato antes de que todo vuelva a suceder. Nunca supe si era de noche o de día. Cambiaban mis pañales cada vez que despertaba y lavaban mi cuerpo con toallas húmedas. Pasados tal vez un par de días, creí haber aprendido a girar la cabeza, entonces comencé a descubrir lo que me rodeaba. Tres enfermeras se turnaban para estar a mi lado constantemente, me tranquilizaban, acariciaban mi frente y me hablaban tiernamente, pero no alcanzaba a entender lo que decían.

En un momento logré estar despierta las tres horas que separaban una ingesta de sonda de la siguiente y pude comprender que no eran recuerdos de otra vida. Era yo, Claudia, pero no podía estar completamente segura, todavía mi cabeza no estaba preparada para saber. Alcancé a escuchar a la enfermera de la noche cuando me decía, «¿Cómo te pudiste abandonar tanto como para llegar a esto?». Quise pedirle que me explique, pero todavía no podía hablar. Fue entonces cuando ella regresó, asomó por la puerta de la habitación y mi cuerpo inerte se tensionó. —¡¿Ves que sos débil?! Sos una perdedora, una traidora que nunca va a poder conseguir nada— me dijo desde la puerta antes que mi cuerpo comenzara a convulsionar. 

La enfermera se sobresaltó y pidió ayuda. Yo no podía dejar de moverme, quería levantarme y correr, pero mi cuerpo no respondía. Comenzaron a llegar los médicos y ya no recordé más nada.

Desperté en una habitación más agradable. Yo era la misma de siempre, pero no era exactamente la misma. Me pude sentar en la cama. Esa cama era mucho más confortable que la anterior y no había alrededor tantos aparatos. Apenas uno pequeño en la mesa de luz, el cual reconocí que era por el que me alimentaban. Las paredes estaban empapeladas de colores sobrios, entre blancos y amarillos suaves, la iluminación era de spots de led que podían variar su potencia, tenía una televisión, una pequeña biblioteca con libros, cuadernos y lápices y una hermosa ventana que daba a un parque.

Comencé por recordar mi promesa de no volver a las cuatro horas de ejercicios diarios, e intenté hacer memoria sobre cuándo había sido la última vez que había conseguido reír, cuando había sido la última que cené con amigos, o la última que besé a alguien, o la última vez que pude sentirme viva, plena, libre. De repente lo comprendí todo, comprendí que mi cuerpo había dicho basta con sus apenas 22 años, que lo estaba desapareciendo y que yo ya había desaparecido hacía tiempo.

La enfermera se alegró de verme despertar. Se dio cuenta que había vuelto a ser yo, la Claudia más parecida a la de la infancia, pero una Claudia adulta, que ya podía entender las cosas. Ese mismo día me presentaron a todos los médicos que se ocuparían de mí. Una psicóloga, una psiquiatra, 5 enfermeras que se turnarían, una nutricionista y un masajista.

Supe que la libertad que alguna vez tuve aún estaba lejos de recuperarse. Desde ese día me acompañan las 24hs. He resignado mi intimidad por completo y he perdido el derecho de dormir o ir al baño sin compañía. Al menos aceptaron quitarme la sonda y comenzar a ingerir alimentos líquidos hasta que pueda tolerar sólidos.

Ya estoy a medio camino de conseguir el alta, pero no será todavía una victoria. Todos los que me conocen ya están informados de mis problemas y de como deben tratarme y cuidarme para poder estar a mi lado, y tendré que acostumbrarme a estar vigilada las 24 hs del día. 

Es una la que tiene que aprender a decir basta y comenzar a cambiar, de lo contrario nada sirve. Anoche, mientras la enfermera se ausentó un instante, ella volvió. Quiso que escapemos de la clínica. Yo no iba a permitir que estos 9 meses de sufrimiento se desvanezcan por volver a hacerle caso, así que preferí evitarla y hacer oídos sordos. Se enojó, y como siempre volvió a basurearme de todas las formas que existen, desde débil y fea, hasta gorda que nadie podrá querer en su vida. No reniego tanto ya de mis 55 kg, y sé que cada tanto ella va a venir a buscar que la acompañe. Pero tal vez algún día pueda hacerle entender que no tiene nada de razón, y deje de molestarme. Tal vez, puede suceder, que nunca pueda hacerle entender nada, y entonces deberé aprender a evitarla, para que no pueda volver a molestarme.

lunes, 19 de julio de 2021

Buscando a Suárez Junior (Cuento)

—…cuando termine el año te voy a atajar un penal— dijo el profesor Suárez—. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— dejó en claro, con su dedo índice levantado. 

El destinatario del desafío había sido el «Buiti». Todavía no llegábamos a junio, y el profesor de matemáticas del último año de secundaria ya estaba cansado de escucharnos hablar de fútbol durante las clases. Al principio se hacía el distraído, después comenzó a llamarnos la atención y una noche de mayo de 1994, cuando casi terminaba de dar su clase, suspendió todo y lo increpó al Buiti cuando alardeaba de un tiro libre al ángulo que había hecho el domingo anterior.

—A vos, cuando termine el año te voy a atajar un penal. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— remató. Todos quedamos quietos entre desconcertados y a punto de morir de risa a carcajadas. Todos menos el «Buiti», que escuchó el desafío esperando alguna represalia importante después de esa sentencia del Profe Suárez.

—¡Pero por favor, chicos, el que los escucha no entiende como el «Coco» Basile no los lleva a la selección! Yo en mi época fui arquero de Estudiantes de Bs As y de San Telmo, pero nunca escuché a un jugador de fútbol alardear como lo hacen Uds. desde que comenzó el año. ¡…y miren que me encanta hablar de fútbol!—

Esa noche, en el «Rancho» de Avellaneda, como le decíamos a la escuela República de Colombia N°12 de Bs As,  terminamos estallando a carcajadas junto con el Profe Suárez y el «Buiti». Relegamos las matemáticas por completo hablando todos de fútbol y escuchando anécdotas del Profe en sus años de jugador.

Del «Rancho» salíamos casi a medianoche, y el Profe Suarez, que creíamos cargaba con más de 80 años, subía a su Peugeot 504 naranja, lo ponía en marcha y tacatacatac tacatacatac taca taca taca brummmm brummmmm bruuuuuum y se perdía en la oscuridad de la calle Pitágoras antes que llegáramos a la esquina.

Siempre que nos reunimos con los chicos es inevitable recordar al Profe Suárez. Siempre vestido de traje, con su pulserita y su reloj dorado, y la infaltable carterita abajo del brazo que llevaba a todos lados. En su cara las marcas del tiempo eran increíblemente profundas, eran heridas, surcos sin fondo, y el pelo fino y lacio, algo desprolijo y todavía oscuro a pesar de las canas, siempre estaba un poco largo por detrás.

Desde aquel día el Profe Suárez se convirtió, además de profesor, en un compañero más. Nos daba las matemáticas como correspondía, pero los viernes por la noche la clase se convertía en una cátedra de futbol. 

Entrábamos al rancho a las 20:00 y salíamos a las 23:30. El Buiti, el Juanca, el Colo y yo muchas veces nos encontrábamos a la tarde en el terreno de al lado del colegio, donde había 2 canchas de fútbol 7, en las que jugábamos con equipos de otras divisiones del «Rancho». Muchas de esas veces jugábamos por plata, y en general recaudábamos para la salida del viernes después de clases.

El «Juanca» era el 5 que hacía la pausa y pensaba la jugada, mientras el «Buiti» se impacientaba insoportablemente pidiéndola arriba una y otra vez; siempre jugó de 9, no lo corrías del área ni con un rifle. El «Colo» se movía un poco por mitad de cancha y daba una mano como stopper, en general la mano era procurar que no se la pasaran al delantero rival, cueste lo que cueste. Algún invitado ayudaba en mitad de cancha al «Juanca», y yo veía todo desde el centro de los 5 metros de arco, defendido por el gordo Mendizábal y algún otro que siempre rotábamos.

Los partidos de fin de año fueron los mejores. Habían cerrado las notas del año y como despedida nos despachábamos con maratones de partidos donde recaudábamos como nunca. Una de esas «tardes noche» de noviembre, mientras estábamos pateando entre nosotros, se escuchó el ruido destartalado del 504 naranja del Profe Suárez, que sin bajar la velocidad estacionó el bólido de trompa, en 45 grados, en la puerta del rancho. Bajó del auto bien vestido como siempre, cerró la puerta con llave y las guardó en la carterita que se puso abajo del brazo, probó que las cuatro puertas estuvieran cerradas, y con una sonrisa enorme, se acercó al trote hasta donde estábamos nosotros.

Se dirigió directamente al primer palo del arco y dejó su carterita en el suelo. Se quitó el saco y los anteojos y acomodó todo sobre la carterita. Mientras se arremangaba la camisa celeste me sacó del arco y le gritó al «Buiti» que lo miraba con la pelota debajo de su suela derecha.

—¡A ver esos chutazos, Buiti!— dijo sonriendo— ¡Lo prometido es deuda, eh!— Le gritó el Profe Suárez mientras ya se paraba en el medio del arco, con las rodillas apenas flexionadas y golpeando sus cuádriceps con las palmas de las manos.

Toda la secuencia resultaba increíble. Desde que apareció el 504 naranja hasta que el profe se paró en medio del arco, todos quedamos expectantes recordando inevitablemente aquella promesa de principios de año. Jamás se nos ocurrió que algún día el mismo Profesor viniera corriendo a querer cumplirla. Lo ovacionamos todos con aplausos y carcajadas. El profe Suárez era un genio. Todos estábamos asombrados y emocionados con la idea de cumplir la promesa.

—Le doy tres posibilidades, profe. Si ataja al menos uno, gana usted.— Le gritó confiado el «Buiti» acomodando la pelota en el punto del penal.

—¡Dale, paspado! ¿Qué tres posibilidades? Pateá uno solo que te lo atajo rápido y me voy a pasar las notas. Me está esperando la Rectora. ¡Dale, dale!— Lo apuró, mirándolo fijamente mientras frotaba sus palmas y volvía a golpearlas contra sus piernas.

