Es bueno volver a los lugares de siempre con la frente alta. Las vueltas de la vida pueden colocar a alguien en los lugares buscados o sorprenderlo. Así, las cuestiones económicas del país llevaron a que, entrando en la adolescencia, Fernandito tuviera que mudarse de su casa de siempre, en Palermo, para vivir en un barrio del Gran Buenos Aires. A determinadas edades los cambios pueden ser muy frustrantes, o no tanto, pero siempre dejan alguna marca.
Recién a los 15 años, había logrado el relativo nivel de respeto y confianza que siempre había pretendido. Se movía cómodo entre su grupo de amigos incondicionales y el resto del piberío del barrio, que ya lo tenía entre los imprescindibles de la barra. Una barra ciertamente sin cabecilla, claro, ni necesidad de uno. Las historias eran más largas y épicas que las realidades, y las anécdotas eran más palabras que acción, pero Nando había conseguido un equilibrio bastante respetable.
En definitiva, cumplía con los estándares necesarios para ocupar el lugar que tenía en la barra, sobre todo con su compromiso, presencia y compañerismo. Nando había vivido en Palermo hasta los 12 años. Después, su familia se mudó al barrio. Cuando cumplió los 16, en la esquina de su casa (viejo caserón abandonado que funcionaba de punto de encuentro de la barra) comenzó una obra en construcción que duró casi un año. Una casa blanca de tres pisos con detalles en madera y tejas negras se erigió en la esquina como un monumento indiscutible. Nada cambió más que la incógnita de saber quiénes serían los nuevos dueños que dejaban a la barra sin su predio preferido.
Después de ese verano, los nuevos vecinos se mudaron a la casa de la esquina y, días más tarde, todos conocían a Lionel, el nuevo integrante de la barra. Los pibes no perdieron la costumbre de juntarse en la esquina y ahora Lionel era el dueño del lugar. Con sus 17 años, su familia se había cansado de los ruidos de Recoleta y se construyeron su lugar en el barrio, justo en la esquina en que Nando, sus amigos y toda la barra se juntaron siempre.
Lionel no era mal pibe, pero para Nando algo de humildad no le hubiera venido mal. Según él, el nuevo traía esas ínfulas de Nobleza o exclusividad sofisticadamente europea que suponen tener los habitantes de Recoleta. Solía decir que eran pibes que creían nacer adultos, con una seriedad tan superficial como sus sentimientos. Nando tampoco era mal pibe, pero para Lionel ese aire de justiciero y esa falsa humildad que profesaba no le hacían mejor que nadie, todo lo contrario. Estaba convencido que los pibes de Palermo creían ser superiores a todos, siempre cancheros, creyéndose agradables y divertidos como ningún otro.
No pasó más de un mes que todo el piberío se había acercado a Lionel y, debido a que Nando no quería perder su lugar, observaba en detalle todas las situaciones entre absorto y decepcionado, juntando una frustración tras otra. La casa de Lionel ya era lugar de reunión, se anotó en el mismo club de fútbol, tenía auto y licencia, y todas las pibas del barrio ya lo llamaban Lío.
Una tarde en el club, Lionel y Nando se enfrentaron en equipos opuestos durante un entrenamiento de fútbol. El técnico lo llamaba Laionel, y Nando soportó esa tarde durante todo el primer tiempo que a Laionel se le perdonaran algunas faltas de las que a él le cobraban sin lugar a duda.
A poco de terminar aquel primer tiempo, Lionel corría con la pelota cegado hacia el arco, Nando lo corrió de atrás con todas sus fuerzas y, cuando parecía que lo iba a asesinar, tiró un manotazo y alcanzó a cachetear su pierna tomándola por el tobillo. Lionel no cayó, alcanzó a frenar entre algunos saltitos sin que Nando lo soltara hasta que pudo mantenerse en pie. Con su pie todavía en manos de Nando, miró hacia atrás. Con cara de pocos amigos y haciendo montoncito con la mano, le preguntó:
—¿Qué hacés?
