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jueves, 31 de diciembre de 2020

Ángel del Sagrado Corazón (Cuento)

Cuando Vito se enteró del accidente de su madre abandonó su oficina y llegó al sanatorio en tiempo récord. Los médicos, a pesar de lo impactante del accidente, dieron un parte prometedor luego de una intervención de urgencia en su cadera. Estaría preventivamente en terapía los primeros días y, debido a que en apariencia no habría mayores riesgos, en no más de una semana seguramente podría tener el alta médica. 

La madrugada siguiente, cuando Vito llegaba a su casa, recibía el llamado que dispararía su ira y su posterior disputa contra el sanatorio.

Pasada la medianoche, un enfermero utilizó el teléfono de la recepción para llamar al número que indicaba la ficha.

—Buenas noches. Me comunico del Sanatorio Sagrado Corazón. ¿Hablo con la familia de Amalia Benedetto? —Tras escuchar la respuesta, y seguro de dar con la familia correcta, continuó—: Mi nombre es Ángel y necesitaríamos que algún familiar se haga presente en el sanatorio. —Asintió con la cabeza a lo que escuchaba y continuó—: Disculpe, pero no sabría decirle. El jefe de terapia no nos aportó mayores datos. — Ahora con la cabeza, en lugar de asentir, negaba frunciendo el ceño, mordiendo sus labios y cerrando los ojos.

Sin que nadie lo supiera, en esos mismos instantes, comenzaba a desatarse una tormenta que azotaría miserias humanas escondidas durante años.

Ángel ese día ingresó antes de las 20:00, en el turno noche, y compartió un café con el Dr Ponzio antes de comenzar el turno. El Dr. le comentó las novedades y le informó especialmente sobre el caso de Amalia, una recién ingresada a quien acababan de descubrirle una extraña enfermedad terminal. El Dr. Ponzio siempre insistió que la especial mención sobre el caso de Amalia fue que Ángel solía incluir en sus oraciones a estos pacientes con la finalidad de que no sufran.

Conocía a Ángel desde hacía 20 años, y lo describía como una persona correcta, educada y reservada. Sus francos incluyeron siempre los domingos, día en el que sistemáticamente asistía al templo durante la reunión de la mañana y daba charlas por la tarde sobre el cuidado de personas. Constantemente se interesó por la salud de los pacientes y solía contener a familiares. Al igual que Ángel, el Dr. Ponzio no soportaba, bajo ningún concepto, ver a alguien sufrir, y ambos se esmeraban continuamente para evitar esas situaciones a los pacientes.

El Dr. Ponzio solía deshacerse en elogios sobre Ángel, quien se sentía tan cercano a Dios, que se tomaba por su cuenta el atrevimiento de otorgar, en secreto, la extremaunción a pacientes terminales. El Dr. Ponzio tenía conocimiento de esto ya que ante cada situación extrema que se conversaban, Ángel le comentaba que, de creerlo necesario, tomaría esa actitud, lo resultaba muy gentil de parte de una persona como Ángel.

Ángel hizo aquella noche su ronda de las 22:00, cumpliendo con todas las indicaciones descriptas por los médicos. Cama por cama, suministró los medicamentos correspondientes de los 17 pacientes internados en la unidad de Terapia Intensiva y, antes de retirarse del lugar, recordó el comentario acerca de Amalia Benedetto. 

Se acercó hasta su cama y, mientras le apoyaba una mano en el pecho y susurraba una oración, observó el rostro pálido e inmóvil, con cabellos rubios naciendo bajo el vendaje de su cabeza, que evidenciaba rastros aún frescos de sus heridas. Tocó la frente de Amalia y, cerrando los ojos, expresó en tono de juramento: 

—Amalia, prometo no dejar que sufras en vano a causa de tu sentenciado cuerpo.