La cara del «Buiti» cambió por completo y todos hicimos silencio. El «Buiti» era calentón, lo sabíamos todos, y esas palabras no le cayeron nada bien. Acomodó la pelota de nuevo, pero ahora con las manos. Retrocedió unos pasos en silencio, con el ceño fruncido y el maxilar hinchado de tanta presión que le ejercía. Se paró con los brazos en jarra buscando donde ponerla, y cuando soltó sus brazos para comenzar la carrera el Profe Suárez le gritó —¡Dale Buiti! ¡Mirá que te vengo estudiando desde principios de año, eh! Pateá fuerte, como hombre, que esa bocha es mía, eh. ¡Dale, dale!— y extendió ambos brazos a sus costados.

El «Buiti» corrió con furia y le pegó al ángulo con todas sus fuerzas. El profe Suárez saltó como si fuera un resorte hacia el mismo ángulo, con brazos extendidos. Pero cuando ya estaba en el aire, agitó sus brazos, como si fueran alas, y empujándose con el envión y el orgullo estiró su cuello hasta impactar la pelota con su frente y sacarla rosando el palo del arco.

Las casi 30 personas que estábamos presenciando esa proeza inimaginable estallamos eufóricos, mientras el profe Suárez, el «genio» del profe Suárez, caía desparramando su delgado cuerpo en suelo como si de una bolsa de huesos se tratase.

A doce pasos de él, el «Buiti» caía arrodillado, con las manos clavadas en el césped y la cabeza caída entre los hombros.

Todos corrimos hasta el profesor que se levantaba dentro de una nube de tierra, con su pelo todo desprolijo y la camisa rasgada en todo un lateral. Se sacudió en vano mientras todos lo palmeábamos como si acabara de lograr el título del mundo. Levantó un par de piezas de la malla de su reloj, que se desarmó en la caída, acomodó un poco su pelo y se puso sonriendo su saco y sus anteojos, antes de irse caminando a ver a la rectora, con la cara cruzada por dos rayones de tierra.

—¡Bien pateado Buiti!— Le gritó al «Buiti» que no levantaba la cabeza todavía.—¡Bien pateado igual, loco!— Repitió alejándose sonriente con una mano en alto, como si todo un estadio lo despidiera coreando su nombre.

¿Como no nos vamos a acordar del Profe Suárez cada vez que nos juntamos? Desde hace unos años «Juanca» y el «Colo» consideran que esa proeza no puede quedar así, restringida para apenas esas 30 almas que estuvimos ahí presentes. Por eso estamos buscando a su hijo, él tiene que saber quién era su padre cuando no lo veía; y el Profe Suárez, merece que le hagamos conocer a su hijo, y a quien quiera escuchar, aquella heroica atajada de nuestro queridísimo profe Suárez.

sábado, 26 de junio de 2021

Pequeñas historias (de muñecas gigantes) - (Cuento)

—A mí me parece que a Alma la mató la envidia —dijo Juanita, con apenas ocho años y su carita expectante—. En casa siempre dice mamá que la envidia mata, y yo creo que a Priscila la mató la envidia —repitió, apretando la muñeca de trapo entre sus pequeños brazos cruzados, sentada en esa silla negra de cuero gastado de la oficina de la fiscal Arroyo—.

—¡Ella no era buena amiga! —aclaró luego abriendo bien los ojos, con la mirada fija hacia arriba, dirigida directamente a los ojos de la fiscal, que estaba sentada del otro lado del escritorio. Y añadió enseguida—: Además, siempre la retaban porque no prestaba los juguetes. Yo los cuidaba si me los prestaba. Pero, cuando su mamá no estaba, me los quitaba.

—¡No me digas! ¡¿En serio?! ¿Por qué te los quitaba? —preguntó la fiscal.

—¡Porque era mala! —contestó, como si la respuesta fuese obvia—. ¿Por qué va a ser? ¡No quería prestar nada! Siempre lo mismo. La muñeca esa que habla, por ejemplo, la grandota esa que le trajo el tío de otro país… no me la prestó nunca. —Gesticuló como si diera por hecho que esas actitudes, en su amiga, ya no tenían solución—. ¡Igual, yo no es que la quería! ¡Pero me la tenía que prestar! Para que la viera. Si no, ¿cómo sé si es linda o es una porquería? —Sin descruzar los brazos, inclinó el torso hacia adelante, hasta apoyar el pecho contra el escritorio, y, con el ceño apenas fruncido y cierto tono de reproche, aclaró—: Pero ella dijo que yo se la iba a despeinar toda. Pero es todo mentira. Yo le peinaba todas las muñecas cuando íbamos a su casa. Ella se enojaba porque no las sabía peinar como yo. Era envidiosa. Porque yo tengo a mi mamá peluquera y la de ella no sabe hacer peinados, sabe de ropa de mujeres. Nada más. ¡Y de retarla! De retarla porque no prestaba las cosas. Porque las cosas son cosas. ¿Entendés? Si se rompen o algo, se compra otra y listo. Lo importante es jugar con tu amiga.

—¡Claro! —asintió la fiscal—. Por eso, como eran amigas, el otro día, cuando fueron caminando hasta el lago, estaban jugando juntas.

—¡¿Cuándo fuimos al lago?! —se repreguntó en voz alta Juanita, mientras revoleaba la mirada, como pensando, hasta que una leve sonrisa se le dibujó en la cara y respondió—: ¡Sí! Fuimos a jugar con las muñecas. Ella quería salir a pasear y yo fui con ella. Porque Alma no tiene muchas amigas además de yo, ¡¿viste?! Ella hace poco vino a vivir acá. En cambio, yo los conozco a todos, porque mi papá siempre tuvo la casa en el country. Siempre.

—¡Claro! Por eso queríamos que vos nos contaras bien qué fue lo que pasó. Queremos saber, por ejemplo, si estuvieron solas todo el paseo hasta el lago o si algún grande se acercó a jugar con ustedes en algún momento…

—Noooo —contestó de inmediato—. ¡Solas fuimos! No tenemos que hablar con extraños porque no sabemos si son buenos o malos. O si nos quieren llevar. En algunos lados se llevan a los chicos en camionetas blancas y les sacan partes y las venden. Por eso no hablamos con nadie nosotras.

—¡Bien! ¡Muy bien! Es importante que sepan eso. ¡¿Entonces estuvieron solitas todo el tiempo?! —insistió la fiscal.

—Sí. Además, a esa hora todos los grandes se duermen la siesta. —Con una mano haciendo montoncito en el aire y una sonrisa pícara, sentenció—: Si no, ¿cómo te creés que nos íbamos a escapar? ¡No nos iban a dejar que nos fuéramos ni a la esquina!

—¡Claro! ¡Me imagino! ¡Ni a la esquina! —asintió la fiscal, compartiendo las carcajadas con Juanita—. Aprovecharon que estaban solas y se fueron a jugar al muelle del lago —agregó mientras se arrodillaba sobre la silla y, acodándose a mitad del escritorio para estar más cerca de Juanita, prosiguió con cierto aire de confidencialidad—: Ahora contame una cosa: vos, que estuviste ahí y viste todo, ¿cómo fue que Alma se cayó al agua ese día?

—¿Alma? ¡No! La muñeca se cayó.

—¡Pero Alma también!

—No. La muñeca se cayó —volvió a afirmar Juanita, apoyada aún contra el escritorio y, nuevamente gesticulando con una de sus manos abierta, mientras con la otra mantenía su muñeca contra el pecho, relató—: Yo le dije a Alma que era muy grande, porque era casi tan grande como ella. ¡Y muy pesada! ¡Bah, no sé! —repensó mientras dejaba caer resignada su palma contra el escritorio—. ¡Porque no me la prestó! Pero Alma no era tan fuerte como yo. —Y volvió a revolear su mano mientras explicaba—: Además, seguro estaba cansada de llevarla. Por eso yo le dije que la ayudaba y la llevaba un rato yo. ¿Entendés? Pero ella creía que yo la quería para jugar. Entonces me decía que no todo el tiempo.

—¡Ah! Entiendo. Le debe haber sucedido que, de alguna manera, le pesaba mucho. Y entonces se cayó con la muñeca al agua, ¿no?

—¿Vos la conocías a Alma? —preguntó Juanita.

—No, no la conocía. Pero conocí a la mamá y al papá. ¿Vos los conocés?

—¡Claro que los conozco! ¡Mirá si no voy a conocer a los padres de mi amiga!

—Bueno, ellos están muy tristes por lo que pasó el otro día. Como ellos no estaban cuando pasó lo del muelle, no entienden bien cómo sucedió todo. Por eso yo estoy tratando de ayudarlos. Acá, con vos.

—¡Vos tampoco estabas! —exclamó la niña.

—No. Yo no estaba. Por eso te pregunto a vos, así todos podemos saber qué pasó y ayudar a los papás de Alma.

—¿Y cómo los van a ayudar? ¬—preguntó, algo sorprendida—. ¡Si Alma se ahogó! A menos que le inventen un aparato que la haga vivir de nuevo, no la podés ayudar. ¡Mentirosa! —contestó con una sonrisa sobradora por haber sorprendido a la fiscal en el error.

—No. No podemos ayudarlos a volver a tener a Alma. Lamentablemente, no. Pero, si sabemos cómo sucedieron las cosas, tal vez se nos ocurra una idea para que no vuelvan a pasar. Pero para eso necesitamos contar con vos, que sos la mejor amiga y estuviste ahí con ella, para que nos puedas contar lo que pasó.

—¿Y qué va a pasar? Se ahogó porque no sabía nadar. Yo en el colegio hago pileta y nado todo el tiempo.

—Bueno, vamos a hacer una cosa: vos contame todo lo que viste cuando se cayó Alma al agua, así le podemos contar a los padres, y nosotras dos nos podemos ir a tomar un helado antes de que te vayas a casa.