—Nada —contestó Nando con sarcasmo y sin soltarle el pie—. ¡No me vas a decir que fue falta! —Entonces sí, con una leve sonrisa socarrona, lo soltó.
Lionel encaró a Nando, que ya daba por terminado el entuerto. Literalmente hablando, le puso el pecho y lo frenó.
—¿Qué te pasa?, ¿sos piola? —dijo Lionel mirándolo fijo con el ceño fruncido.
Nando no se achicó. También le puso el pecho y lo miró fijamente a los ojos.
—Van tres faltas claras que hacés y te las dejan pasar. ¡Tres! Conmigo no te hagás el vivo. Jugá bien y no te hagas el canchero —le advirtió nariz con nariz.
La idea de Nando era, dicho esto, continuar con el partido. Pero esta vez las cosas eran diferentes: ninguno retrocedía y, cara a cara, conformaban una promesa de pesos pesados que garantizaba historia: ambos de contextura grande, pero con media cabeza de ventaja para Lionel y un entrenamiento de gimnasio que era evidentemente bastante más exigente que el de Nando.
Nando comprendió que estaba en problemas. Todos los presentes los rodearon expectantes. El tiempo parecía suspendido y el silencio, eterno. «No puede suceder nada. El técnico va a separarnos en cualquier momento», pensó Nando y escuchó cómo el técnico apostó 100 pesos por Lionel mientras uno de sus amigos no se animó a aceptar la apuesta.
Pocas veces había peleado mano a mano. Miraba a Lionel esperando algún movimiento, alguna amenaza, grito o insulto. De pronto el movimiento esperado llegó. Cuatro de sus nudillos impactaron en la parte izquierda de la cara, en el maxilar, justo adelante de la oreja. Los sonidos se apagaron para Nando y recién ahí su pelea comenzó. El intenso dolor activó algo en él y los puñetazos comenzaron a cruzarse para uno y otro lado. Lionel esquivaba, Nando solía recibir, pero la pelea se fue tornando más pareja, aunque Nando llegaba al rostro de Lionel sin demasiada fuerza, y Lionel sonaba contra el maxilar de Nando, que soportaba estoicamente.
Cuando Nando se abalanzó sobre Lionel y lo llevó al piso, donde se sentía más cómodo y con más experiencia, el técnico, seguido por algunos de los compañeros, interrumpió la pelea para separarlos.
Se miraron fijo y sin hablar mientras los alejaban. Luego de reunirse el técnico con la comisión de disciplina del club, se los notificó de una semana de suspensión y los sacaron por distintas puertas.
Durante esa semana Nando no salió. El maxilar le dolía tanto que casi no hablaba. La comida sólida fue una complicación por más de un mes y, con cara de enojado con el mundo, se convirtió prácticamente en monosilábico, emitiendo apenas las palabras mínimas y necesarias. Seguramente, algo se rompió. No sabía qué, pero algo se había roto. Cada noche en su cama, se prometía que nadie iba a conocer su dolor, y así fue. Esa fractura fue una herida silenciosa e imborrable que nunca vería la luz.
Superada la semana, ambos volvieron al entrenamiento sin dirigirse la palabra. Nadie quería darle la espalda a Nando, pero evidentemente algo había cambiado en esos días de encierro. Nando no lograba entender y una cantidad infinita de fantasmas se hizo presente. Volvió a su casa derrotado, mientras el resto de los pibes se quedaba tomando algo en el club.
Esa tarde su padre le dio la noticia. Se lo comentó de la mejor manera posible para que no se sintiera incómodo o molesto con la decisión. La situación en la empresa había mejorado lo suficiente y volvían a estar en una buena posición. Todo estaba resuelto, la familia volvía a Palermo.
Para Nando no importaba lo que los demás pudieran pensar desde ese momento. Él mismo, sin que nadie pudiera enjuiciarlo, acababa de juzgarse y aceptar su primera gran derrota.