Bienvenidos

Bienvenidos:
Hola a todos.
Hola noche, luna, concurrentes…
Hola a todos.
En silencio
actúen como si yo
no estuviera aquí.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Sé que he sido

Algo se ha quebrado en mí.
El pasado se desprende
me ha abandonado
en algún momento no preciso.

Nada de lo conocido se avecina
de lo contrario,
zonzamente,
debería ser el mismo todo el tiempo.

No sabría
si me dejo llevar
o tuerzo los caminos.

Pero ya no pisaré los suelos fatigosos
a menos que puedan llevarme
a un lugar buscado.

Jamás podría desterrar a mi pasado
ni ocultar sus vaivenes
ni ensombrecer sus conquistas.
Pero ha dejado de ser yo
para solo ser quien era.

De nada sirve
continuar sin recordar que he sido
sin saber que soy, y sin perder
la capacidad de asombro
por lo que todavía pueda ser.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Un mundo distinto (Cuento)

Aquella noche tuve mucho miedo. Nos hicieron quemar en las plazas todos los libros sin importar el contenido. Luego entraron a nuestras casas a la fuerza y nos quitaron libros, carpetas, escritos, todo. Hasta se llevaron el cuaderno de recetas de mamá. Fue una noche terrible.

Recuerdo que habían dictaminado en el Congreso que se debía desconectar la red mundial de internet y que las comunicaciones debían ser reguladas por el Estado. Papá se imaginaba que esas cosas podían llegar a suceder. A veces lo hablaba con mamá después de la cena y yo llegaba a escucharlos desde mi habitación, mientras creían que dormía.

En el colegio, el profesor Leandro no iba a dar más clase de Educación Cívica. Fue una gran pérdida para mi grupo de amigos: él era el único que solía explicarnos algunas cosas que nosotros no llegábamos a comprender del todo. 

Ese día, durante la hora libre que tuvimos, habíamos hablado con Hipólito, Carlos, Juan y algunos otros amigos sobre lo que sucedía. Estábamos seguros de que algo importante y extraño estaba pasando. Algunos decían que estaba bien porque nos estaban quemando la cabeza con ideas estúpidas y otros creían que era grave lo que sucedía, que debía haber lugar para todos si éramos capaces de entendernos.

Carlos estaba convencido de que debía haber un orden. Creo que todos estábamos de acuerdo en eso, pero él decía que el orden lo tenía poner alguien que se dedicara a eso, a poner orden; alguien que nos dijera cómo teníamos que hacer las cosas: «¡Como en la escuela!». 

Pero algunos sugerimos que tal vez ese orden no era el correcto y Carlos nos dijo que entonces debíamos ir con el encargado de poner orden y ver cómo se lo desplazaba de su puesto para tomar el control. El que se atreviera a desafiarlo y lo superara podría imponer el orden que creyera correcto. Pero eso nos parecía poco lógico e imposible para nosotros, que, con apenas 13 años, la mayoría de lo que sabíamos era por libros y por lo que escuchábamos en casa.

Hipólito creía que nosotros, los más chicos, éramos el futuro y debíamos tomar las riendas de los asuntos delicados del país, y así, al crecer, nos encontraríamos con lo que nos merecíamos. Que el futuro fuera construido por nosotros mismos, que éramos los que íbamos a tener que vivirlo. Varios de los chicos quedaron encantados con esa idea. Se propuso que, teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo, escondiéramos algunos libros que nos interesaban, «incluso algunos de poesía», recomendó Jorge, que era un enamorado de escribir con una precisión increíble para su edad, y además en su casa se hablaban tres idiomas.

Juan nos dijo que todos teníamos razón, que debía haber lugar para todos, que lo importante era que nos juntásemos para poder sacar a los poderosos de su lugar, ocuparlo nosotros y poder así ser justos con todos los demás. Nos sonaba lógico e interesante.

Tuvimos que dejar la conversación cuando nos llamaron a la nueva clase. A partir de ese entonces, tuvimos una nueva materia llamada Introducción al Pensamiento, que nos iba a dar la profesora Cristina. Fue la profesora más intensa de todas. Nos hablaba horas y horas, incluso en ocasiones nos tuvimos que quedar en los recreos mientras nos explicaba los lineamientos para comprender el «nuevo pensamiento moderno». 