—Nada. Yo le pedí que dejara un rato la muñeca y jugara conmigo; si no, de tanto llevarla, se le podía caer y romper, o algo. ¡O se podía tropezar también! Porque tenía las piernas largas. Pero ella dijo que no, que no, que no… —Volvió a palmear resignadamente la mesa, con la mirada perdida hacia abajo por un instante, y retomó el relato—: Dijo que no se le iba a caer ni nada y que, si se le caía, ella la levantaba y la curaba. Entonces se dio vuelta y se fue caminando por el muelle, y se le mezcló la pierna con la de la muñeca y no sé qué pasó que se cayó al agua.

—¡Uh! ¡Qué terrible! ¡¿Y vos qué hiciste?!

—Yo le gritaba que nadara, que nadara. Pero no pudo. Yo me puse así —dijo apoyando su cuerpo sobre el escritorio y estirando su brazo desde el borde hacia el piso, intentando rescatar algo—. Traté de agarrarla, pero ella estaba agarrada de la muñeca todavía, no le soltaba ni un brazo. Por eso pude agarrar a la muñeca de los pelos solamente, pero a Alma no. Cuando yo salvé la muñeca, ella se fue para abajo del agua y no la vi más. —Se quedó unos instantes apretando los labios—. Yo pensé que estaba abajo del muelle, pero no salió. Entonces fui corriendo a llamar a la mamá.

La fiscal apagó el grabador y abrazó fuerte a Juanita. Lloraron un rato abrazadas, hasta que la fiscal le acercó un pañuelo para que secara sus lágrimas mientras ella hacía un último llamado. Con él daría por terminado el tema y pediría que les avisaran a los padres de Juanita, quienes esperaban en la puerta del juzgado, que la pasaran a retirar en 15 minutos por el patio interno.

La fiscal tomó sus pertenencias, se acercó a Juanita con una sonrisa y, tomándola de la mano con la que no apretaba la muñeca de trapo, salieron de la sala.

—La extrañás mucho a tu amiga, ¿no? —preguntó, condescendiente, la fiscal.

—Sí —dijo Juanita—. Ahora no voy a poder jugar con ella. Y tampoco nunca me va a prestar la muñeca que habla.

—Era linda la muñeca, ¿no?

—Sí. Era relinda. ¡Y gigante!

—Bueno —dijo mientras le acariciaba el pelo—, algún día tal vez tengas una igual. ¡O mejor! ¡¿Quién sabe?!

—¡No! Era linda, pero no voy a querer una de esas.

—¡¿No?! ¿Por qué? —preguntó asombrada.

—Y… ¡mirá si alguna nena me tiene envidia de que la tengo y me empuja al agua!


domingo, 13 de junio de 2021

Ventanas abiertas (Cuento)

Marcos abrió la puerta de su departamento. Después de todo un día de trabajo había llegado. Al ingresar, pensó por primera vez que no encontraba nada interesante al regresar a su casa, nada agradable que le cambiara el ánimo. Al cerrar la puerta se quedó parado, como esperando alguna señal que nunca llegaría. Ni siquiera pudo rescatar esa sensación de haber llegado a su lugar, al menos para sentirse cómodo. Colgó las llaves en el llavetero detrás de la puerta, se quitó la ropa de oficina y se vistió con ropa liviana, puso a lavar su camisa, y se sentó en el sillón con el libro que había comenzado a leer esa semana.

Los días de Marcos no solían ser demasiado sorprendentes, carecían de acontecimientos divertidos o momentos interesantes. Con sus 23 años era una persona extremadamente ordenada, de una educación excelente y una intelectualidad asombrosa, aunque él se encargaba de renegar de ella en cada oportunidad que se la adulaban. Como cada día de la semana, esperaría la hora de la cena mientras leía, y después de comer se acostaría para poder estar descansado al día siguiente y llegar temprano a la productora de su padre, donde se ocupaba, junto con un equipo de profesionales designados, de los análisis de costos de las nuevas producciones.

Esa tarde, mientras leía recostado en su sillón, una fuerte ráfaga de viento abrió de golpe una de las ventanas del departamento. El ruido del impacto de la hoja de la ventana contra la pared lo asustó, y en el mismo momento lo sorprendió el aroma de un aire húmedo y fresco que lo transportó al recuerdo de Celeste. Contrario a su costumbre de mantener las ventanas cerradas, esa vez ni siquiera pensó en levantarse del sillón. Cerró y dejó a un costado el libro que estaba leyendo,  y no pudo dejar de lado la majestuosa maquinaria que ya se había disparado en su cabeza.

Celeste compartía con él el alquiler del departamento desde hacía casi 3 años. Tenían la misma edad y la había conocido en la productora, un año después de haber terminado el secundario. Ella, además de su trabajo en la productora por las mañanas, participaba en una pequeña compañía de teatro con la que daba clases por la tarde, y con la que presentaban algunas obras en teatros pequeños, cuando se presentaban las oportunidades. Hacía más de 6 meses que Celeste se había ido a recorrer ciudades con su compañía y no tenía fecha de regreso.  Habían construido, en gran parte gracias a ella, una relación de amistad inseparable, en la cual Marcos se encargaba de intentar convencerla, una y otra vez, de que merecían ser algo más que esa suma infinita de confidencias y risas.

Hasta la partida de Celeste, lo primero que notaba Marcos cada vez que abría la puerta del departamento eran las ventanas abiertas. Todas. No una ventana o dos; todas las ventanas estaban abiertas. Así solían estar al menos desde el mediodía, cuando Celeste iba a dar sus clases de teatro. Ella insistía en que las ventanas abiertas renovaban la energía, cambiaban el aire y, de alguna manera, conectaban los sueños con la realidad. 

Después de un rato Marcos se levantó del sillón y se dirigió hasta la ventana. Se apoyó en el marco de cara al viento, que entraba con fuerza desde ese anochecer encapotado con la más amplia gama de grises. Recordó, que una tarde similar encontró a Celeste en la misma situación y sostuvo, que pararse ante las ventanas abiertas la hacía recordar, por un lado y siempre con una sonrisa, todo lo que inevitablemente había tenido que dejar atrás; pero también le permitía soñar. Soñar con todas las posibilidades que el tiempo le iba a presentar, hasta poder encontrar de qué se trataba su sueño, y en qué lugar se encontraba, para saber, hacia dónde ir en su búsqueda. Ahora, era él quien comenzaba a recordar lo que tal vez había quedado atrás. Ahora era él quien buscaba, ante una ventana abierta, la oportunidad de juntar el valor necesario para saltar al vacío en busca de sus sueños. Saltar al vacío y volar, volar fuerte. Volar de día y de noche, entre los imponentes rascacielos de la ciudad y sobre las alejadas cabañas en las montañas, volar sobre las aguas cálidas, sobre aguas heladas y mares bravíos, volar sobre los campos verdes, cosechados, o sobre sabanas secas y agrietadas. Pero volar volando, sintiendo el viento transformarnos la cara, volar sonriendo, volar llorando, volar dormido, y dormir volando. Volar con los ojos abiertos o con los ojos cerrados, volar solo, o volar acompañado. Amar volando. Ahora, era él quién decidía recordar, con una sonrisa, lo que inevitablemente comenzaba a dejar atrás. Ahora era él quien dejaba la ventana abierta. Porque esa noche encontró el coraje de saltar por esa primer ventana, y con su vuelo inexperto comenzar a respirar, pero volando, que es la mejor forma de respirar. Volar sin alas, sin penas, volar con la fuerza necesaria para atravesar cualquier muro, cualquier tormenta. Volar en silencio, y volar gritando, para que todos miren hacia arriba, y nos vean volando, no para envidia de alguien; volar, para que sepan todos que se puede volar. Volar con el cuerpo y con el alma. Volar desnudos y volar de gala.

Esa noche Marcos durmió con todas las ventanas abiertas. Por la mañana, con apenas unas mudas de ropa, dejó definitivamente el departamento, volando fuerte; justo antes que lo llamara Celeste.


La reunión de padres (Cuento)

Esa mañana, Mario, no tenía ni la más mínima gana de presentarse en la escuela de Danielita. Se duchó rápido y perdió media hora frente al espejo, mirando y enjuagando su cara una y otra vez, como si el agua, y el mero hecho del transcurso del tiempo, pudieran mejorar su imagen. No había podido dormir en toda la noche. Sus ojos, enrojecidos e hinchados, lo condenaban de cualquier manera. Resignado, volvió a la habitación para vestirse y tomar valor para enfrentar esa reunión de padres. Reunión de padres organizada a pedido de algunas madres, pero que nada tenía que ver con temas que conciernan a la escuela, y menos aún a la totalidad de las familias de 3° grado.

Miró la cama semirevuelta y no pudo evitar pensar en la ausencia de Malena. Ya había pasado una semana sin noticias de ella y Danielita. Llamó varias veces a casa de su suegra para poder comunicarse con alguna de las dos, pero recibió siempre las mismas respuestas, «No es el momento», «Después de lo que pasó necesitan recuperarse», «Cómo podés pretender que te extrañen después de lo que les hiciste. ¡Sobre todo a la criatura, una nena de 8 añitos!»

Moría de ganas de comunicarse con Andrés. Sabía que seguramente se encontraba en una situación parecida a la suya, Silvina también se había ido de casa con su hija, pero él no lo permitió. Fue él quien dejó la casa mientras intenta recuperar a su familia. Recién volvería a ver a Silvina en la reunión de padres, pero ambos tenían la intención de conversar más tarde en un café, para ver como siguen, después de todo lo sucedido.

Le hubiera gustado tener la misma posibilidad con Malena. Pero está convencido que hizo todo mal, y la actitud de ella es mucho más drástica que la de Silvina. Tal vez Andrés no llevara a cuestas los mismos sentimientos de culpa que él, y eso lo haga sentir más íntegro o mejor posicionado.

