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lunes, 23 de agosto de 2021

Extraños hábitos (Cuento)

El color rojizo del amanecer invadía la habitación del Petit hotel cuando ella abrió los ojos. Un aroma a primavera, verde, fresco, que ingresaba desde los malvones que espiaban por la ventana, se mezclaba con el olor a madera lustrada de la habitación y el perfume a lavanda que aromatizaba el ambiente.

Se enrolló con las sábanas hasta el cuello, se acomodó de costado y se quedó inmóvil, observando al hombre con quien había compartido la noche.

Se sentía bien. Maravillosamente bien. Tanto que le avergonzaba saber que se le notaba en el rostro, sin que pudiera hacer nada para ocultarlo. Debía remontar sus recuerdos hasta la adolescencia para poder suponer siquiera una noche semejante, tan alegre, tan sensual y espontánea. Una noche tan excepcional que le permitió atreverse a dormir con un desconocido. “¡Pero qué noche increíble!” pensó de inmediato.

Él dormía profundamente. Mejor así. Podía entonces recorrer con detenimiento cada detalle de su rostro en reposo, descubrir las líneas de su cuerpo cubierto hasta la cintura por la ropa de cama, y enternecerse con esa postura casi fetal, aferrándose a la almohada como si en ella hubiera encontrado su amante ideal. “Ojalá hubiera despertado así, enredada entre sus brazos”. Imaginó ella. Pero si esa situación se hubiese presentado, difícil hubiera sido poder levantarse sin despertarlo; y ya era muy tarde para ella, que debería haber regresado la noche anterior.

De un momento a otro, el sol declararía la llegada definitiva del día y podrían notar su ausencia.

Destapó su cuerpo desnudo y se fue acomodando lentamente, hasta que pudo levantarse sin haber hecho movimientos bruscos, que pudieran interrumpir el sueño de su acompañante.

Algo encorvado, como si de esa forma las maderas del parqué reconocieran que no debían crujir, llevó su cuerpo hasta la silla, donde anoche dejó su ropa de calle y su enorme cartera tipo bolso. Recogió todas sus pertenencias, las apretó contra su vientre para que nada cayera y llevó todo hasta el baño, para poder vestirse sin temor a que su amante soñado pudiera escucharla y despertase sorprendiéndola en pleno plan de huida.

Buscó su celular en el bolsillo de la cartera para mirar la hora. Eran las 6:30. Demasiado tarde para llegar vestida con ropa de salida. Abrió el bolso y sacó una muda que llevaba guardada y metió toda la ropa de la noche anterior. Apenas pudo cerrarlo, pero lo cerró.

Cuando iba a comenzar a vestirse redescubrió, después de mucho tiempo, la imagen de su cuerpo en el espejo. Se tomó un momento para contemplar la devolución.  Se veía hermosa. Se gustaba. Le gustaba lo que veía. Se observó de frente y perfil. Se miró los pezones, los pechos; se sorprendió de encontrarlos todavía vivos y alegres. Se estudió el abdomen, que cargaba unos centímetros más de lo que suponía pero que no quedaban nada mal. Creía, incluso, que estaba más bella que hacía 10 años, cuando acusaba 30 y estaba convencida que la debacle resultaba inminente e inevitable y se castigaba con dietas y ejercicios de todo tipo.

Estaba, en ese preciso momento, descubriendo en ella una mujer de verdad, una mujer bella, sensual, una mujer de 40 años más viva que nunca.

Hubiera continuado con su Tratado topográfico, pero no podía perder más tiempo y comenzó a vestirse de inmediato como si acabara de salir de un trance hipnótico.

Por la aplicación del celular solicitó un auto, que llegaría en 10 minutos en la puerta del Petit hotel.

Asomó su cabeza desde la puerta del baño para observar cómo dormía, totalmente inconsciente, el culpable de su sonrisa irrevocable después de tantos años. Comprendió que no podía desaparecer de esa manera, sin dejar algún rastro que le permitiera, de ser posible, revivir esa historia, breve por ahora, sin dejar un contacto, una esperanza para que esa noche maravillosa y mágica, representara mucho más que un idílico sueño.

Dejó su número de celular anotado en un papel que pegó en el espejo. “Tal vez no pueda responder de inmediato, pero moriría por tener noticias tuyas! Escribió debajo del número.

Se alejó un poco del espejo para verse de cuerpo entero. Ya no era la misma. Esa mañana estaba segura de recordarse así para siempre. Emprolijó su hábito y mirándose fijamente a los ojos, se colocó la toca con la cofia encima. Estaba lista.

Cargó su bolso al hombro, abrió la puerta de la habitación silenciosamente, con el mayor de los cuidados y, ya afuera y antes de cerrar, echó tal vez la última mirada sobre su Adonis Durmiente.


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