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miércoles, 8 de junio de 2022

La marca de la despedida (Cuento)

Oligarca, le habían escrito. 

A Mabel la pandemia le había complicado la vida de una manera salvaje y brutal. En un primer momento, Darío no podía trabajar en la imprenta porque habían reducido el personal a 1/3 de su totalidad, debido a la necesidad de un cierre temporal. Trabajaba en la seguridad de la empresa, revisando los bolsones del personal al ingresar y salir de cada turno de trabajo, pero entonces comenzó a trabajar un solo turno y la cantidad de trabajo era cada vez menos. 

Se suponía que serían 15 días, después un mes, lo extendieron 15 días más durante 3 meses y la imprenta, cerrada, no soportó más la situación. Los de menor antigüedad fueron cesanteados al cuarto mes. Nadie imaginaba entonces que esos 15 días de aislamiento se convertirían en más de 550 ininterrumpidos. La empresa cerró definitivamente a los 14 meses de aislamiento. 14 meses sin poder trabajar y teniendo que mantener unas 20 familias. 

Mabel la pasó muy mal durante la pandemia. Darío se quedaba en casa todo el día y los cuatro chicos, sin clases, tenían prohibido salir de los 35 m2 de la casilla. Mabel tenía un plan del Gobierno, como todas las madres del barrio, pero también tenía 6 casas en las que limpiaba una vez por semana, y dos o 3 más en las que, con suerte, la llamaban cada 15 días. A veces llegaba agotada, a las 21, con apenas tiempo de cocinar para los 6 y limpiar un poco. El día, para ella siempre arrancó antes de las 7. A las 8 los chicos al colegio, Darío a la imprenta y ella a tomar los distintos colectivos según la casa que le tocara atender en ese día. Los fines de semana le daban el tiempo necesario para lavar la ropa de los chicos, la de Darío para el trabajo y dejar la casa lo mejor posible para empezar la semana. De sus cosas se ocupa todos los días un poco, cuando le alcanza el tiempo. 

Oligarca, le habían escrito. A Mabel, que se levantaba cada mañana a las 6:30 h y con suerte se acostaba antes de la 1:00 del día siguiente. La pandemia la fue golpeando día a día. Desde lo físico como lo moral, desde lo psicológico… la pandemia y el aislamiento la castigaron demasiado a Mabel. Con un poco de suerte, ella y Darío iban a comprar una casita, toda de material, a 7 cuadras de donde vivían. Casi afuera del barrio, a media cuadra de la avenida asfaltada que separaba los municipios. Por ahí pasaba el colectivo. La casa ya la tenían apalabrada con Darío, les faltaba un “pucho” que iban a conseguir en los meses siguientes con trabajo y algunas privaciones, como venían haciendo hace años, para poder ahorrar el “canuto” que venían engordando mes a mes. Al fin iban a tener dos habitaciones, una para los chicos y una para poder descansar merecidamente tranquilos ellos solos. El comedor y la cocina completaban los 75 m2 de casa, y un patio pequeño les daría algo de privacidad y esparcimiento en el fondo, donde poder hacer de vez en cuando unas hamburguesas o una choriceda con familia, juntarse con algún pariente y que los chicos puedan compartir sábados con primos o amigos. También tenían un espacio guardacoches, que con el tiempo seguramente cerrarían para hacer una tercera habitación. 

Oligarca, habían escrito. ¡somos Patria! 

Mabel y Darío habían reacondicionado la casilla, y la dejaron en las mejores condiciones. También ellos tenían su casa apalabrada. Habían quedado con un vecino que se las compraba ni bien firmaran lo de la avenida. A la casa ya le habían hecho “el fino” y le habían dado algunas manos de Blanco. Estaba como nueva. 

Todo venía bien, las cosas se venían pudiendo cumplir según lo planeado hasta que la pandemia les complicó un poco los planes. El anuncio de los primeros 15 días de aislamiento obligatorio no los afectó, la primera extensión de 15 días más tampoco, pero las sucesivas extensiones de 15 a 20 días, 9 en total, de alguna manera le complicaron la vida a Mabel.  

¡Oligarca! ¡insensible! ¡Primero el otro! ¡Viva la igualdad! 

En esos momentos, con el aislamiento obligatorio, Mabel estaba condenada a disfrutar de su marido y sus hijos durante todo el día, todos los días. Ella no iba a tener que trabajar, su marido tampoco, y los chicos no debían asistir al tedioso colegio cada día. 

Todos los mediodías podían sentarse a la mesa para almorzar toda la familia Junta. Antes los chicos almorzaban en la escuela, Darío en el comedor de la imprenta, y ella siempre comía algo en las casas en que trabajaba, salvo los miércoles que terminaba a las 14 y la dueña no acostumbraba a darle algo de almuerzo antes de retirarse. La mitad de las comidas de la familia habían estado cubiertas entre los trabajos y la escuela, cosas que la pandemia fue convirtiendo en un recuerdo cada vez más lejano. 

Sin ingresos, Mabel bancó todo lo que pudo con su plan del Gobierno, que cubría casi el 10% del ingreso de la casa. con ese beneficio del Gobierno y un par de favores, que le consiguió el puntero del barrio con unas tarjetas que repartió el intendente, para comprar alimentos en comercios amigos. 