Salió de la casa con la sensación de que ya no pertenecía a ese lugar. Ni a la casa, ni a la familia que la habitaba hasta hace apenas una semana, ni al barrio… De alguna manera, de la noche a la mañana, parecía haber dejado de ser Mario Marcarián y haberse convertido en una figura pública, del lado bizarro e hipócrita de la ciudad.

Estacionó el auto a poco más de cincuenta metros de la puerta del colegio. Faltaba un cuarto de hora para que comience la reunión de padres, y él no pensaba bajar del auto hasta que estén todos adentro y la reunión haya comenzado. Tendría que pasar ante la vista de todos, soportar al menos sus miradas y, si todos se comportaban respetuosamente, podrían comprender que más allá de los errores que se le pudieran adjudicar, en ningún momento fue intención que las niñas, su hija y la de Andrés y Silvina, tuvieran que ser testigos de cualquier acto impropio que ellos, como adultos, hubieran podido cometer.

Ni Andrés, ni él, previeron que las niñas regresaran a casa antes del final del partido. Se suponía que la niñera las traería más tarde. Tampoco se le ocurrió a la niñera que ellos, por más festejos efusivos que pudieran llevar a cabo, tuvieran la costumbre de mirar los partidos sin ropa. Pero más allá de lo que las niñas pudieran haber visto, lo cual hubiera sido realmente nada en comparación con las barbaridades que tuvieron que escuchar después, no había ninguna necesidad de acusarlos de abusadores o degenerados, como se estaba hablando, ni de organizar esta reunión para estigmatizarlos como personas peligrosas para sus hijos, ni para la comunidad.

Mario sabe, en lo profundo de su ser, que cometió un error que no debió permitirse, pero fue un error que no tenía intenciones de lastimar a nadie. Si en lugar de Andrés hubiera sido Silvina, a quien hubieran encontrado en el sillón con él, no hubieran sido entonces tan exagerados. Tal vez hasta hubieran sido, en algunos casos, todo lo contrario. Algunos lo hubieran festejado, por lo bajo por supuesto, y otros los hubieran señalado con el dedo. Pero de ninguna manera hubieran expuesto de semejante forma lo sucedido, ni ante los chicos ni ante nadie. Bien se sabe, en las puertas del colegio, de un par de madres que resultan por demás cariñosas y amigables con algunos padres, y en ninguno de los casos, necesariamente, se trata de personas separadas. Es verdad que nadie los encontró en circunstancias comprometedoras, pero esas mismas personas, hipócritas e inescrupulosas, son las que con mayor énfasis levantan la voz en este momento, sin importar lo que las hijas de las familias puedan sufrir. 

Desde el auto, observó como abrían las puertas del salón del colegio y hacían ingresar a los padres. Entre todos ellos estaba Andrés, llorando desconsoladamente, compungido, bien arreglado y bien vestido, hasta podía imaginarlo perfumado como siempre, pero desarticulado y tembloroso, casi convulsionando, sostenido por su mujer y alguna otra madre amiga. Algunas madres y padres que ingresaban tras él se sonreían de la situación, o se mordían los labios resignados al show que estaban asistiendo. La reunión de padres comenzaría de inmediato.

Todavía no era el momento de bajar del auto. Mario pensaba en Daniela. Pensaba también en Malena, que seguramente había ingresado más temprano, para no participar del espectáculo más de la cuenta. No podía no pensar en Malena porque realmente la amaba, y aunque nadie pudiera entenderlo sufría horrores por el imperdonable error que había cometido. Pero por sobre todas las cosas pensaba en Daniela. ¿Cómo iba a hacer para explicarle lo sucedido, cómo poder explicarle una situación que, a sabiendas de estar equivocado en las formas, había sido producto de un amor, al menos por su parte, que no iba a terminar de concretarse nunca, pero que él creía que merecía, al menos, un tiempo de dedicación? ¿Como explicarle que no era algo de todos los días, ni que su padre no era ningún monstruo? Sí, podía hacerse cargo de haber fallado como esposo con su madre, pero nada hubiera cambiado el amor que le tenía. ¿Cómo explicarle que jamás hubiera hecho lo que hizo, si hubiera pensado unos segundos en que ponía en riesgo a Malena y a ella? Tarde se dio cuenta del error y lo sabe. Por eso no va a bajar del auto. Mario no va a exponerse a ese barrial donde lo quieren llevar. ¿Para qué? ¿Con que sentido? Si alguien tiene que escuchar sus explicaciones y escuchar sus disculpas son Malena y Danielita. Malena hoy no quiere escuchar nada, ya lo demostró, y nada puede reprocharle. Pero Danielita debe estar sufriendo la situación. Mario no sabe cuánto entiende, y cuanto no, de lo que está sucediendo, pero ella seguro que lo extraña, y él está seguro de que cuando lo entienda también sabría perdonarlo. Pero no puede Mario permitir que todo esto siga creciendo y que su hija lo siga incorporando en ella como una mochila, como una marca en la frente, como un tatuaje eterno que cada día crece un poco más.

Ya está. Mario está decidido a que esto llegue hasta acá y no más. Sabe que la única forma de que una cacería fracase, es que la presa no exista. No hay forma de que pueda hoy explicarle a nadie su verdad. Hasta Andrés le ha soltado la mano para dejar de ser juzgado y convertirse en víctima de la situación. Tal vez, hasta sea él mismo quien se ponga el primer traje de cazador y quiera levantar la cabeza de su presa. Sabe que va a lastimar a Danielita por un tiempo, pero piensa que la va a lastimar mucho menos de lo que tendría que sufrir si pretende enfrentar la hipocresía de esas bestias hambrientas que esperan agazapadas para desollarlo, según ellos, de forma ejemplificadora.

Calcula que, mientras la reunión se lleve a cabo en el colegio, tiene el tiempo suficiente de pasar por la casa y darle un final a toda la situación. Pone en marcha el auto y se dirige a su casa. Al pasar por el frente del colegio intenta, sin éxito, encontrar algo que pueda cambiar su decisión. Las opciones que baraja mientras maneja no son demasiadas. Puede preparar el revólver de su padre que guarda de recuerdo o preparar un bolso con lo necesario para desaparecer. Cualquiera de ambos finales serviría para liberar a Malena y Danielita del karma de su existencia. La más drástica es demasiado egoísta y sin marcha atrás, pero está seguro que no tiene la valentía suficiente para hacerlo. En cambio, la segunda, la huida propiamente dicha, le propone un abanico de posibilidades que pueden darle el aire necesario para enfrentarse a lo que realmente necesita.

En el sur todavía vive Gastón, su gran amigo de la adolescencia, que maneja la hostería que sus padres pusieron en los años 90. Seguramente puede conseguir trabajo ahí y alejarse de todo, hasta que algún día Male vuelva a atenderle un llamado y pueda disculparse, y explicar lo que ella pretenda, o seguir desaparecido hasta tener el coraje necesario para sentarse frente a Daniela, cuando crezca, y pueda decidir si lo perdona. Si algún día encuentra ese coraje podría explicar lo sucedido y los porqué de esta huida, y esperar que lo perdone o se lo reproche eternamente. Pero, aunque sea tener la posibilidad de intentar, explicarle que cuando todos le dieron vuelta la cara, y él se quedaba solo, frente a ese tsunami hipócrita de valores inconmensurables, tuvo miedo por ella.

Si por caso nunca encuentra ese coraje, habrá sido bien tomada la decisión de huir y permitir a Danielita crecer sin karmas ni mochilas, y a Malena rehacer su vida, dejando atrás un episodio que, tal vez, pueda cicatrizar mejor con las ausencias. 

miércoles, 7 de abril de 2021

La voz del epitafio (Cuento)

La noche acompañó al sol en su descanso y me dejó ciego. Con gubia de diamantes, firme, cabal, dibujaba mi última frase como una obra de arte. El último sueño, ese que no podemos contar, ese que guardaremos con nosotros para siempre, ese último sueño es el que nos deja sin aire, y así, con la fe de los que creemos, convencidos de que las utopías tienen un destino de realidad, fue como nos fuimos quedando en este mundo sin soñadores.

«Aquí es donde se descansa». En esta tierra se descansa. Se descansa mientras todo se destruye, de a poco, mientras la luna, sin darnos cuenta, deja de aparecer. El mar se queda sin olas, la sal cae a lo profundo, la gente común espera que algo suceda, el frío y los anhelos frenan de golpe junto al mundo en plena bajamar y, encallado en la orilla, el pescador del bote gris alza el bagre más grande de la historia. 

Hacía tiempo, un bagre había devorado a su esposa, dando muerte a su último sueño; pero esa vez la revancha se comió caliente y con papas, que el pimentón enrojecía, unas papas tímidas, algo maquilladas y con poco condimento.

Escuché barbaridades, estupideces y frases sin sentido, expresadas como doctrinas magníficas e irrefutables; y de pronto me callé la boca, antes de romper el espejo de una trompada.

«Cuando viví, lo hice todo», pensé durante mi último sueño, y abrí mis ojos queriendo soñar cuando ya me quedaba sin aire; como el bagre del pescador. Podría haber conseguido el más caro de los mármoles, el más fino de los diseños y el mejor de los grabadores, pero correspondía que mis propias manos grabaran, en la más inhumana de las piedras, el secreto del sueño que me cambió la vida. «Me fui sin dejar nada», decía la piedra de diamante. Sería esa piedra lo más parecido a la eternidad que creía buscar cuando aún vivía. 

Ayer di cuenta de lo equivocado que estuve hasta el final de mi vida. Ayer, en plena lluvia, cuando de las alcantarillas brotaba el agua podrida de los inframundos, cuando las nubes ácidas se volvían oscuras y los truenos fatales martillaban la tierra. Ayer nomás, cuando creía que por fin había visto todo, que lo hecho había sido en vano y que en vano había sido hecho este infame engendro que descansaba en la paz de la nada… ayer, en plena tormenta, se acercó mi pequeña a la maciza roca diamantada, para dejar un recuerdo bajo mi último delirio.