Fue hasta la recepción, tomó un pequeño maletín metálico en forma de cubo y volvió enseguida. Apoyó el maletín a los pies de la cama, introdujo la clave de apertura y al abrirlo tomó dos ampollas de morfina, junto con una jeringa. Cargó los 40 mg en el tubo, se los inyectó y, tras darle un beso en la frente, le susurró al oído:

—Tranquila. Ya no hay dolor.

Cerró el maletín y se retiró de la unidad.

Una hora más tarde, volvió a visitar a Amalia para controlar sus signos vitales. Parecía ser una mujer fuerte, pero su respiración resultaba ahora notoriamente más lenta, y su ritmo cardíaco presentaba un incipiente descenso a 50 latidos por minuto. Ángel monitoreó un instante su estado: su indefenso cuerpo sedado parecía resistir estoicamente, pero no por mucho tiempo más. 

Del bolsillo de su ambo, sacó una jeringa, le quitó el capuchón y aspiró 30 cm3 de aire. La observó una vez más y, tras una larga bocanada, descargó el contenido de la jeringa en la vía central mientras exhalaba lentamente. 

Tomó su mano y permaneció observando hasta que el corazón de Amalia ya no pudo resistir. Ángel siempre estuvo convencido de que esos son los momentos donde Dios decide el destino de un paciente. Muchas veces vio cómo resistían esos avatares y lograban recuperarse al día siguiente.

Cuando nada más había por hacer, desconectó todos los equipos y cubrió completamente el cuerpo de Amalia con la sábana. Restaba hacer los papeles de rigor y comunicarse con la familia.

La noche transcurrió sin mayores sobresaltos. Algún que otro monitor multiparamétrico acusaba alguna leve anomalía, pero nada trascendente sucedía hasta las 5:00, cuando desde una de las camas se disparó la alarma de un monitor cardíaco. El médico de guardia y los enfermeros que cubrían el turno junto con Ángel acudieron de inmediato hasta esa cama y practicaron todos los ejercicios de resucitación posibles durante casi 30 minutos.

A medida que asimilaban el fracaso, uno a uno, abandonaban el lugar. Son demasiadas las ocasiones donde, a pesar de dejar todo y practicar todas las maniobras existentes, no se puede hacer más nada para salvar una vida. 

Cuando Ángel y otro enfermero quedaron solos a cargo del cuerpo, él se ocupó de la desconexión de todos los monitores y equipos, mientras su compañero retiraba todos los insumos utilizados durante las maniobras. Por último, Ángel cubrió el cuerpo con las sábanas y retiró la historia clínica del paciente para comenzar, como siempre en estas situaciones, los trámites de rigor. Se retiró hasta la recepción para organizar los papeles, completar los datos correspondientes y llamar a la familia para solicitar su presencia.

Fue entonces cuando Ángel, al recopilar los datos de la paciente, notó su gravísimo error. Quien había fallecido en esa cama había sido Amalia Benedetto, de 68 años, ingresada con una enfermedad terminal que le había producido un desmayo. Con la pérdida de conocimiento, tuvo un fuerte golpe en la cabeza con un importante corte en el cuero cabelludo. Entonces comenzaron a aumentar de forma descomunal las pulsaciones del corazón de Ángel y brotó al instante de cada uno de sus poros un sudor frío que lo paralizó momentáneamente, hasta que la desesperación se apoderó de él.

Amalia Benedetto había muerto a la medianoche, él estaba seguro de eso, él mismo había llamado a su familia para darle la noticia. Volvió a buscar los papeles sobre la muerte anterior ocurrida a medianoche y, en efecto, la paciente fallecida era Amalia Benedetto, pero de 50 años, quien había ingresado a terapia tras una cirugía de cadera, producto de un accidente automovilístico que le ocasionó fracturas múltiples con cortes y contusiones en todo el cuerpo.