¡Oligarca! A Mabel, que los primeros 13 meses de aislamiento obligatorio mantuvo a su familia con el plan del Gobierno, y se fueron almorzando la casita de la avenida asfaltada hasta quedarse sin un solo peso partido al medio y mendigando ayuda al puntero del barrio, que no dejaba de explicarle que “la cosa estaba difícil para todos” y que “encima, sin marchas por el aislamiento social obligatorio para el bien general, para poder cuidar al otro, al compañero, al compatriota… sin marchas, tenía muy pocas herramientas para generar ingresos a las familias del barrio” . Además, había” prioridades para quienes siempre participaban activamente con la causa”, y no se la había visto colaborando mucho a ella, o alguien de la familia. 

Darío, saliendo de casa para cartonear y golpear puertas ofreciéndose para lo que sea, algunos trabajitos menores conseguía. Hasta que después de 13 meses de pandemia se “la pegó”. Fueron 6 días terribles. Al segundo día lo internaron; y a ella y los chicos los confinaron a su casa sin poder salir por 15 días. Los vecinos, algunos bastante insensibles y poco amigables, se encargaban de controlar que los infectados, o sus contactos estrechos, lograran el estricto cumplimiento de la cuarentena. 

Por el bien general, ni Mabel ni los chicos pudieron despedirse de Darío. Con el plan y una tarjeta de compra de alimentos, que generosamente le gestionó el puntero cuando Darío fue víctima de la pandemia, lograron ella y los chicos llegar al mes 18 de aislamiento.  

La palabra por la venta de la casa había caído, igual que la casa de la avenida asfaltada, igual que los ahorros de estos últimos años, igual que la existencia de Darío, igual que la dignidad de Mabel; pero antes de las elecciones el antiguo interesado en la casilla volvió a hacerle una oferta por la propiedad, pero entonces por el 60% del valor que habían conversado la última vez. 

-La situación está difícil. - le dijo parado en la puerta de la casa, mientras acariciaba la cabeza del menor de los huerfanitos. Mabel no quiso saber nada. 

¡Somos patria! ¡Insensible! ¡Primero el otro! ¡Viva la igualdad! ¡Oligarca!, decía en la pared blanca del frente de la casa de Mabel, que con tanta dedicación, esmero y esperanza había terminado con Darío hacía poco más de un año. 

-votá bien, Mabel. -le había recomendado Gladys, su vecina, que también cobraba un plan, como ella. Gladys le había hablado al puntero para que le consiga la tarjeta de comida a Mabel cuando Darío se fue. Ella cobraba el mismo plan que Mabel, y tenía también la tarjeta de comida. En realidad, Gladys tenía varias tarjetas y cobraba por sus 7 hijos con algún extra que, por supuesto, siempre le conseguía el puntero. El marido de Gladys también cobraba un par de planes del Gobierno, y era muy amigo del puntero. Cuando Mabel y los chicos cumplieron los 15 días de encierro por el contagio de Darío, Gladys y su marido se acercaron a tomar unos mates a la casa, y le ofrecieron su total y absoluta colaboración desde ese mismo instante. 

-Quédate tranquila que somos un montón de compañeros y compañeras que estamos permanentemente trabajando para que la gente del barrio tenga todo lo necesario. Rodolfo, el puntero, es un tipo “macanudo” que siempre se preocupa por los demás y no hace diferencias con nadie. ¡con nadie!- le repitió con el dedito índice levantado. -Para él, la igualdad, la patria y la lealtad, son los valores más importantes, así que vos despreocupate que él y la agrupación se van a ocupar de darte todo lo que necesites. Además, Rodo habla todas las semanas con el intendente para pasarle todas las novedades del barrio, y el otro día hablaron de vos y un par de mujeres más que están en una situación similar. - le explicó el marido de Gladys. 

El domingo de las elecciones Gladys le cuidó a los chicos a Mabel mientras el marido la llevó a votar, junto a otros vecinos. En la puerta de su mesa de votación lo encontró a Rodolfo, el puntero del barrio, que se acercó a saludarla y comentarle que había hablado con el intendente y que estaba por salir una “ayuda especial extraordinaria” exclusivamente para ella; le dijo con lo que parecía ser una sonrisa detrás de su barbijo con la bandera argentina bordada. 

Por la tarde, cuando retiró los chicos de la casa de Gladys compartió unos mates y, con mucha pena y bronca al mismo tiempo, no pudo ocultar más su descontento con algunas cosas que venían sucediendo, y que este último año le terminaron de hacer sentir que le habían arrebatado 10 años de su vida. 10 años de esfuerzo y progresos. 

-Es que la pandemia nos mató- dijo Gladys. -imagínate si hubieran estado los otros oligarcas, antipatria, inescrupulosos de guante blanco. ¿cómo hubiéramos terminado? Ahora el estado nos provee de todo lo necesario que nos haga falta. Todo lo necesario que te haga falta lo vas a tener siempre porque es tu derecho, el derecho de todas ¿lo entendés? Con los otros asesinos estafadores hubiéramos tenido que salir a trabajar para poder darle de comer a nuestros chicos. – sentenció firmemente, como tantas otras personas del barrio que suelen repetir un puñado de frases similares simulando que se les ocurren de pronto. 

El lunes por la mañana, la casa de Mabel parecía una pizarra gigante en medio del barrio, con pintadas de todo tipo, e insultos. En la semana Mabel tuvo que vender la casa por el 40% de su valor y se mudó al barrio de su madre, con la intención y la esperanza de poder empezar de nuevo. Antes de irse, apenas unos días después de la elección en la que perdió el intendente, se levantaron todas las medidas de pandemia en el país entero, y tuvo un fuerte enfrentamiento con Gladys, a quién quedó condenada a recordar por el resto de los días, cada vez que observe su cara en el espejo, con la marca de la despedida. 

sábado, 21 de mayo de 2022

Remedios para ser

Busco remedios para no pensar, y los fantasmas esgrimen mejores estrategias para invadir mi privacidad. Se adueñan de mi hogar, de mis objetos personales, de mis afectos, de mi cabeza, de mi cuerpo, y hasta de la totalidad de mis enemigos.