«Aquí es donde se descansa.
Cuando viví, lo hice todo,
y me fui sin dejar nada».


domingo, 4 de abril de 2021

Volver (Cuento)

Había regresado al teatro, después de un tiempo ocupado en sinsentidos de la rutinaria cotidianidad. El destino me metió «de prepo» en los encuentros entre Borges y Piazzolla, donde el arte sensual en su máxima expresión me había transportado a otros tiempos en los que consumía, con más frecuencia, la vida cotidiana en otros colores, y no en la escala de grises que solía verla en ese entonces.

Había sido una noche magnífica conmigo mismo.  La poesía y la música con sus humanidades presentes, y esa danza sublime, que personificaba las palabras no dichas, detrás de las obviedades de lo común, encarnaron los placeres y utopías de una entusiasta juventud que, poco a poco, comenzaba a concebirse recuerdo. Una de esas noches donde uno se transporta a otro universo, donde el tiempo no marca edades, ni límites. Salí a la calle, tras ese extraordinario ingenio prestidigitador que había presenciado, y la ciudad ya resultaba distinta. El aroma del aire había cambiado, los brillos de la noche en la avenida somnolienta invitaban a deambular, en busca de esos sentidos que nadie nos enseña en las escuelas. Yo tampoco era el mismo que había ingresado hacía un par de horas. Había retornado a mi elemento que tanto había desatendido desde tiempo atrás. La gente caminaba libre y sin tapujos, con sus rostros cubiertos por máscaras infinitamente diversas y de notorias representaciones.

Un reconocido rostro del drama se separó de su pareja, enmascarada de comedia, y se acercó a saludarme.

— ¡¡Como está don Fermar?!— dijo sorprendido, estirándome la mano en un saludo. — ¡Qué bueno verlo de regreso! En un rato hay recitales en el sótano del éter, donde íbamos siempre. Imagino que nos vemos ahí en un rato. ¡¿No?!— sentenció apuntándome con el índice como una suerte de condena.

Hacía rato que no me llamaban por mi seudónimo. Y sinceramente no estaba en mis planes pasar por aquél viejo sótano devoto, pero también era cierto que ya no tenía planes. Lo reconocí verdaderamente, cuando me nombró el sótano, y me salió sonreír con algo de nostalgia.

—Es cierto, anduve perdido un tiempo, pero estoy de vuelta. No sabía que el éter continuaba recibiendo gente, pero ahora que lo dice, es probable que más tarde me dé una vuelta. Hace mucho que no voy. —

—Excelente noticia! Nos vemos ahí. Hoy hay cena, así que, no se venga muy tarde que después no queda nada. — dijo, supongo yo, con una sonrisa cómplice detrás de ese drama que lo presentaba.

El éter era un sótano mágico, donde nos encontrábamos todos una vez a la semana. Durante el invierno, se hacía alguna especie de guiso caliente, que «bandejeaban» sin costo entre todos los poetas que asistían. El pago del guiso se hacía, en realidad, con la pequeña plusvalía sobre las bebidas, que garantizaban «el banquete» de la próxima reunión. 

Tras la cena de cortesía, nos anotábamos en una lista para pasar al pequeño escenario donde se recitaba. Después de unos minutos el silencio lo inundaba todo, y despegábamos a un viaje interminable que solo el amanecer se atrevía a interrumpir, entre los tragaluces que comunicaban al éter con el mundo externo. Había sido un tiempo maravilloso el vivido ahí, donde además asomaban portales a universos afines, por donde íbamos rotando y conociendo modernos ejemplares de nuestra especie, en peligro de extinción.

Caminé toda la noche, y visité distintos éteres que solía frecuentar en otros tiempos.

En uno de los recorridos encontré a Clarita, un alma joven y delicada, atrapada entre dos mundos, los cuales no alcanzaba a comprender del todo, pero por los que sentía una profunda admiración sin necesidad de fundamentos. Me sorprendió con un grito de alegría y un abrazo interminable, mientras me resumía al oído lo feliz que la hacía volver a verme después de tanto tiempo. Tomamos unos tragos juntos y me excusé para retirarme, invocando un poco creíble dolor de cabeza. No era que no estuviera feliz de encontrarla, sino que esa noche me encontraba inmerso en una búsqueda poco clara.

Continué recorriendo subsuelos y esquinas fantasma, y regresé desbordado de pensamientos y nostalgias, triste por lo que ya no poseía y por la ausencia de sentido en algunas realidades, que se volvían irrefutables, y carecían de dignidad necesaria para ser vividas.

Llegué antes del amanecer. Incluso mi propia casa parecía no ser la misma esa noche. Un aire perfumado me recibía con una caricia en mi pequeño departamento y el cuerpo se me caía a pedazos. Me quité la camisa y los zapatos en el comedor, apenas ingresé a casa, y cuando encendí la luz de mi habitación la encontré recostada en mi cama. Vestida con media sonrisa expectante y cubierta con un pánico sensual, me observaba reaccionar. 

—¡Clarita! — exclamé asombrado sin entender como esa joven belleza, que hacía poco más de dos horas se acodaba a una barra conmigo, había llegado a mi cama mientras yo no estaba en casa.

— Te noté triste y quise venir a acompañarte. — se justificó con voz aniñada y sensual. — ¿Estuve mal? —

Recordé, que ella conocía la llave dentro de la lámpara, sobre la puerta de ingreso. Pero mi rostro, además de agotado, reflejaba todavía la sorpresa de su presencia, justo cuando pensaba zambullirme en la cama como si un portal mágico me estuviera esperando entre las sábanas revueltas. Me acerqué pensando en explicarle que no era que hubiera estado mal, ni que me molestara su actitud, pero nunca dejó que saliera una palabra de mi boca.

Apenas dormí una hora aquella mañana, pero descansé como nunca. Desperté con el perfume de clarita impregnado en la almohada, en mi cuerpo, en el aire.  La casa toda olía a ella. Comprendí al despertar que Clarita había crecido. Ella tampoco era la misma. Me levanté de la cama para acompañarla y compartir el desayuno con ella. Pero ya no estaba. Había dejado una nota sobre la mesa del comedor.

«Sé lo difícil y triste de los finales, querido Fernando, pero no dejemos nunca de lado nuestra esencia. Tenía mucha curiosidad de reconocerte al despertar, pero temí también que descubrieras quien soy yo, después de tanto tiempo. Ya no me acompaña la joven Clarita que disfrutaba el desayuno con tostadas en la cama, y que buscaba quien la mire a los ojos al hablar. El mundo que me ha cobijado no deja de ser ni blanco ni negro; Pero como alguna vez te escuché decir, «me permite tomar lo que quiero, sin necesidad de dañar a nadie»; porque descubrí que el mundo es mío y esta vida es breve.

Clara.»

Esa mañana me odié, y más aún odié sentirme en la necesidad de confesarme esa misma noche, en una tácita cita, en algún éter, masticando whiskies, y escuchando esos tangos insólitos y esas poesías volátiles, que a Clarita tanto apasionaban, y esas sensuales piernas femeninas, que con su cadencia acompañaban el viejo fuego de estar vivo. Supongo que más tarde, tal vez, si el destino y Clara lo permiten, y el tiempo me hiciera un guiño, podré volver a encontrarme con Fermar, para decidir cómo seguimos.

viernes, 26 de marzo de 2021

La Casona - Paradies (Cuento)