Ese año los exámenes de ella fueron terribles. Al menos hasta que Juan se dio cuenta de que, si escribíamos exactamente lo mismo que ella dictaba en clase, conseguíamos las mejores notas de la división. Y así fue. Algunos tuvieron problemas con su forma de dar las clases y hasta vinieron a hablar sus padres, pero muchos no lograban aprobar la materia y hasta se tuvieron que cambiar de colegio.

Papá decía que todo estaba escrito, que, si uno había leído lo suficiente, podía comprender casi cualquier cosa; que, si no había libros ni canales de comunicación de dónde obtener información, él iba a intentar trasmitirme todo lo que conocía para que yo pudiera pensar por mí mismo y darme cuenta de las cosas. Fue un gran padre.

Ese mismo año nos fuimos a vivir a un campo en Córdoba donde emprendimos una granja familiar. La verdad es que no me gustó mucho el cambio, pero papá me explicó que había renunciado al trabajo porque lo importante era ser fiel a uno mismo.

Cuando nos fuimos pude esconder algunos libros y revistas, entre los que seleccioné algunos de poesía, como había propuesto Jorge aquella tarde en el colegio. Una vez instalados en la granja, papá descubrió mis libros y se mostró orgulloso de lo que hice, aunque me advirtió los peligros del caso, debido a las circunstancias de aquel entonces.

Me enseñó a esconderlos en el campo. Enterrados. Siempre se me daba por pensar que, enterrados, tal vez algún día darían frutos o crecería un árbol. Él solía decirme que, de esa forma, enterrados, siempre se escondieron los tesoros, y que eso mismo eran los libros. Los podíamos consultar cuando quisiéramos si sabíamos mantenerlos escondidos y, si los escondíamos en nuestra memoria, mucho mejor. 

No fue mucho el tiempo, pero vivimos increíbles momentos en aquella granja, como por ejemplo, cuando papá armaba los fogones de los viernes, donde, después de la cena, leíamos algunos libros y terminábamos con poesías y relatos que podíamos discutir hasta el amanecer.

Uno de esos viernes, llegó una docena de autos mientras estábamos en el fogón. Papá tiró varios libros al fuego cuando los escuchó acercarse y me ordenó que fuera a la cama inmediatamente y que no saliera para nada. 

Entraron y dieron vuelta todo. No sé qué buscaban, pero le encontraron a papá un par de libros debajo de la cama. No creo que fuera ese el motivo, pero se los escuchaba satisfechos de haberlos encontrado. También revisaron toda mi habitación, pero no encontraron nada. Me escondí en un compartimento secreto que papá me había mostrado en el ropero, donde yo tenía escondidas algunas cosas, entre las que se encontraba un libro de poesía llamado Palabras, que me había recomendado una compañera de colegio que me gustaba mucho. Fue la última noche terrible que recuerdo en mi vida. Cuando se fueron me quedé guardado hasta escuchar los gritos de mamá cuando vino a buscarme al dormitorio. Recién entonces me animé a salir. Esa fue la última noche que pude ver a mi viejo.

Ya pasaron 2 años desde que él no vuelve a casa. Escribo este texto con miedo, entendiendo que no se debe hacer, pero me quedo con sus consejos de cuando leíamos al calor del fuego. Necesito dejarlo escrito en algún lado, sin importar los riesgos. 

No me quedan muchas esperanzas de volver a ver al viejo, pero me quedé con sus libros enterrados en el campo. En cada uno de ellos, hay una parte de él. Los leo y pareciera que escucho su voz, como si me hablara por sobre los escritos. Hasta llegué a encontrar enterrados unos ejemplares donde el autor tiene, exactamente, el mismo nombre que papá.


jueves, 17 de septiembre de 2020

El impacto de los cambios (Cuento)

Es bueno volver a los lugares de siempre con la frente alta. Las vueltas de la vida pueden colocar a alguien en los lugares buscados o sorprenderlo. Así, las cuestiones económicas del país llevaron a que, entrando en la adolescencia, Fernandito tuviera que mudarse de su casa de siempre, en Palermo, para vivir en un barrio del Gran Buenos Aires. A determinadas edades los cambios pueden ser muy frustrantes, o no tanto, pero siempre dejan alguna marca.