Un búho de vientre colorido y parpadeante vigila mis movimientos, al tiempo que mi mundo imaginario comienza a desmoronarse y la realidad estalla por los aires cuando me observo en el espejo. La onda expansiva alcanza hasta el último de los rincones de mi universo. La nada comienza a transformarse en la totalidad de la existencia; y sigo pensando inmutable, mientras busco remedios para la nada en mí.

lunes, 23 de agosto de 2021

Extraños hábitos (Cuento)

El color rojizo del amanecer invadía la habitación del Petit hotel cuando ella abrió los ojos. Un aroma a primavera, verde, fresco, que ingresaba desde los malvones que espiaban por la ventana, se mezclaba con el olor a madera lustrada de la habitación y el perfume a lavanda que aromatizaba el ambiente.

Se enrolló con las sábanas hasta el cuello, se acomodó de costado y se quedó inmóvil, observando al hombre con quien había compartido la noche.

Se sentía bien. Maravillosamente bien. Tanto que le avergonzaba saber que se le notaba en el rostro, sin que pudiera hacer nada para ocultarlo. Debía remontar sus recuerdos hasta la adolescencia para poder suponer siquiera una noche semejante, tan alegre, tan sensual y espontánea. Una noche tan excepcional que le permitió atreverse a dormir con un desconocido. “¡Pero qué noche increíble!” pensó de inmediato.

Él dormía profundamente. Mejor así. Podía entonces recorrer con detenimiento cada detalle de su rostro en reposo, descubrir las líneas de su cuerpo cubierto hasta la cintura por la ropa de cama, y enternecerse con esa postura casi fetal, aferrándose a la almohada como si en ella hubiera encontrado su amante ideal. “Ojalá hubiera despertado así, enredada entre sus brazos”. Imaginó ella. Pero si esa situación se hubiese presentado, difícil hubiera sido poder levantarse sin despertarlo; y ya era muy tarde para ella, que debería haber regresado la noche anterior.

De un momento a otro, el sol declararía la llegada definitiva del día y podrían notar su ausencia.

Destapó su cuerpo desnudo y se fue acomodando lentamente, hasta que pudo levantarse sin haber hecho movimientos bruscos, que pudieran interrumpir el sueño de su acompañante.

Algo encorvado, como si de esa forma las maderas del parqué reconocieran que no debían crujir, llevó su cuerpo hasta la silla, donde anoche dejó su ropa de calle y su enorme cartera tipo bolso. Recogió todas sus pertenencias, las apretó contra su vientre para que nada cayera y llevó todo hasta el baño, para poder vestirse sin temor a que su amante soñado pudiera escucharla y despertase sorprendiéndola en pleno plan de huida.

Buscó su celular en el bolsillo de la cartera para mirar la hora. Eran las 6:30. Demasiado tarde para llegar vestida con ropa de salida. Abrió el bolso y sacó una muda que llevaba guardada y metió toda la ropa de la noche anterior. Apenas pudo cerrarlo, pero lo cerró.

Cuando iba a comenzar a vestirse redescubrió, después de mucho tiempo, la imagen de su cuerpo en el espejo. Se tomó un momento para contemplar la devolución.  Se veía hermosa. Se gustaba. Le gustaba lo que veía. Se observó de frente y perfil. Se miró los pezones, los pechos; se sorprendió de encontrarlos todavía vivos y alegres. Se estudió el abdomen, que cargaba unos centímetros más de lo que suponía pero que no quedaban nada mal. Creía, incluso, que estaba más bella que hacía 10 años, cuando acusaba 30 y estaba convencida que la debacle resultaba inminente e inevitable y se castigaba con dietas y ejercicios de todo tipo.

Estaba, en ese preciso momento, descubriendo en ella una mujer de verdad, una mujer bella, sensual, una mujer de 40 años más viva que nunca.

Hubiera continuado con su Tratado topográfico, pero no podía perder más tiempo y comenzó a vestirse de inmediato como si acabara de salir de un trance hipnótico.

Por la aplicación del celular solicitó un auto, que llegaría en 10 minutos en la puerta del Petit hotel.

Asomó su cabeza desde la puerta del baño para observar cómo dormía, totalmente inconsciente, el culpable de su sonrisa irrevocable después de tantos años. Comprendió que no podía desaparecer de esa manera, sin dejar algún rastro que le permitiera, de ser posible, revivir esa historia, breve por ahora, sin dejar un contacto, una esperanza para que esa noche maravillosa y mágica, representara mucho más que un idílico sueño.

Dejó su número de celular anotado en un papel que pegó en el espejo. “Tal vez no pueda responder de inmediato, pero moriría por tener noticias tuyas! Escribió debajo del número.

Se alejó un poco del espejo para verse de cuerpo entero. Ya no era la misma. Esa mañana estaba segura de recordarse así para siempre. Emprolijó su hábito y mirándose fijamente a los ojos, se colocó la toca con la cofia encima. Estaba lista.