Me encontraba hospedado en una casona magnífica con múltiples habitaciones. Una construcción hermosa de mitad de siglo, sobre un terreno interminable, en las afueras de la ciudad. El lugar brindaba todas las posibilidades de sentir la naturaleza en infinitas formas, y la casa más cercana se encontraba a no menos de 200 metros de ahí. Tenía alquilada mi habitación anticipadamente por los próximos dieciocho meses, tiempo que me llevaría terminar el trabajo que la empresa me había encomendado. Una vez cumplido mi objetivo, volvería a los rugidos de la capital, y a las horas sin tiempo que nos depara el destino.
La casona pertenecía a dos hermanos alemanes que no vivían en ella, pero no queriendo desprenderse de la propiedad, decidieron acondicionar algunas habitaciones para alquilar, e hicieron cerrar todo ingreso interno que diera a la parte derecha de la casa, dónde se dice, que todo continúa manteniéndose en su estilo histórico.
Además de una enorme cocina comedor y de una hermosa sala de estar, modernizada con cerramientos vidriados para disfrutar la magnífica e imponente imagen de las montañas, todas las habitaciones poseían baño privado, y unas pocas se encontraban provistas de un comedor, con una pequeña kitchenette disimulada detrás de unas puertas de placard.
El lugar se encontraba algo lejos de la ciudad, pero eso formaba parte del encanto que la casona tenía. Inmensa y extraña, la casa conformaba un verdadero retiro del mundo conocido, a una realidad con cierta mirada romántica de la existencia.
Los primeros dos meses sirvieron para adaptarse al lugar, al nuevo ritmo, a los nuevos horarios y a las distancias. Después de asimilar el nuevo tiempo todo se volvía más etéreo y deslumbrante todavía. Pero algo sucedió una mañana que modificó algún aspecto, o lo intensificó todo.
Una mujer había alquilado, al igual que yo, una de las habitaciones de la casona. La descubrí una mañana saliendo de la casa y, sin comprenderlo, quedé absorto. Apenas nos dimos los buenos días con una sonrisa, mientras todo en mí se entumecía, presentándome inmóvil, sin saber que hacer o decir. Tenía plena seguridad que jamás, en ninguna circunstancia, había concebido algo similar. 
Todo en mí acababa de perder sentido, y el tiempo, a pesar de acontecer en horas, había dejado de correr desde esa mañana, para permanecer suspendido en la imagen de aquella pequeña silueta de cabellos rojos, que acababa de pasar frente a mí, y se concebía etérea a medida que se desplazaba sobre el césped sin dejar vestigios del camino.
Quedé en la puerta de la casona simplemente mirando. El día apenas comenzaba y me pareció sentir que el atardecer lo empujaba con fuerza para volver a presentarme ahí, donde nacía el pasillo, para volver a distinguir con precisión esa sensación de crear el universo dentro del cuerpo, como si un parsimonioso big-bang interminable, se esparciera dentro de uno. Un circuito eléctrico del organismo humano, que por primera vez recibe una descarga de voltaje, superior a la necesaria.
Sin suerte, busqué, los siguientes días, encontrarla en el comedor, en la cocina, en los parques, o en algún lugar de paso, pero nada conseguía. Unos días después pude enterarme por Aníbal, el encargado de la casona, que la nueva inquilina, que decía llamarse Guadalupe, había sido reasignada a una de las habitaciones principales, con sala de estar, por indicación del señor Heinz, el mayor de los hermanos.
Me había tocado regresar a la ciudad por unos días, a firmar unos papeles de la empresa y presentar unos informes, pero ese mismo sábado por la tarde estaría de vuelta. Mi ansiedad fue tal, que pudo más, y volví buscando encontrarla, tan temprano como pude. Quería poder presentarme, darme a conocer, conocerla, hablar con ella, volver a deslumbrarme con el brillo de su cabello encendido y su sonrisa simple de labios delgados y apretados. Había vuelto urgente, con la impostergable decisión, y el convencimiento absoluto, de la necesidad inmediata que a mi ser le urgía de abordarla ni bien se presente la oportunidad. Algo en mí necesitaba, desesperadamente, de aquella mujer. 
Al ingresar en la casona esa mañana, sabía que solo quedábamos dos inquilinos además de ella, y Don Álvaro nunca despertaba antes de las once. Caminé sigilosamente por el pasillo principal de la casa hasta la puerta de su habitación. Me resultó irresistible echar un vistazo.
Fueron apenas segundos los que quedarían a fuego eternizados en mi memoria. Me incliné como para abrir el bolso en el suelo y la imagen que se alcanzaba a vislumbrar del otro lado de la cerradura de la puerta era la más indiscutible de las obras de arte.
La mañana acompañaba la imagen. Ella se encontraba recostada, de espalas a mí, con la cabeza hacia los pies de la cama, donde el sol de las nueve iluminaba su esculpido cuerpo desnudo, como si un cenital mágico la descubriera sobre las sábanas revueltas. Introducía los pies lentamente, una y otra vez, bajo la almohada de plumas, como si quisiera calentarlos un poco. Con su mano izquierda sostenía en el aire un humeante cigarrillo apoyando su codo sobre su cadera pálida y con su mano derecha sostenía su cabeza de coloradas y finas olas, anudadas en su parte posterior.
Esa mujer sobrenatural, observaba obnubilada a la criatura más ensimismada de la tierra. Del otro lado del dormitorio un marco con la puerta completamente abierta ofrecía una parcial imagen del comedor privado de la habitación. Allí estaba Heinz, el hombre más frio y seco que he conocido en mi vida. Ahí estaba él, completamente desnudo, sentado a la mesa, leyendo las noticias del día, ausente como siempre. Mientras ella lo miraba él se transportaba entre las letras del periódico y las imágenes que su cabeza creaba, dibujando el mundo que lo abducía.
Ella estaba en la cama, recostada fumando, mirándolo, observándolo desnuda, deslumbrante. El sol desde la ventana la iluminaba de frente, un sol natural y brillante, mientras ella idealizaba contemplando en pose de revista, sosteniendo su cabeza pelirroja, de espaldas a mí, desnuda y mirándolo a él, que estaba en otra habitación, y a su vez en otro mundo, porque estaba leyendo concentrado, lejano, inexistente, ensimismado en aquel texto. No estaba. Él no estaba ahí. Él nunca estuvo ahí, en la imagen, con ella.

Si hubiera podido no alcanzar a ver la puerta del otro lado de la habitación, me habría encontrado con tan solo una mujer hermosa y pensativa; pero me encuentro con esa mujer, fumando, observando resignada a ese engendro desnudo, obnubilada quien sabe por qué delirio. No necesitaba verla de frente para saber que era hermosa, que tenía una piel suave y fresca. No era que llevase un cuerpo voluptuoso o despampanante, sino que era una mujer realmente hermosa, sencilla y sensual, absolutamente deseable.
En cambio, él, era un tipo más, que nada tenía de lo que ella pudiera enamorarse. Seguramente lo que la nublaba era otra cosa.
Verla así resultaba desesperante, se la veía tan bella, tan cierta y tibia, tan real, tan perfectamente imperfecta que no se puede siquiera dar tiempo a la llegada de una oportunidad. Se me ocurría que el mero hecho de pensar en tocarla daba algo de temor. No sabía, si pudieran mis manos ser merecedoras de semejante ensueño algún día cercano.
La habitación era magnífica, al igual que la mayor parte de la casa, las paredes vestían de un rosado viejo desde la guarda blanca, a un metro de altura, hasta el techo, y verde agua por debajo de ella. Los muebles, si bien eran de estilo, combinaban una simpleza delicada con una evidente solidez.
El marco de la puerta era de madera gruesa, algo barroco, tallado, con bordes gruesos y cubos con grabados en sus cuatro ángulos.
El otro ambiente, en cambio, donde él se encontraba sentado a la mesa, leyendo, también desnudo, no posee luz natural de ningún tipo. Pero una lámpara eléctrica le ilumina el rostro, perdido, inmóvil, arrastrado a otro plano donde su lectura realmente lo retiene.
En aquella habitación se alcanzaba a descubrir todo lo artificial, como la misma luz artificial que le iluminaba a Heinz su cara, que también parecía, por supuesto, artificial. Lo único no artificial que se podía rescatar era ese cuerpo desnudo y flácido, que no podía creer que alguien pudiera mantenerle la mirada más que un mínimo instante.
En esta habitación, de la que apenas me separaba una puerta más delgada a cada instante, me daba la espalda la mejor obra de arte de la naturaleza; una bocanada mística de sensualidad paralizante; un delirio divino, que arrebataba la razón y condenaba a la esperanza.
La simbología imperante en cada habitación me resultaba inimaginable y maravillosa. Dos incompatibilidades evidentes, dos lejanías inenarrables, dos paralelas infinitas que no lograban que ella deje de mirar lo que no existe en ese cuerpo desnudo y sin alma, que parece nunca haberla visto a pesar de poseerla.
Sin querer me apoyo sobre la puerta para acomodarme y un crujido alarmó a quien escuchase.
El riesgo de ser descubierto me asustó. Pero me quedé ahí. Pensando las maneras de convertirme en héroe de algún modo.
Él, creo que ni escuchó el ruido, pero ella giró de inmediato su cabeza para mirar. Al parecer, increíblemente había conseguido perturbar esa extraña obsesión, de observar la nada, que parecía tener.
Cuando la puerta se abrió del todo, me encontró acomodando y cerrando el bolso, como si accidentalmente hubiera caído, y eso hubiera provocado los ruidos tras la puerta de su habitación.
— Perdón. No sabía que había alguien— le dije mientras levantaba el bolso y volvía a colgarlo sobre mi hombro.
—No, está bien.— contestó ella mientras miraba todo alrededor, como si alguien más pudiera estar observando. — Escuché ruidos, y pensar que alguien extraño podría estar en la casona me dio un poco de temor. Creí que hoy no habría nadie.—
—Si. Te entiendo. Yo pensé lo mismo. Creí que no había nadie y sin querer hice un ruido de no creer. Te pido mil disculpas.— Comenzaba a retirarme cuando volví a girar, y dirigiendo la mirada a sus ojos se me dio por preguntar si quería compartir el desayuno conmigo, ya que traía unas medialunas, recién horneadas, de la panadería del pueblo.
Me miró algo sorprendida y apoyada sobre el marco de la puerta, con un cuarto de cuerpo saliendo hacia el pasillo, como si el marco fuera un cinturón de seguridad que la protegía de salir despedida de su habitación. Apenas la cabeza y poco más de un hombro alcanzaban lo suficiente para poder comenzar una mañana distinta. Un nuevo comienzo.
— ¡Uy, que buena idea!.— me dijo de inmediato, y tras un diminuto silencio, una mueca, que profetizaba complicaciones, recalculó la expresión.— Tal vez en un rato pase un momento. Todavía me tengo que duchar, y acomodar unas cosas, y suelo dar mil vueltas. Pero prometo que si llego, paso a robarte una medialuna.— cerró con una sonrisa entre comillas, que aún levantaba sus pómulos dignamente.
Ella ni bien había escuchado el primer ruido detrás de la puerta, salió despedida de la cama para encontrarlo. Se puso la bata que había dejado previamente a un lado de la puerta, en el perchero, y como lo suponía, abrió de repente para encontrarlo, casi infraganti, espiando por la cerradura. Estaba azul del pánico.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Recuerdo de futuro

-Esta noche!"
En el teatro del balneario garompiña,
la presentación de Mamarracho y sus historias poeticoliterarias!-

Así decía el aeroplano que surcaba los cielos de la costa entera.

Esa noche, 14 personas asistieron a su presentación, de las 60 posibles.
Pero esa noche fue increíble. Al finalizar la presentación, se convirtió en uno más, sin sentir la necesidad de dejar de ser él mismo.

domingo, 21 de marzo de 2021

El hada de la noche (Cuento)

Daniel despidió a sus compañeros en la puerta de la empresa. La noche era serena y no demasiado calurosa. Corría mediados de marzo y lo más agobiante del verano había quedado atrás. Pensó en volver a su casa, donde unos escritos habían quedado inconclusos, o visitar uno de esos sótanos donde solía escuchar a escritores y donde incluso él había dado a conocer sus «postales», como solía llamar a sus escritos. Se decidió finalmente por caminar a casa las veinte cuadras que lo distanciaban del trabajo y cruzar por la plaza del centro para ver cómo perfilaba el fin de semana.