Recién a los 15 años, había logrado el relativo nivel de respeto y confianza que siempre había pretendido. Se movía cómodo entre su grupo de amigos incondicionales y el resto del piberío del barrio, que ya lo tenía entre los imprescindibles de la barra. Una barra ciertamente sin cabecilla, claro, ni necesidad de uno. Las historias eran más largas y épicas que las realidades, y las anécdotas eran más palabras que acción, pero Nando había conseguido un equilibrio bastante respetable.

En definitiva, cumplía con los estándares necesarios para ocupar el lugar que tenía en la barra, sobre todo con su compromiso, presencia y compañerismo. Nando había vivido en Palermo hasta los 12 años. Después, su familia se mudó al barrio. Cuando cumplió los 16, en la esquina de su casa (viejo caserón abandonado que funcionaba de punto de encuentro de la barra) comenzó una obra en construcción que duró casi un año. Una casa blanca de tres pisos con detalles en madera y tejas negras se erigió en la esquina como un monumento indiscutible. Nada cambió más que la incógnita de saber quiénes serían los nuevos dueños que dejaban a la barra sin su predio preferido.

Después de ese verano, los nuevos vecinos se mudaron a la casa de la esquina y, días más tarde, todos conocían a Lionel, el nuevo integrante de la barra. Los pibes no perdieron la costumbre de juntarse en la esquina y ahora Lionel era el dueño del lugar. Con sus 17 años, su familia se había cansado de los ruidos de Recoleta y se construyeron su lugar en el barrio, justo en la esquina en que Nando, sus amigos y toda la barra se juntaron siempre.

Lionel no era mal pibe, pero para Nando algo de humildad no le hubiera venido mal. Según él, el nuevo traía esas ínfulas de Nobleza o exclusividad sofisticadamente europea que suponen tener los habitantes de Recoleta. Solía decir que eran pibes que creían nacer adultos, con una seriedad tan superficial como sus sentimientos. Nando tampoco era mal pibe, pero para Lionel ese aire de justiciero y esa falsa humildad que profesaba no le hacían mejor que nadie, todo lo contrario. Estaba convencido que los pibes de Palermo creían ser superiores a todos, siempre cancheros, creyéndose agradables y divertidos como ningún otro. 

No pasó más de un mes que todo el piberío se había acercado a Lionel y, debido a que Nando no quería perder su lugar, observaba en detalle todas las situaciones entre absorto y decepcionado, juntando una frustración tras otra. La casa de Lionel ya era lugar de reunión, se anotó en el mismo club de fútbol, tenía auto y licencia, y todas las pibas del barrio ya lo llamaban Lío.

Una tarde en el club, Lionel y Nando se enfrentaron en equipos opuestos durante un entrenamiento de fútbol. El técnico lo llamaba Laionel, y Nando soportó esa tarde durante todo el primer tiempo que a Laionel se le perdonaran algunas faltas de las que a él le cobraban sin lugar a duda. 

A poco de terminar aquel primer tiempo, Lionel corría con la pelota cegado hacia el arco, Nando lo corrió de atrás con todas sus fuerzas y, cuando parecía que lo iba a asesinar, tiró un manotazo y alcanzó a cachetear su pierna tomándola por el tobillo. Lionel no cayó, alcanzó a frenar entre algunos saltitos sin que Nando lo soltara hasta que pudo mantenerse en pie. Con su pie todavía en manos de Nando, miró hacia atrás. Con cara de pocos amigos y haciendo montoncito con la mano, le preguntó:

—¿Qué hacés?

—Nada —contestó Nando con sarcasmo y sin soltarle el pie—. ¡No me vas a decir que fue falta! —Entonces sí, con una leve sonrisa socarrona, lo soltó.

Lionel encaró a Nando, que ya daba por terminado el entuerto. Literalmente hablando, le puso el pecho y lo frenó.

—¿Qué te pasa?, ¿sos piola? —dijo Lionel mirándolo fijo con el ceño fruncido.

Nando no se achicó. También le puso el pecho y lo miró fijamente a los ojos.
—Van tres faltas claras que hacés y te las dejan pasar. ¡Tres! Conmigo no te hagás el vivo. Jugá bien y no te hagas el canchero —le advirtió nariz con nariz.

