- Trilogía Parte 3 -
Un mes pasó desde su caída por la escalera. Todavía tiene la pierna enyesada desde el muslo hasta el tobillo. Catalina le trae el té a la cama mientras la televisión transmite un recital de Bon Jovi.
—¿Cómo está esa pierna? —preguntó ella mientras apoyaba la mesita plegable en la cama.
—¡Bien! La verdad que la siento bastante bien. Se la nota deshinchada y pareciera que ya la puedo mover, aunque esté adentro de este yeso —contestó incorporándose para tomar el té.
Ella se sentó en la silla al lado de la cama y, con gesto de preocupación, exclamó:
—¡Qué cagada, ¿eh?! —Y agregó como consuelo—: ¡Desgracia con suerte! —Y cerró con una sonrisa tímida, mientras comenzaba a untarme una tostada.
Hacía exactamente un mes, Damián estaba desayunando en la cama de Camila, su asistente de 23 años del estudio. Fue un romance inolvidable, cinematográfico, que duró más de un año y terminó como terminó gracias a la capacidad de Damián para las caídas.
Dicen que las caídas son las que nos dejan enseñanzas y puede que en ocasiones sea cierto.
Tomó un sorbo de té y se quedó un rato observando detenidamente a Catalina preparar la tostada.
Aquel día ella estuvo irreconocible, totalmente desencajada, y no era para menos. No sé si por él. Creo que más por ella misma y su amor propio. ¡Él era un tarado! Al menos en ese momento. Fue una caída dura, y una recuperación muy larga. Es que, en rigor de verdad, la primera caída fue increíble. Fue una caída de ensueño. Una caída al infinito. Fue una de esas caídas donde, al tomar velocidad el cuerpo, el pánico y el vértigo hielan la sangre, endurecen los músculos, erizan la piel, pero, a medida que la caída se extiende y el golpe no llega, el pánico y el vértigo se hacen amigos, ¡se hacen placer! La sangre helada hierve, los músculos entumecidos se fortalecen como nunca y la piel erizada revierte los avatares del tiempo y se muestra espléndidamente viva, radiante. La sensación de caída se desvanece y nace la sensación de volar; y cuando uno vuela se siente libre, se piensa libre e inmortal. Cuando uno vuela, todo lo terrenal es mero decorado, las palabras son apenas una brisa y el mundo, la tierra, el resto de lo mortal, se encuentra lejos, debajo nuestro. Muy debajo. Tan debajo que podemos olvidarlo, cerrar los ojos, desplegar nuestros sueños como alas enormes y volar, volar en un infinito que nos acaricia el alma, en un viaje de placer que nos cuenta en secreto que estamos más vivos que nunca y que nadie, que logramos todo lo que se puede lograr, que somos el universo, el todo, el infinito mismo.
Hay también teorías que se contraponen con ese universo. Un claro ejemplo de ellas acabó siendo la teoría gravitacional. Pero en ese momento, uno es tan inmenso y enorme, con los brazos extendidos como alas y el pecho firme como una coraza, que, cuando la realidad nos golpea, quedamos abrazados a la única tierra conocida en un encuentro de velocidad inconmensurable. Proporcionalmente descomunal al viaje desvanecido. El impacto absorbe todo. Se crea algo así como un gran agujero negro donde todo lo que era dejó de ser, y nada escapa de ahí dentro. El viaje, el vértigo, las sensaciones, la libertad, todo deja de existir exactamente en el momento de ese impacto; una implosión del todo.
«¡¿Cómo podría uno olvidar ese traumático momento eterno?!».
«¡No hay forma!».
Aquella mañana el sonido del impacto se oyó tras la ensordecedora inquisición del universo, que aullaba una y otra vez «¿Dónde está ese hijo de puta?», con la voz de una Catalina sobrenatural, en pie de guerra y en la puerta del departamento de su amante, 20 años menor.
—¿Dónde está ese hijo de puta? ¡Decime! ¿Dónde está ese hijo de puta? ¿Dónde está? —repetía.
Cualquier golpe es nada. En ese microsegundo el universo se detiene frente a uno mismo, te mira fijamente a los ojos, te abre sus manos como pidiendo disculpas y, tras levantar ambas cejas y morderse los labios, se desvanece como ese polvillo que arrojan los ilusionistas después de consumar el engaño en tu mismísimo rostro.
Muy a pesar de todo, uno no puede ser tan cobarde de quedar en silencio y darse por derrotado mientras el destino te escupe en la cara. Uno se levanta, infla el pecho todo lo que puede y, aunque no quiera, sale a poner la cara y explicarlo todo. Aun cuando no exista sobre la faz de la tierra explicación alguna pasible de ser siquiera escuchada.
En ese intento de quién sabe qué, Catalina, ya habiendo hecho contacto visual con Damián y corroborado su presencia, supo entonces que nada más había por hacer. Obviamente, después de mirarlo con los ojos inyectados en sangre, le dijo:
—¡Basura! —Lo señaló y sentenció—: Estás muerto. —Luego giró sobre sí misma y comenzó a bajar las escaleras.
En ese preciso instante, no hay nada que pensar. No sabría si por instinto, por obligación moral, por orgullo o vaya uno a saber por qué, pero tenemos que salir corriendo detrás de nuestra esposa (nuestro único infinito terrenal) y no dejarla ir con esa espeluznante imagen de nosotros. Bajo ese principio se gestó el inicio del fin. Medio dormido, descalzo, despeinado y en ropa interior, corrió «heroicamente» tras ella hasta el segundo escalón de la escalera, donde el destino quiso que las vueltas de la vida comenzaran.
Las vueltas de la vida terminaron recién en el entrepiso. Camila se asomó a la baranda de la escalera con cara de asombro, sin poder creer que hubiera salido eyectado tras Catalina. Cuando lo vio desparramado en el descanso, se llevó una mano a la boca y quedó inerte, observando todo.
Desde abajo, tal vez al sentir que las vueltas de la vida lo estarían lanzando hacia ella, Catalina detuvo su carrera y, preocupada por mi estado, volvió sobre sus pasos. Todas las puertas comenzaban a abrirse, mientras Catalina buscaba el celular en su cartera para pedir una ambulancia.
Dos horas más tarde, comenzaban las cirugías en la pierna. Mala pata la de Damián, muy cierto, pero una serie de imágenes quedó grabada en su memoria para siempre como una cicatriz. Los rostros, los gestos, las sensaciones. Todo converge en algún punto del espacio-tiempo y la cabeza reconoce haber descubierto, quién sabe en qué espacio del infinito, una película que nos revela todo. En ese instante todo recobra su sentido.
Despertó un día después, con su pijama de ocasión y la pierna sostenida por una cuerda, completamente extendida y contenida por un yeso enorme, la cabeza vendada como una momia mal armada y todo ese cablerío de rigor conectado a su cuerpo. Catalina estaba ahí, sentada a un lado de la cama. El sol del atardecer entraba por las ventanas de la habitación y acariciaba su cara sin maquillaje y semidormida. Siempre supo lo que quería. Pero a veces, cuando uno tropieza, no puede ver otra cosa que su caída.