Cargó su bolso al hombro, abrió la puerta de la habitación silenciosamente, con el mayor de los cuidados y, ya afuera y antes de cerrar, echó tal vez la última mirada sobre su Adonis Durmiente.


lunes, 2 de agosto de 2021

El último reino (Cuento) - (¡¿de hadas?!)

El poder de la ambición y las artes oscuras fueron más fuertes que este humilde príncipe que coqueteó, sin tomar verdadera conciencia del umbral que franquearía, con los poderes de los magos blindados. Me ofrecí gentilmente a enfrentar sus batallas con mi ejército de voluntadores y, tras salir victorioso de todas las batallas, el temor se apoderó de los villanos ocultos que convivían en palacio y me juzgaron en obsceno juicio una noche, cuando la conquista de los reinos prometidos se había hecho realidad ante los ojos del mundo.
Tras haber sido desterrado del reino de la luz azul, fui asilado en los bastiones de la creación, donde la resistencia se congrega bajo las enseñanzas de ancestrales maestros, y bajo la protección de los Dioses de la palabra, las artes y la magia simple.
Viajé por tierras desconocidas y descubrí costumbres milenarias, transité noches de más de 20 horas con amaneceres tenues y efímeros, siempre con las inevitables maldiciones a cuestas, de mis traidores oscuros, y una última esperanza de convertirme en, apenas, un maestro de la resistencia, donde todo es posible y la felicidad consiste en la belleza de vivir, mientras se acicala la existencia del universo con la exteriorización de sus poderes.
Recluida en un poblado concurrido, del otro lado de la ría, al sur del reino opulento de los aires grises, una innegable realeza se desempeñaba en diferentes artes para poder sobrevivir, y alimentar a su príncipe pequeño que intentaba encajar en el nuevo mundo.
Cuando buscaba la tierra donde consolidar mi existencia, ya alejado de mis viejas batallas, el destino permitió que alojara un tiempo mi nueva identidad en la posada rivereña, donde depositaba su historia aquella reina, cierta y humilde, desconocida hasta ese entonces por este despojado.
La reina pequeña, abandonada por su rey guerrero al mando de su ejército de los sangrientos de Beraza, y después de haber dado a luz a su primogénito, había sido despojada de su reino, mientras todo su poder era absorbido por los ambiciosos seres del maléfico Lord Ka.
La necesidad de acercar utopías y realidades a un lugar de encuentro hizo que descubriera de inmediato, en la primera mirada de la reina Lar, el sitio exacto del universo donde las posibilidades se aproximaban a una colisión de destinos, que pueden conformar ese reino perdido del que los maestros suelen tomar su sabiduría.
Resultaron innecesarios los ejércitos y las batallas para que el destino de un nuevo reino comenzara a tomar forma entre ese encuentro de universos. La creación comenzaba a imponerse sobre las conquistas de los intereses oscuros de la existencia, y una nueva era asomaba como cierta, encabezada por este despojado príncipe y la reina pequeña.
En poco tiempo se conformó, casi sin proponerlo, el reino de la última creación, el reino de un equilibrio vacilante, que se radicó en los alrededores del viejo mundo y comenzó a crecer a velocidades impensadas, dando lugar a la nueva era, la era del florecimiento.
Era de prever que las noticias llegaran a oídos oscuros y que ejércitos se lanzaran a la conquista o destrucción de todo lo que pudiera eclipsar sus monarquías. La reina pequeña, y su príncipe Lamour, me abrieron las puertas para concebir juntos el nuevo destino, y el reino creciente comenzó a evitar los ataques esperados y a desbordar de crecimiento, alertando así a las fuerzas de los viejos reinos sobre algo nuevo y desconocido que se estaba gestando.
El nuevo reinado, que llevaron a cabo este despojado y la reina pequeña, se concibió como un reino sin reyes y logró lo que nadie hubo de lograr jamás en la historia del viejo mundo. Todos los reinos existentes se unieron, firmaron un pacto de no agresión entre sus territorios, y otro de unión total de sus fuerzas para la conquista del nuevo reino.
Una noche de verano rodearon las tierras del nuevo reino sin que nadie lo advirtiera. Se presentaron todos los ejércitos habidos, los magos negros de cada tierra y los brujos reales de cada monarca. Dioses oscuros tomaron los cielos y fuerzas invisibles se adentraron al territorio para invadir desde el interior el nuevo mundo. Antes que el sol pudiera nacer en el horizonte, atacaron con todas sus fuerzas y todos sus ejércitos. Invadieron a ciegas el territorio desconocido, destruyeron toda edificación que encontraron, y arrancaron cada corazón que latiera. Se lanzaron las pócimas más inimaginables y los hechizos y maldiciones mas terribles y duraderas. Los dioses oscuros pusieron fin a la batalla limpiando el territorio a fuerza de tormentas, rayos y vendavales, hasta que el sol comenzó a ponerse por detrás del mar. Lo primero en verse fueron las barcas de pescadores, sanas y salvas, volviendo a la costa junto a los Dioses de la palabra, las artes y la magia simple. Llegaron a la orilla y tocaron tierra con su ejército de hadas, que ayudaron a limpiar los aires grises que la noche había dejado sobre las nuevas tierras. Cuando la luz del sol despertó al reino, los ejércitos más feroces yacían desparramados por todo el territorio. Los trajes guerreros con sus distintas insignias se encontraban repartidos en la tierra, sin ningún cuerpo en su interior. Cetros de hechiceros y trajes de magos negros se encontraron en los alrededores, cubiertos de cenizas púrpuras y despidiendo vapores hediondos. Los primeros en despertar alcanzaron a ver las últimas imágenes de la batalla, antes que todo resto se desvaneciera mágicamente. Por lo demás todo se encontraba intacto. Entre los madrugadores pobladores, este despojado príncipe y la reina pequeña le comunicamos a Lamour que Florencia, la nueva era que tanto habíamos ansiado, acababa de llegar al nuevo mundo, donde todos somos reyes de nuestro destino.
Se supo que en los viejos reinos se vivieron momentos tensos, de cambios inesperados. Las monarquías todas habían perdido, quien sabe dónde, cómo y porqué, la totalidad de sus ejércitos, sus armas, y sus magos y hechiceros; los reyes perdieron su poder y los pueblos dejaron de servirles.
Después de Florencia, el nuevo reino se extendió mágicamente a través de la tierra. El viejo mundo quedó atrás, en la historia oscura y no deseada de las eras del pasado, y una nueva generación de maestros comenzó a intentar, de este mundo, un lugar semejante a lo inmaculado.