El Dr Ponzio, por entonces jefe de la unidad de terapia del turno noche, declararía más tarde ante la prensa que Amalia Benedetto estaba en terapia solo por precaución luego de un accidente vial y una intervención en la cadera a raíz de este. Se le había comunicado a la familia que estaba fuera de peligro y que en apenas unos días obtendría el alta; por ese motivo fue que sus familiares, sorprendidos por el repentino fallecimiento, denunciaron públicamente la situación con el afán de esclarecer el tema.

Ante el temor de ser acusado, defendió al enfermero Ángel, que «evidentemente creyó alguna vez un héroe, y ahora se lo veía dolido, derrumbado. Resultaba triste que quien salvó a cientos de personas, fuera un incomprendido cuando algo salió mal. Nadie se encuentra exento de cometer errores, y aquel día sucedió. En rigor de la verdad, no suele ser común que en la misma unidad de terapia intensiva coincidan, en día y lugar, dos pacientes con identidades homónimas.»

Ángel, tal vez producto de estas situaciones complejas, enfermó gravemente un tiempo después, y falleció en la terapia del sanatorio bajo la supervisión del Dr. Ponzio justo un día antes que Vito retirara su denuncia. Ese mismo año el Dr. Ponzio fue nombrado Director del Sanatorio, que a partir de ese entonces cambió su nombre por el de Santa Amalia, en honor a la fallecida Amalia Benedetto de Ponzio.

sábado, 5 de diciembre de 2020

El asunto (Cuento)

Pasó el filo del verijero por su antebrazo izquierdo dejando su piel limpia y rosada. Estaba extremadamente afilado y asentado. Enfundó su última obra de arte bajo la bombacha, sobre su verija derecha, y dejó el taller del fondo para ir a sentarse en la puerta de su casa a fumar, mientras el sol se retiraba, dando tregua a la resquebrajada tierra de Yuquerí, a orillas del Uruguay.

Don Pais tenía la habilidad de fabricar los mejores cuchillos del pueblo, era verborrágico y tajante en sus declaraciones, y un referente de integridad y respeto en cuanto a sus acciones y valores.

Desde el río se acercaba esa tarde una brisa fresca, de esas que prometen una noche levemente soportable, y con ella el chino Suárez, amigo inseparable de Don Pais, con quien había organizado los comienzos del pueblo hasta que se instaló el frigorífico inglés y la población se fue al demonio. Se multiplicó tanto la gente que el mismo frigorífico reorganizó y refundó el pueblo, aunque respetando su nombre e incorporando todo lo previamente establecido.

— ¡Don Pais!— dijo el chino, entrando en la propiedad y sentándose a su lado con el facón entre las manos— tengo noticias del asunto. Tal vez no sean ideales, pero pude averiguar quién es «el pata»— dijo sin mirarlo y pasando la punta del facón por debajo de sus uñas.

— Gracias Chino. Sabía que usted no me iba a fallar. Cuente.— dijo Don País con la mirada en el suelo, mientras removía la tierra con el yute del calzado, desarmando los restos del cigarro que acababa de terminar.

— No me lo va a poder creer, Don País, pero es Don Atilio, el comisario.— entonces sí, levantó su vista y buscó la cara de Don Pais esperando su expresión como respuesta.

Don País se levantó lánguidamente sin quitar la mirada del suelo, metió sus pulgares a los lados de su cintura y se quedó inmóvil. 

— ¡Pais!— dijo el chino, que lo siguió con la mirada en todo momento.— ¿está bien?—

— Si, chino. Si.— le contestó con cierta resignación.— Creo que me lo imaginaba, pero esperaba estar equivocado. ¿Está seguro?—

— Si Pais.— contestó el Chino con total seguridad mientras se incorporaba; y apoyando su mano en el hombro izquierdo de Don Pais le confirmó.— Tanto como para asegurarle que ayer, cuando vine a contarle la noticia sin saber que usted había ido a la ciudad, él estuvo acá en su casa. Con mis propios ojos vi salir a Doña Luisa pidiendo que la deje en paz y que no vuelva.—

Todavía con las manos en su cintura, Don Pais parecía negar con su cabeza mirando el suelo, mientras el chino apretaba su mano en el hombro dándole fuerzas, ofreciéndole consuelo.