Los restaurantes, con luces tenues a esa hora, se preparaban para cerrar, y los bares comenzaban a recibir clientes cual desaforados monstruos de ladrillos. Uno tras otro, como hipnotizados por algún encanto desconocido, los clientes ingresaban por las puertas vaivén de madera a esos universos indescriptibles, que dosificaban el rugido feroz que emitían cada vez que abrían sus fauces para una nueva presa.

De pronto, entre toda la fauna salvaje que lo rodeaba, Daniel alcanzó a observar que, en la puerta del bar irlandés, un personaje especial, con apariencia de hada, ingresaba entre gente que se abría a su paso. El cabello azabache descansaba sobre sus hombros, unas coloridas y traslúcidas alas nacían de su espalda y, por debajo de una breve falda oscura, se desprendía un par de piernas, de una topografía magníficamente detallada, que terminaban en dos pequeños pies desnudos que apenas si tocaban el suelo en su andar.

Esa última imagen quedó grabada en sus retinas, mientras la oscuridad del lugar la absorbía, antes de que las puertas se cerraran tras su ingreso. Como si el tiempo hubiera trascurrido sin que él lo hubiese notado, al quitar la vista de la puerta del bar irlandés advirtió que la plaza había quedado desierta. Los restaurantes habían cerrado y todos se encontraban dentro de alguno de los mundos que la noche y sus fauces ofrecían.

Subyugado por el hada y el deseo irrefrenable de saberla cierta, se impuso un cambio de planes abrupto y concreto. El cansancio había perdido el espesor que aletargaba su paso y su sorpresiva decisión acababa de retarlo a un viaje desconocido pero irrenunciable. 

Parado frente al bar, metió la mano en el bolsillo de su jean para analizar el leve inventario de posibilidades: unos pocos billetes, un par de cigarrillos y una pequeña caja de fósforos. Supuso que tenía todo lo necesario y se dejó deglutir por las mismas oscuridades que aquella hada de la noche que lo había deslumbrado.

Se fue filtrando hasta llegar al último rincón del lugar. Entre los cuerpos perdidos que deambulaban por el espeso verde azulado que iluminaba todo, y el estruendo incauto de los sonoros latidos de un corazón salvaje que aceleraba y desaceleraba su frecuencia, llegó al último rincón, sin haber encontrado señal alguna de las imágenes que sus retinas le enviaban una y otra vez.

El calor comenzaba a sofocarlo, y la presión lo llevó a fusionarse con los fantasmas y las concurridas soledades del lugar. La necesidad de no volver a casa sin haber descubierto que su visión no había sido una mera utopía, le permitió advertir que no había escape alguno ante sus ojos.

Apenas a unos metros, una escalera descendía no más de una docena de escalones y terminaba en una cortina de gasas oscuras, en retazos anudados, que permitía entrever figuras que pasaban una y otra vez, danzaban, se besaban y brindaban, combinándose entre risas y voces suaves.

Bajó sabiendo que la tierra no iba a tragarlo y que todo lo que hubiese detrás podría no ser lo esperado; o que todo lo conocido no volviera a ser lo mismo. Como si nada en él fuese extraño, traspasó la cortina y caminó decidido a la primera barra que pudiera contenerlo antes de que notaran su presencia. No quería ser observado como ajeno al lugar o desentonar con la magia del ambiente.

Apoyado en la barra, levantó apenas su mano, con sus dedos índice y mayor extendidos hacia arriba, para que el barman se acercara.

El escenario estaba iluminado por una luz blanca. A algunas pocas mesas y al resto del lugar, en cambio, lo bañaban distintos azules íntimos y tenues. El aire ofrecía una agradable mezcla de perfumes y tabaco y una suerte de jazz acariciaba los oídos como si el resto del mundo no existiera. Al menos no esa noche.

Entre las mínimas mesas, redondas, transitando los tenues azules y alguna luz blanca que pareció fotografiar ese preciso instante, el hada —que sus retinas repetían una y otra vez— se le comenzó a acercar con una enorme e inmaculada sonrisa de dientes intensamente blancos y una delicada mirada de ojos rasgados que emulaban dos pardos y minúsculos topacios. Entre sus manos, de las cuales caían finas gasas verdes, sostenía una varita mágica, oscura y brillante. Con ella lo señaló y, acomodándose en la barra, se presentó con la certeza de conocerlo. 

No supieron cómo ni por qué, pero a esa altura ya no eran desconocidos. Alguien en común los había presentado. Tal vez aquel momento no habría sido el apropiado, ya que ninguno de ellos recordó haber reparado en el otro, pero esa noche él fue deslumbrado por un hada y ella recordó una lectura de postales que jamás olvidaría.

Mientras no amaneciera, la noche los exponía como una obra de arte en el mejor de los museos. Entre ellos, las palabras fueron utopías, caricias, sensaciones, y sus rostros aullaban asombro, amor, admiración. 

El resto del lugar cobijaba a los fantasmas que iban y venían, trasgos que bailaban aferrados a sus almas, alguna soledad que besaba a sus amantes, penas cabizbajas bebiendo en tragos largos, y amantes verdaderos, retirándose envidiados por corazones destrozados.

Cuando la noche comenzó a hacerse día, y tras haber aceptado el ofrecimiento de ser acompañada hasta su casa, el hada y sus encantos dejaron la barra para ser escoltados por Daniel y sus postales.

Llegaron justo cuando el sol intentaba descubrirlos. Las alas del hada cayeron por su espalda, y sus ojos, rasgados y vidriosos, parecían cerrarse como los de un Morfeo fortalecido por las decepciones. 

Ni bien el primer rayo de sol se coló por la ventana, el rímel del hada comenzó a propagarse invadiendo sus ojos, encendidos en una mezcla de pasiones y tristezas. De repente, ya tan humana y desnuda como sus pies, y tan cierta como el aire que a él comenzaba a escasearle, el hada tomó su varita, como si de un revólver se tratara, se paró frente a la ventana y apuntando al horizonte con sus brazos extendidos, disparó tres veces, hasta apagar el sol.

Después dejó caer el arma, junto con todos sus prejuicios y supersticiones, y se fundió en un primer beso con Daniel, junto con la promesa de no ser más que ella misma a su manera.

Para entonces no era noche. Ni amanecer, ni nada. Era un vacío intemporal que transcurría; un verdadero sintiempo que tampoco ofrecía, siquiera, variantes de alguna eternidad, más que la de ellos mismos. Él pensó en ese momento que tal vez los atardeceres no eran tan románticos como sus postales creían.

martes, 16 de febrero de 2021

La ventana (Cuento)

Si bien el horario de trabajo en el correo es bueno para poder llevar a cabo otras actividades, a Julio el tiempo nunca le alcanzaba para mucho. Una tarde, antes de llegar el verano, se encontró frente a su último dibujo realizado sobre el escritorio de EncoteSA. En el diseño, una isla asimilaba una silueta femenina, con un evidente estado de embarazo; y desde una recóndita bahía, una incesante cantidad de embarcaciones partían, hasta desaparecer en altamar, donde las figuras, ya mínimas, parecían ahogarse en el horizonte.

Despachó el último informe de telegramas y certificadas, y dejó libre de trabajo la entera superficie del viejo escritorio. Como si el tiempo corriera, abrió parsimoniosamente el primer cajón para sacar su carbonilla y firmar su último trabajo. Cerró bruscamente su carpeta, y el eco de las tapas de madera resonó en sus oídos, como las matinales campanadas del colegio contiguo a su casa llamando a los alumnos a clase, y a él, a levantarse para no llegar tarde a la oficina.

Julio había recibido el telegrama. Nadie lo sabía, él nunca lo había comentado. No hablaba demasiado, trabajaba mucho y dibujaba por demás cuando tenía sus respiros. Julio era, aunque no quisiera aceptarlo, un artista, un virtuoso desperdiciado en la soledad de una interna oficina de correos. Cuando las puertas al público se cerraron, él ya había retirado el vidrio de su escritorio. Se quedó sentado un momento observando todos los dibujos que descansaban en el mueble desde hacía tiempo, y antes de abandonar el despacho corrió las cortinas que siempre colgaron a sus espaldas.

Era noviembre. Se iba de EncoteSA después de veintisiete años de trabajo y de haber llegado a su puesto con apenas cuarenta y cinco de edad. Veintisiete años y más de cien trabajos distribuidos por toda la oficina de correos de la avenida Libertad. Comenzó a recorrer los dibujos como una retrospectiva de algo que nunca sucedió. Empezó por el ángulo superior izquierdo de su escritorio, donde una hoja de bordes amarillentos retrataba en ese mismo escritorio a don Ricardo y su pipa, su primer jefe. El último buen jefe que había conocido. Fue observando cada dibujo antes de despegarlos cuidadosamente de la interminable superficie de nogal del histórico escritorio. Las rejas de las cajas de atención al público, donde estuvo alguna vez, también estaban ahí, vistas desde adentro, con un jardín interminable al otro lado. Algunos viejos clientes, algunos viejos empleados que todavía venían a visitarlo de cuando en cuando, lo llamaban Don Julio. Era licenciado en filosofía, pero muy pocos conocían su título, como su apellido, que hubiera sido anónimo de no ser por su sello “Julio D. Lira – jefe zonal a cargo – EncoteSA”

Solía vestir bien, aunque en ocasiones, sin descuidarse al extremo, adquiría una imagen bohemia que casi pasaba desapercibida. Esos días se quedaba hasta tarde, y dibujaba mucho. Al día siguiente algún nuevo diseño se descubría en el lugar, en ocasiones más de uno.

Era muy inteligente. No le costaba aprender nada y se adaptaba con facilidad a los cambios tecnológicos. Eso sí, los cambios de manejos en la superioridad, que notoriamente iban contra sus ideales, y en detrimento del bienestar general, no le eran fácilmente asimilables; le causaban largos dolores de cabeza que lo extenuaban al punto de tomarse un par de días para volver, y al presentarse nuevamente pedía disculpas a cada uno de sus empleados.