La medalla (Relato de un objeto)

Recuerdo enseguida a mi abuelo en la playa. Parado observando el mar, sentado jugando al truco con su grupete de amigos de todos los veranos. También se me presenta en casa, en las cenas de los fines de semana, en la época donde todos los sábados se cenaba en casa, con más de 15 invitados y hasta quien apareciera por casualidad. Recuerdo cientos de momentos con mi abuelo Osvaldo, pero siempre, en algún instante de esos momentos mi abuelo llevaba su mano al pecho y acariciaba o frotaba su medallita de oro. Era una medalla con la virgen de la medalla milagrosa, redonda, sencilla, simple. De un lado la medalla la virgen María sobre el mundo, con sus manos abiertas. Del otro lado la inicial de Maria con la cruz de su hijo, y la imagen del sagrado corazón de Jesús y el inmaculado corazón de maría.

También recuerdo el empeño que le ponía, de tanto en tanto, algún sábado por la mañana, cuando desplegaba todo lo necesario para limpiar y lustrar la medalla una y otra vez.

Esa medalla redonda, siempre brillante y siempre presente en la imagen de mi abuelo, me fue obsequiada tras su partida, para llevarlo conmigo siempre, hasta dónde yo decida que me acompañe. Sería grandioso poder dejarles la historia hasta ahí, donde la medalla de mi querido abuelo-padre, Osvaldo Valledor, hubiera quedado en mi pecho para siempre, o al menos hasta hoy. Es verdad que de inmediato la medalla paso a colgar de mi cuello para nunca más salir de ahí, pero fue a los pocos meses que un día la medalla desapareció de la cadena que la sostenía y nunca más pude encontrarla. El ganchito que cerraba la cadena estaba algo defectuoso, lo que provocó su apertura y permitió la liberación de la medalla milagrosa quien sabe a dónde. La cadena quedó colgada de mi cuello como si nada hasta que, como hacía mi abuelo constantemente, quise tocarla para recordarla o sentirla presente, y fue ahí que noté la cadena colgando de mi cuello, abierta, sin dije alguno. Lloré. Lloré mucho hasta que logré convencerme de que no fue mi culpa y que, tal vez, así debía ser.

Hace unos días, 6 años después de aquel momento, cuando mi esposa salió a recibir un pedido de la verdulería a la puerta de calle, alcanzó a ver algo que brillaba al lado de la bolsa de verduras. Lo levantó y observó que era una medalla. Redonda, brillante, con una imagen de una virgen. La dejó en un rincón de la mesada, pensando en limpiarla, para después obsequiármela, pero la encontré esa madrugada cuando, desvelado, me había levantado de la cama para beber algo. Mi sorpresa fue increíble. No era la medalla de mi abuelo, pero se parecía muchísimo. Era la virgen de la medalla milagrosa, la misma que la medalla de mi abuelo, sin bordes, redonda, la misma medalla. Al girarla para ver el dorso me encontré con una imagen distinta a la que esperaba, en ese reverso no se encontraba la inicial de María ni los corazones que llevaba la medalla de mi abuelo Osvaldo. Esa medalla, llevaba en su reverso otra virgen, la virgen del Carmen. Esa aparecida medalla, traía en su anverso la virgen “María” y en su reverso la virgen “del Carmen”, esa medalla que me recordó a mi abuelo Osvaldo, que me hiso sentir, como una señal divina, que el destino quería que continuara recordando a mi abuelo, me estaba haciendo sentir entonces, que mi madre, María del Carmen, quien 9 meses después de la partida de mi abuelo, su padre, también se fue de este mundo, quería también estar presente en ese recuerdo.

Hoy tengo esa medalla guardada, esperando limpiarla y pensar que hacer con ella. No sé si es importante lo que vaya a hacer, si la cuelgo de cuello para siempre o no, pero lo que si sé es que las casualidades no existen y las medallas no son tan importantes como los recuerdos que llevamos, no colgados de nuestro cuello, sino, colgados de nuestra memoria.

jueves, 22 de julio de 2021

La mala compañía (Cuento)

Quería volver a ser libre como antes. Como cuando éramos niñas y no había miedo a nada, y nos medíamos en el marco de la puerta para ver cuanto crecíamos, y nos pesábamos en la balanza del baño, y nos cambiábamos mil veces frente al espejo detrás de la puerta, y cantábamos y bailábamos durante horas y horas.

