Recuerdo enseguida a mi abuelo en la playa. Parado observando el mar, sentado jugando al truco con su grupete de amigos de todos los veranos. También se me presenta en casa, en las cenas de los fines de semana, en la época donde todos los sábados se cenaba en casa, con más de 15 invitados y hasta quien apareciera por casualidad. Recuerdo cientos de momentos con mi abuelo Osvaldo, pero siempre, en algún instante de esos momentos mi abuelo llevaba su mano al pecho y acariciaba o frotaba su medallita de oro. Era una medalla con la virgen de la medalla milagrosa, redonda, sencilla, simple. De un lado la medalla la virgen María sobre el mundo, con sus manos abiertas. Del otro lado la inicial de Maria con la cruz de su hijo, y la imagen del sagrado corazón de Jesús y el inmaculado corazón de maría.
También
recuerdo el empeño que le ponía, de tanto en tanto, algún sábado por la mañana,
cuando desplegaba todo lo necesario para limpiar y lustrar la medalla una y
otra vez.
Esa
medalla redonda, siempre brillante y siempre presente en la imagen de mi
abuelo, me fue obsequiada tras su partida, para llevarlo conmigo siempre, hasta
dónde yo decida que me acompañe. Sería grandioso poder dejarles la historia
hasta ahí, donde la medalla de mi querido abuelo-padre, Osvaldo Valledor,
hubiera quedado en mi pecho para siempre, o al menos hasta hoy. Es verdad que
de inmediato la medalla paso a colgar de mi cuello para nunca más salir de ahí,
pero fue a los pocos meses que un día la medalla desapareció de la cadena que
la sostenía y nunca más pude encontrarla. El ganchito que cerraba la cadena
estaba algo defectuoso, lo que provocó su apertura y permitió la liberación de
la medalla milagrosa quien sabe a dónde. La cadena quedó colgada de mi cuello
como si nada hasta que, como hacía mi abuelo constantemente, quise tocarla para
recordarla o sentirla presente, y fue ahí que noté la cadena colgando de mi
cuello, abierta, sin dije alguno. Lloré. Lloré mucho hasta que logré convencerme
de que no fue mi culpa y que, tal vez, así debía ser.
Hace unos
días, 6 años después de aquel momento, cuando mi esposa salió a recibir un
pedido de la verdulería a la puerta de calle, alcanzó a ver algo que brillaba
al lado de la bolsa de verduras. Lo levantó y observó que era una medalla.
Redonda, brillante, con una imagen de una virgen. La dejó en un rincón de la mesada,
pensando en limpiarla, para después obsequiármela, pero la encontré esa madrugada
cuando, desvelado, me había levantado de la cama para beber algo. Mi sorpresa
fue increíble. No era la medalla de mi abuelo, pero se parecía muchísimo. Era
la virgen de la medalla milagrosa, la misma que la medalla de mi abuelo, sin
bordes, redonda, la misma medalla. Al girarla para ver el dorso me encontré con
una imagen distinta a la que esperaba, en ese reverso no se encontraba la
inicial de María ni los corazones que llevaba la medalla de mi abuelo Osvaldo.
Esa medalla, llevaba en su reverso otra virgen, la virgen del Carmen. Esa
aparecida medalla, traía en su anverso la virgen “María” y en su reverso la
virgen “del Carmen”, esa medalla que me recordó a mi abuelo Osvaldo, que me
hiso sentir, como una señal divina, que el destino quería que continuara
recordando a mi abuelo, me estaba haciendo sentir entonces, que mi madre, María
del Carmen, quien 9 meses después de la partida de mi abuelo, su padre, también
se fue de este mundo, quería también estar presente en ese recuerdo.
Hoy tengo
esa medalla guardada, esperando limpiarla y pensar que hacer con ella. No sé si
es importante lo que vaya a hacer, si la cuelgo de cuello para siempre o no,
pero lo que si sé es que las casualidades no existen y las medallas no son tan
importantes como los recuerdos que llevamos, no colgados de nuestro cuello, sino,
colgados de nuestra memoria.
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