Era un buen hombre. Sabía un poco de todo y mucho de nada. Conocía lo necesario y el resto lo creaba de la nada, improvisaba hasta que todo funcionara como correspondía. Siempre consultaba a todos sus empleados y no tomaba decisiones hasta no conseguir un importante consenso. Hablaba poco, y escuchaba demasiado.

Soportó varios cambios de gobierno y muchas más injusticias. En esos momentos dibujaba día y noche, como la gran rebelión que colgaba detrás de su puerta, o dramáticas y románticas imágenes sociales que guardaba en sus cajones.

En la pared posterior de la oficina había unas cortinas que siempre permanecieron cerradas. Algún indiscreto del personal de limpieza había comentado alguna vez, que detrás de ellas había un óleo de una ventana, que Julio habría realizado cuando le adjudicaron la oficina. Nunca lo había visto nadie.

Julio era simple y alegre, pero guardaba algo para sí. ¿Qué habría sucedido si hubiera mencionado en voz alta que todo lo que había logrado era su peor pesadilla, que estaba prisionero en un sitio imaginario del que no podía escapar? Tal vez varios hubiéramos sentido lo mismo, y él no era tan soberbio como para menospreciar las ilusiones de los que todavía creen que seguir un conjunto de reglas impuestas, entrelazadas cuasi racionalmente entre sí, puede solucionar sus vidas y satisfacer sus aspiraciones.

Julio siguió dibujando hasta esa tarde. Hasta esa noche, porque no se fue de su oficina hasta bien entrada la madrugada. Todos hubieran dicho que era una nueva injusticia, una terrible sinrazón, que le arruinaban la vida a una persona excepcional y hasta con seguridad, sus empleados hubieran tomado cualquier medida para modificar la decisión de los nuevos empresarios. Pero de nada hubiera servido. Julio estaba agradecido en su silencio. Esa noche, se llevó del correo todos sus diseños en varias cajas de archivo de EncoteSA ordenados cronológicamente.

Todos sus empleados se enteraron de su partida la mañana siguiente. Toda la oficina se encontraba desprovista de imágenes. A medida que los empleados llegaban, iban ingresando a su despacho con extrema curiosidad. Las cortinas de la pared estaban por primera vez corridas. Detrás de ellas una imponente ventana daba al mar con una vista increíble e innumerables detalles casi imperceptibles. Algunas ramas de cipreses apenas entorpecían la vista de la costa y escondían embarcaciones que comenzaban a perderse en lo difuso del horizonte. En el extremo del muelle se alcanzaba a reconocer a Julio, cargando alegremente sus cosas en una embarcación azul. Unos metros más atrás, bajo una sombra que dividía el muelle en dos mitades, se alcanzaba a descubrir de espaldas, como si el futuro hubiera estado siempre ahí, la silueta de cada uno de los que iba ingresando a la oficina, exactamente en el mismo orden que llegaban. Todos, aún de espaldas a ellos mismos, se mostraban ineludiblemente tristes, y arrastrando cada uno en su tobillo una especie de grillete que los unía entre sí.

jueves, 11 de febrero de 2021

Barrio (Cuento)

Eran más de las 8, y desde las 4 de la tarde estaban sentados en los sillones de piedra, en la plazoleta del barrio Libertad, a un costado de las torres.

Casi todos los días la misma rutina. El Gordo miraba entretenido unos videos en su celular, el Gaita hablaba del último laburo que hicieron juntos, mientras zarandeaba una botella de cerveza casi vacía, como si fuera un puntero láser, y el Pira escuchaba, ensimismado, mientras armaba uno con lo último que le quedaba. Atrás de ellos sonaba la música de los redondos, que venía desde la luneta abierta del auto del Gaita, un gol GTI, negro, con detalles en rojo y vidrios polarizados.

El Pira era el Pira porque no dejaba que lo llamen pirata, le habían puesto así a los 15, cuando perdió el ojo en un tiroteo en el barrio, entre dos bandas que estaban enfrentadas.

Terminó de armar, le dio mecha y tras varios segundos dejó salir el humo mientras interrumpía al Gaita.

– Si hacemos las cosas bien no vamos a tener problemas. Hay que ser responsables, cuando se labura, se labura y punto. Si no, andá a preguntarle al Moco como se ve todo desde abajo. – Con la imagen del Moco en el aire dio una seca potente antes de pasárselo al Gordo, que no quitaba la vista del celular que sostenía con la otra mano.

– Fea, la comparación con el Moco. – Dijo el Gaita, que acababa de tirar el envase de cerveza vacío en el césped, junto a los dos anteriores. – Yo soy responsable. Cuando laburamos soy el que más se mueve y trato de estar en todo. – dijo serio y mirando al gordo. – Gordo, ¿cuándo vas a largar ese celular? ¡Terminá con eso y pasálo, que no es un micrófono! – Dijo levantándose apenas del asiento de piedra y arrebatándole el faso de la boca al gordo.

– Ya lo dijo Caballeri, ante todo somos un grupo de amigos, siempre unidos. Siempre primero nosotros y todo lo demás después. – dijo el Pira, y echándose hacia atrás sobre el asiento, con sus manos en la nuca, agregó – si no nos cuidamos entre nosotros estamos puestos.

A unos doscientos metros, desde la calle principal del barrio, se escuchó acercarse una moto que acababa de doblar en la esquina. Los tres miraron en esa dirección. Era el Tuerca, que a pocos metros bajó la velocidad y subió con la moto a la vereda hasta frenarla entre el Gordo y el Gaita. – Chicos, hay un laburo dijo Caballeri. Es un restaurante en Palermo. Puede que haya algún famoso. – Dijo el Tuerca, sin apagar la moto ni bajarse. – ¿Qué le digo? -

– Decíle que salimos en cinco, vamos por Nazo y el Tano y nos encontramos con vos en el taller. – Dijo el Pira mientras se paraba y recibía la tuca del Gaita para rematarla. Aspiró la última braza hasta quemarse la yema de los dedos, y conteniendo todavía la respiración, sentenció – Vamos en el Bora, maneja Nazo y el Tano va a la puerta. Entramos nosotros tres.

– Quedamos. – dijo el Tuerca, mientras taconeaba el cambio en la moto para salir enseguida – Le aviso a Caballeri y después volvemos todos al taller. Nos encontramos allá. – El ensordecedor rugido de la CBR-1000 del Tuerca les hizo apretar los ojos, mientras pasaba por entre los tres para volver por donde vino.

En el Bora de Nazo, ya con Nazo al volante, y el Pira de copiloto, se dirigieron hasta el restaurante de Palermo que les había indicado Caballeri. El trabajo era rápido y seguro. Mientras el Tano bajó del auto y se paraba en la puerta del restaurante, El Pira repartió las herramientas de trabajo y organizó la primera presentación de la noche. Bajaron los tres y entraron al restaurante. Nazo esperaba con el auto en marcha, y un papel en la mano que lo ayudaría a llegar más rápido al taller de Caballeri.

En menos de cinco minutos el Tano corrió hasta el auto, abrió la puerta del acompañante y luego la de atrás, por donde entró mientras los demás venían corriendo con los bolsos en la mano. Antes que cerraran las puertas Nazo arrancó quemando caucho y giró en la primera esquina antes que alguien saliera por la puerta del restaurante. La noche acababa de comenzar y la primera presentación había sido tremendamente exitosa.

– Estaba la polaca de las películas ¿vieron? – Dijo emocionado el gordo, sentado último en la ventanilla de atrás, mientras curioseaba un IPhone rosa brillante libre de contraseña.

El Pira se arrodilló en la butaca del copiloto, mirando hacia atrás, y apuntando al gordo gritó. – Gordo pelotudo. ¿No te das cuenta de que estuviste baboseándote al lado de esa rubia todo el tiempo? No le sacaste la mirada de encima, y por atrás tuyo salía una mina del baño hablando por celular que nunca viste. ¡Menos mal que el Gaita la cazó al vuelo y le arrebató el aparato, sino estábamos todos puestos!

– Pará Pira, tranquilo que la noche recién arranca. – Dijo el Gaita intentando calmar un poco los ánimos.

– Gente, no me griten en el auto que estoy manejando y me pongo nervioso. Salió todo joya, no la compliquen. – Dijo Nazo, que cuando giró en la avenida, divisó de inmediato un patrullero en la siguiente esquina esperando el semáforo, y sin mediar palabra, por puro instinto y algo de ansiedad, giró en forma de U sin bajar la velocidad y salió hacia el otro lado. Las gomas, chillando en su carrera contra el asfalto, desvirtuaron apenas el estrepitoso estruendo que los ensordeció dentro del Bora.

La ruidosa maniobra y lo abrupto de la secuencia llamó la atención de los oficiales, que habían dejado el patrullero para atender un simple altercado entre vecinos. Subieron al móvil extrañados y salieron en busca del sospechoso Bora, que en ese entonces había alcanzado, al menos, unas cuatro cuadras de ventaja.

En el Bora, los insultos desenfrenados de Nazo desentonaban con el silencio y el paralizante asombro de los demás. Frenó de golpe unos metros más adelante y mientras bajaba del auto gritó: – Corran, la policía va a llamar una ambulancia. –  y echó a correr cruzando la avenida, al tiempo que gritaba – ¡Corran! ¡Corran!

El tano y el Gaita bajaron del auto con los bolsos y corrieron hasta la esquina, donde giraron hacia el lado opuesto que Nazo. En el Bora quedaba el gordo en el asiento de atrás, con la cabeza apoyada contra la ventanilla, empañada por el jadeo, y sus manos presionando la herida del pecho, como le pedía el Pira, que bajó último del auto, sin dejar de mirarlo, caminando lentamente hacia atrás y guardando el arma en el bolso. Cuando el patrullero estaba a unos metros, y antes de girar y salir corriendo, el Pira gritó, sollozando y agarrando con fuerza los pelos de su cabeza – ¡Gordo pelotudo, mirá lo que me hiciste hacer! ¡Mirá lo que me hiciste hacer Gordo!