Pero yo no era tan fuerte. Ella me lo repetía una y otra vez —Claudia, si no hacemos las cosas con disciplina estamos condenadas al fracaso—. Yo creía que estaba en lo cierto, yo me encontraba desbordada y la culpa me angustiaba tanto que no me permitía relajarme. Volví a entrenar cuatro horas por día, a seguir una vida saludable, comer sano y lo necesario. No íbamos a darle lugar a aquellos que buscaban sabotear nuestros proyectos. ¡Si no hacíamos mal a nadie!

Poco a poco me alejé de todos los que me juzgaban y pudimos continuar con absoluta disciplina nuestro estilo de vida. Nos habíamos ido a vivir solas, y por unos meses nadie nos molestó. Podíamos hacer nuestros ejercicios, comer como quisiéramos, y ver como alcanzábamos nuestros objetivos, como día a día nos acercábamos a ser como queríamos.

Una noche descubrí mis uñas azules y comencé a pintarlas de bermellón, cuando ella volvió a pelear conmigo. Esa noche quise llorar, desaparecer, que el suelo se abriera justo bajo mis pies y me disfrazara de catástrofe. Quise gritar, pero no pude. Hasta ahí había conseguido ser la chica saludable que entrenaba a diario y seleccionaba exhaustivamente los alimentos a ingerir. La chica a la que pedían consejos sobre como obtener la figura deseada sin necesidad de tener un título de nada. Pero ese día quise bajar los brazos y abandonar todo. Me miré al espejo mientras me gritaba las peores cosas que podía escuchar. Que no era una mujer fuerte, que era la peor de todas, como lo había sido siempre y lo seguiría siendo. Que debía darme cuenta de que nadie me quería, que nadie se preocupaba por mí, que era una mujer horrible y que todo aquello que pensara o hiciera, como siempre, estaría mal.

El día siguiente no salí de casa. No pude casi levantarme de la cama. Me sentaba en el borde para verme en el espejo y las lágrimas comenzaban a querer brotar de mis ojos, pero no salían. Como no salían mis gritos, ni mis palabras. Solo escuchaba sus reproches y sus críticas sobre lo mal que hacía todo. Así transcurrió ese día, sin levantarme de la cama hasta que volví a acostarme por la noche, sin sueño, con hambre, con un frío que helaba los huesos y una ansiedad brutal. Antes de dormir, y mientras escuchaba una y otra vez las frases más horribles y denigrantes, me prometí, al menos, no volver a las cuatro horas de ejercicios todos los días.

Alcancé a darme cuenta de que la risa ya no era algo que surgiera de mí, ni siquiera para satisfacer a otros. Que mis acciones todas se habían vuelto irritantes, que me había convertido en una obsesiva y que no había nada en el mundo que pudiera satisfacerme. Todo lo que vi de mí cuando cerré los ojos me asustaba, y parecía peligroso. 

Creo que una gran parte de lo que sucedió luego fue un sueño. No sé si fue a la mañana siguiente o al despertarme que volví a convertirme en una criatura pequeña. Un bebé que no podía más que observar e intentar entender lo que sucedía. Estaba segura de haber nacido prematura, o algo así.

El cielo raso absolutamente blanco era lo único que podía observar. De vez en cuando alcanzaba a intuir los azulejos blancos de las paredes y conseguía sentir partes de mi cuerpo, que aún no conseguía controlar. Cada tres horas conectaban un aparato a la cánula que salía por mi nariz. Después de un rato un intenso dolor me hacía reconocer geográficamente donde quedaba el estómago. Por momentos creía estar recordando una extraña vida anterior, pero no estaba segura. Después de ser desconectada volvía a dormirme hasta, casualmente, un rato antes de que todo vuelva a suceder. Nunca supe si era de noche o de día. Cambiaban mis pañales cada vez que despertaba y lavaban mi cuerpo con toallas húmedas. Pasados tal vez un par de días, creí haber aprendido a girar la cabeza, entonces comencé a descubrir lo que me rodeaba. Tres enfermeras se turnaban para estar a mi lado constantemente, me tranquilizaban, acariciaban mi frente y me hablaban tiernamente, pero no alcanzaba a entender lo que decían.

En un momento logré estar despierta las tres horas que separaban una ingesta de sonda de la siguiente y pude comprender que no eran recuerdos de otra vida. Era yo, Claudia, pero no podía estar completamente segura, todavía mi cabeza no estaba preparada para saber. Alcancé a escuchar a la enfermera de la noche cuando me decía, «¿Cómo te pudiste abandonar tanto como para llegar a esto?». Quise pedirle que me explique, pero todavía no podía hablar. Fue entonces cuando ella regresó, asomó por la puerta de la habitación y mi cuerpo inerte se tensionó. —¡¿Ves que sos débil?! Sos una perdedora, una traidora que nunca va a poder conseguir nada— me dijo desde la puerta antes que mi cuerpo comenzara a convulsionar. 

La enfermera se sobresaltó y pidió ayuda. Yo no podía dejar de moverme, quería levantarme y correr, pero mi cuerpo no respondía. Comenzaron a llegar los médicos y ya no recordé más nada.

Desperté en una habitación más agradable. Yo era la misma de siempre, pero no era exactamente la misma. Me pude sentar en la cama. Esa cama era mucho más confortable que la anterior y no había alrededor tantos aparatos. Apenas uno pequeño en la mesa de luz, el cual reconocí que era por el que me alimentaban. Las paredes estaban empapeladas de colores sobrios, entre blancos y amarillos suaves, la iluminación era de spots de led que podían variar su potencia, tenía una televisión, una pequeña biblioteca con libros, cuadernos y lápices y una hermosa ventana que daba a un parque.