— Gracias chino.— dijo Don País, y comenzó una especie de confesión con su mirada perdida.— Debería haber sabido de un principio que podía confiar en usted. Pero no quería que nadie se entere del asunto. Por eso fui primero con el comisario, pero como él no me supo averiguar nada, se me ocurrió confiarle a usted esa tarea pensando en su reserva y en la amistad entrañable que siempre nos tuvimos.— 

Por primera vez Don Pais levantó la vista, y mirando a los ojos a su amigo le preguntó.— ¿Que debería hacer, chino? — 

— ¿Quiere que yo me encargue, Don Pais?— se ofreció inmediatamente, y quitando la mano del hombro tomó su facón y golpeó la hoja contra su palma izquierda y agregó— Nadie va a mancillar el honor de mi amigo sin pagar el precio ¿o prefiere dejarlo así, teniendo en cuenta de quien estamos hablando?— 

— Chino, querido amigo. Agradezco que lo tome tan a pecho, pero creo que debería ocuparme personalmente y terminar con este asunto sin levantar demasiado la perdiz. ¿No le parece? — le dijo cruzando sus brazos y con algo de resignación.— ¿Qué haría usted en mi lugar?— preguntó y se quedó mirándolo a la espera de una respuesta.

— Tiene toda la razón, Don Pais. Yo me ocuparía personalmente si estuviera en su lugar.— Dijo envalentonado y guardando el facón en su cintura– La verdad, que no me hubiera imaginado nunca que Don Atilio pudiera caer tan bajo como para traicionarlo a usted, que siempre ha estado a su disposición y que tantas veces le ha colaborado para poder mantener este pueblo libre de mala gente.–

— ¿Ha visto, Chino? No se puede confiar en nadie, ¿y sabe qué es lo que más me duele?— y antes que el Chino pudiera esbozar cualquier respuesta se contestó– ¡La traición! Si hay algo que no puedo soportar es la traición. Porque uno se puede equivocar, cometer un error… pero traicionar es ir mucho más lejos.– Hizo una pequeña pausa y mirando la nada en el cielo dijo, como si estuviera pensando en voz alta— Creo que esta noche voy a tener que visitar a Don Atilio.—

— No merece siquiera una pelea.— Minimizó el Chino— Después de semejante falta de respeto merece dejarse morir sin defenderse siquiera. Una persona así de miserable y con las responsabilidades que tiene a cargo es mejor extirparla del pueblo por el bien de todos. Si no hace algo usted Don País, le juro que lo hago yo, pero esto no puede quedar así.— Aseguró el Chino con la convicción de quienes saben que si no hay valores, no puede haber nada bueno.

Don País esgrimió una mueca, como sonriendo, tomó en un abrazo a Suarez con su brazo izquierdo y comenzaron a caminar hacia el río. Dieron apenas tres o cuatro pasos cuando Don Pais, empuñó su verijero con la diestra y en un veloz y silencioso movimiento lo enterró en lo profundo del vientre de Suarez. Sin darse cuenta de nada, el chino se quebró en sí mismo en la contracción de su cuerpo, cayendo de rodillas y abrazando, en un acto reflejo, a Don Pais, que se agachaba acompañando su lento desmoronamiento hacia el suelo. Cuando la coreografía los presentó a ambos arrodillados, Don País con su derecha en el vientre de Suarez y éste abrazando a su asesino, se miraron a los ojos, y mientras giraba y hundía cada vez más su cuchillo, Don Pais susurró al oído del Chino— Ayer, cuando fui a la ciudad, me encontré con Don Atilio. Me dijo que tenía algunas pistas. Creo que me lo imaginaba; pero le juro, Chino, le juro que esperaba estar equivocado.—