La idea de Nando era, dicho esto, continuar con el partido. Pero esta vez las cosas eran diferentes: ninguno retrocedía y, cara a cara, conformaban una promesa de pesos pesados que garantizaba historia: ambos de contextura grande, pero con media cabeza de ventaja para Lionel y un entrenamiento de gimnasio que era evidentemente bastante más exigente que el de Nando.

Nando comprendió que estaba en problemas. Todos los presentes los rodearon expectantes. El tiempo parecía suspendido y el silencio, eterno. «No puede suceder nada. El técnico va a separarnos en cualquier momento», pensó Nando y escuchó cómo el técnico apostó 100 pesos por Lionel mientras uno de sus amigos no se animó a aceptar la apuesta.

Pocas veces había peleado mano a mano. Miraba a Lionel esperando algún movimiento, alguna amenaza, grito o insulto. De pronto el movimiento esperado llegó. Cuatro de sus nudillos impactaron en la parte izquierda de la cara, en el maxilar, justo adelante de la oreja. Los sonidos se apagaron para Nando y recién ahí su pelea comenzó. El intenso dolor activó algo en él y los puñetazos comenzaron a cruzarse para uno y otro lado. Lionel esquivaba, Nando solía recibir, pero la pelea se fue tornando más pareja, aunque Nando llegaba al rostro de Lionel sin demasiada fuerza, y Lionel sonaba contra el maxilar de Nando, que soportaba estoicamente.

Cuando Nando se abalanzó sobre Lionel y lo llevó al piso, donde se sentía más cómodo y con más experiencia, el técnico, seguido por algunos de los compañeros, interrumpió la pelea para separarlos. 
Se miraron fijo y sin hablar mientras los alejaban. Luego de reunirse el técnico con la comisión de disciplina del club, se los notificó de una semana de suspensión y los sacaron por distintas puertas.
Durante esa semana Nando no salió. El maxilar le dolía tanto que casi no hablaba. La comida sólida fue una complicación por más de un mes y, con cara de enojado con el mundo, se convirtió prácticamente en monosilábico, emitiendo apenas las palabras mínimas y necesarias. Seguramente, algo se rompió. No sabía qué, pero algo se había roto. Cada noche en su cama, se prometía que nadie iba a conocer su dolor, y así fue. Esa fractura fue una herida silenciosa e imborrable que nunca vería la luz.

Superada la semana, ambos volvieron al entrenamiento sin dirigirse la palabra. Nadie quería darle la espalda a Nando, pero evidentemente algo había cambiado en esos días de encierro. Nando no lograba entender y una cantidad infinita de fantasmas se hizo presente. Volvió a su casa derrotado, mientras el resto de los pibes se quedaba tomando algo en el club. 

Esa tarde su padre le dio la noticia. Se lo comentó de la mejor manera posible para que no se sintiera incómodo o molesto con la decisión. La situación en la empresa había mejorado lo suficiente y volvían a estar en una buena posición. Todo estaba resuelto, la familia volvía a Palermo.

Para Nando no importaba lo que los demás pudieran pensar desde ese momento. Él mismo, sin que nadie pudiera enjuiciarlo, acababa de juzgarse y aceptar su primera gran derrota.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Tornados en silencio

Podría quitarme la vida,
arriesgarla en una esquina,
o esperar que el impulso de la explosión
me disperse
para de cada parte de mí
iniciar un nuevo estallido.

Hasta acabar conmigo
sin conseguir nada.

Podría buscar la forma
que no existe,
e intentar llegar a una meta
que se escapa a cada paso,
como si en cada uno
le acertara un puntapié.

Va cayendo el sol
de salvadores vencidos
que decían vender tiempo
y compraban mi futuro.

Todo tenía un precio,
pero no termino de abonar
un infinito creciente
de tiempo encerrado en relojes
e inconstantes calendarios.

Cometemos el error
de confiar que ante la cuerda
nos va a salvar aquél
que supimos desatar
de las sogas de las sogas.

Yo no rifo nada
ni vendo mi alma, tengo
una infinita cosecha de frutos
que aún confían ver el sol.