Comencé por recordar mi promesa de no volver a las cuatro horas de ejercicios diarios, e intenté hacer memoria sobre cuándo había sido la última vez que había conseguido reír, cuando había sido la última que cené con amigos, o la última que besé a alguien, o la última vez que pude sentirme viva, plena, libre. De repente lo comprendí todo, comprendí que mi cuerpo había dicho basta con sus apenas 22 años, que lo estaba desapareciendo y que yo ya había desaparecido hacía tiempo.

La enfermera se alegró de verme despertar. Se dio cuenta que había vuelto a ser yo, la Claudia más parecida a la de la infancia, pero una Claudia adulta, que ya podía entender las cosas. Ese mismo día me presentaron a todos los médicos que se ocuparían de mí. Una psicóloga, una psiquiatra, 5 enfermeras que se turnarían, una nutricionista y un masajista.

Supe que la libertad que alguna vez tuve aún estaba lejos de recuperarse. Desde ese día me acompañan las 24hs. He resignado mi intimidad por completo y he perdido el derecho de dormir o ir al baño sin compañía. Al menos aceptaron quitarme la sonda y comenzar a ingerir alimentos líquidos hasta que pueda tolerar sólidos.

Ya estoy a medio camino de conseguir el alta, pero no será todavía una victoria. Todos los que me conocen ya están informados de mis problemas y de como deben tratarme y cuidarme para poder estar a mi lado, y tendré que acostumbrarme a estar vigilada las 24 hs del día. 

Es una la que tiene que aprender a decir basta y comenzar a cambiar, de lo contrario nada sirve. Anoche, mientras la enfermera se ausentó un instante, ella volvió. Quiso que escapemos de la clínica. Yo no iba a permitir que estos 9 meses de sufrimiento se desvanezcan por volver a hacerle caso, así que preferí evitarla y hacer oídos sordos. Se enojó, y como siempre volvió a basurearme de todas las formas que existen, desde débil y fea, hasta gorda que nadie podrá querer en su vida. No reniego tanto ya de mis 55 kg, y sé que cada tanto ella va a venir a buscar que la acompañe. Pero tal vez algún día pueda hacerle entender que no tiene nada de razón, y deje de molestarme. Tal vez, puede suceder, que nunca pueda hacerle entender nada, y entonces deberé aprender a evitarla, para que no pueda volver a molestarme.

lunes, 19 de julio de 2021

Buscando a Suárez Junior (Cuento)

—…cuando termine el año te voy a atajar un penal— dijo el profesor Suárez—. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— dejó en claro, con su dedo índice levantado. 

El destinatario del desafío había sido el «Buiti». Todavía no llegábamos a junio, y el profesor de matemáticas del último año de secundaria ya estaba cansado de escucharnos hablar de fútbol durante las clases. Al principio se hacía el distraído, después comenzó a llamarnos la atención y una noche de mayo de 1994, cuando casi terminaba de dar su clase, suspendió todo y lo increpó al Buiti cuando alardeaba de un tiro libre al ángulo que había hecho el domingo anterior.

—A vos, cuando termine el año te voy a atajar un penal. ¡Y te lo voy a atajar con la cabeza!— remató. Todos quedamos quietos entre desconcertados y a punto de morir de risa a carcajadas. Todos menos el «Buiti», que escuchó el desafío esperando alguna represalia importante después de esa sentencia del Profe Suárez.

—¡Pero por favor, chicos, el que los escucha no entiende como el «Coco» Basile no los lleva a la selección! Yo en mi época fui arquero de Estudiantes de Bs As y de San Telmo, pero nunca escuché a un jugador de fútbol alardear como lo hacen Uds. desde que comenzó el año. ¡…y miren que me encanta hablar de fútbol!—

Esa noche, en el «Rancho» de Avellaneda, como le decíamos a la escuela República de Colombia N°12 de Bs As,  terminamos estallando a carcajadas junto con el Profe Suárez y el «Buiti». Relegamos las matemáticas por completo hablando todos de fútbol y escuchando anécdotas del Profe en sus años de jugador.

Del «Rancho» salíamos casi a medianoche, y el Profe Suarez, que creíamos cargaba con más de 80 años, subía a su Peugeot 504 naranja, lo ponía en marcha y tacatacatac tacatacatac taca taca taca brummmm brummmmm bruuuuuum y se perdía en la oscuridad de la calle Pitágoras antes que llegáramos a la esquina.

Siempre que nos reunimos con los chicos es inevitable recordar al Profe Suárez. Siempre vestido de traje, con su pulserita y su reloj dorado, y la infaltable carterita abajo del brazo que llevaba a todos lados. En su cara las marcas del tiempo eran increíblemente profundas, eran heridas, surcos sin fondo, y el pelo fino y lacio, algo desprolijo y todavía oscuro a pesar de las canas, siempre estaba un poco largo por detrás.

Desde aquel día el Profe Suárez se convirtió, además de profesor, en un compañero más. Nos daba las matemáticas como correspondía, pero los viernes por la noche la clase se convertía en una cátedra de futbol. 

Entrábamos al rancho a las 20:00 y salíamos a las 23:30. El Buiti, el Juanca, el Colo y yo muchas veces nos encontrábamos a la tarde en el terreno de al lado del colegio, donde había 2 canchas de fútbol 7, en las que jugábamos con equipos de otras divisiones del «Rancho». Muchas de esas veces jugábamos por plata, y en general recaudábamos para la salida del viernes después de clases.

El «Juanca» era el 5 que hacía la pausa y pensaba la jugada, mientras el «Buiti» se impacientaba insoportablemente pidiéndola arriba una y otra vez; siempre jugó de 9, no lo corrías del área ni con un rifle. El «Colo» se movía un poco por mitad de cancha y daba una mano como stopper, en general la mano era procurar que no se la pasaran al delantero rival, cueste lo que cueste. Algún invitado ayudaba en mitad de cancha al «Juanca», y yo veía todo desde el centro de los 5 metros de arco, defendido por el gordo Mendizábal y algún otro que siempre rotábamos.

Los partidos de fin de año fueron los mejores. Habían cerrado las notas del año y como despedida nos despachábamos con maratones de partidos donde recaudábamos como nunca. Una de esas «tardes noche» de noviembre, mientras estábamos pateando entre nosotros, se escuchó el ruido destartalado del 504 naranja del Profe Suárez, que sin bajar la velocidad estacionó el bólido de trompa, en 45 grados, en la puerta del rancho. Bajó del auto bien vestido como siempre, cerró la puerta con llave y las guardó en la carterita que se puso abajo del brazo, probó que las cuatro puertas estuvieran cerradas, y con una sonrisa enorme, se acercó al trote hasta donde estábamos nosotros.

Se dirigió directamente al primer palo del arco y dejó su carterita en el suelo. Se quitó el saco y los anteojos y acomodó todo sobre la carterita. Mientras se arremangaba la camisa celeste me sacó del arco y le gritó al «Buiti» que lo miraba con la pelota debajo de su suela derecha.

—¡A ver esos chutazos, Buiti!— dijo sonriendo— ¡Lo prometido es deuda, eh!— Le gritó el Profe Suárez mientras ya se paraba en el medio del arco, con las rodillas apenas flexionadas y golpeando sus cuádriceps con las palmas de las manos.

Toda la secuencia resultaba increíble. Desde que apareció el 504 naranja hasta que el profe se paró en medio del arco, todos quedamos expectantes recordando inevitablemente aquella promesa de principios de año. Jamás se nos ocurrió que algún día el mismo Profesor viniera corriendo a querer cumplirla. Lo ovacionamos todos con aplausos y carcajadas. El profe Suárez era un genio. Todos estábamos asombrados y emocionados con la idea de cumplir la promesa.

—Le doy tres posibilidades, profe. Si ataja al menos uno, gana usted.— Le gritó confiado el «Buiti» acomodando la pelota en el punto del penal.

—¡Dale, paspado! ¿Qué tres posibilidades? Pateá uno solo que te lo atajo rápido y me voy a pasar las notas. Me está esperando la Rectora. ¡Dale, dale!— Lo apuró, mirándolo fijamente mientras frotaba sus palmas y volvía a golpearlas contra sus piernas.

La cara del «Buiti» cambió por completo y todos hicimos silencio. El «Buiti» era calentón, lo sabíamos todos, y esas palabras no le cayeron nada bien. Acomodó la pelota de nuevo, pero ahora con las manos. Retrocedió unos pasos en silencio, con el ceño fruncido y el maxilar hinchado de tanta presión que le ejercía. Se paró con los brazos en jarra buscando donde ponerla, y cuando soltó sus brazos para comenzar la carrera el Profe Suárez le gritó —¡Dale Buiti! ¡Mirá que te vengo estudiando desde principios de año, eh! Pateá fuerte, como hombre, que esa bocha es mía, eh. ¡Dale, dale!— y extendió ambos brazos a sus costados.

El «Buiti» corrió con furia y le pegó al ángulo con todas sus fuerzas. El profe Suárez saltó como si fuera un resorte hacia el mismo ángulo, con brazos extendidos. Pero cuando ya estaba en el aire, agitó sus brazos, como si fueran alas, y empujándose con el envión y el orgullo estiró su cuello hasta impactar la pelota con su frente y sacarla rosando el palo del arco.

Las casi 30 personas que estábamos presenciando esa proeza inimaginable estallamos eufóricos, mientras el profe Suárez, el «genio» del profe Suárez, caía desparramando su delgado cuerpo en suelo como si de una bolsa de huesos se tratase.

A doce pasos de él, el «Buiti» caía arrodillado, con las manos clavadas en el césped y la cabeza caída entre los hombros.

Todos corrimos hasta el profesor que se levantaba dentro de una nube de tierra, con su pelo todo desprolijo y la camisa rasgada en todo un lateral. Se sacudió en vano mientras todos lo palmeábamos como si acabara de lograr el título del mundo. Levantó un par de piezas de la malla de su reloj, que se desarmó en la caída, acomodó un poco su pelo y se puso sonriendo su saco y sus anteojos, antes de irse caminando a ver a la rectora, con la cara cruzada por dos rayones de tierra.

—¡Bien pateado Buiti!— Le gritó al «Buiti» que no levantaba la cabeza todavía.—¡Bien pateado igual, loco!— Repitió alejándose sonriente con una mano en alto, como si todo un estadio lo despidiera coreando su nombre.

¿Como no nos vamos a acordar del Profe Suárez cada vez que nos juntamos? Desde hace unos años «Juanca» y el «Colo» consideran que esa proeza no puede quedar así, restringida para apenas esas 30 almas que estuvimos ahí presentes. Por eso estamos buscando a su hijo, él tiene que saber quién era su padre cuando no lo veía; y el Profe Suárez, merece que le hagamos conocer a su hijo, y a quien quiera escuchar, aquella heroica atajada de nuestro queridísimo profe Suárez.