Cuando Vito se enteró del accidente de su madre abandonó su oficina y llegó al sanatorio en tiempo récord. Los médicos, a pesar de lo impactante del accidente, dieron un parte prometedor luego de una intervención de urgencia en su cadera. Estaría preventivamente en terapía los primeros días y, debido a que en apariencia no habría mayores riesgos, en no más de una semana seguramente podría tener el alta médica.
La madrugada siguiente, cuando Vito llegaba a su casa, recibía el llamado que dispararía su ira y su posterior disputa contra el sanatorio.
Pasada la medianoche, un enfermero utilizó el teléfono de la recepción para llamar al número que indicaba la ficha.
—Buenas noches. Me comunico del Sanatorio Sagrado Corazón. ¿Hablo con la familia de Amalia Benedetto? —Tras escuchar la respuesta, y seguro de dar con la familia correcta, continuó—: Mi nombre es Ángel y necesitaríamos que algún familiar se haga presente en el sanatorio. —Asintió con la cabeza a lo que escuchaba y continuó—: Disculpe, pero no sabría decirle. El jefe de terapia no nos aportó mayores datos. — Ahora con la cabeza, en lugar de asentir, negaba frunciendo el ceño, mordiendo sus labios y cerrando los ojos.
Sin que nadie lo supiera, en esos mismos instantes, comenzaba a desatarse una tormenta que azotaría miserias humanas escondidas durante años.
Ángel ese día ingresó antes de las 20:00, en el turno noche, y compartió un café con el Dr Ponzio antes de comenzar el turno. El Dr. le comentó las novedades y le informó especialmente sobre el caso de Amalia, una recién ingresada a quien acababan de descubrirle una extraña enfermedad terminal. El Dr. Ponzio siempre insistió que la especial mención sobre el caso de Amalia fue que Ángel solía incluir en sus oraciones a estos pacientes con la finalidad de que no sufran.
Conocía a Ángel desde hacía 20 años, y lo describía como una persona correcta, educada y reservada. Sus francos incluyeron siempre los domingos, día en el que sistemáticamente asistía al templo durante la reunión de la mañana y daba charlas por la tarde sobre el cuidado de personas. Constantemente se interesó por la salud de los pacientes y solía contener a familiares. Al igual que Ángel, el Dr. Ponzio no soportaba, bajo ningún concepto, ver a alguien sufrir, y ambos se esmeraban continuamente para evitar esas situaciones a los pacientes.
El Dr. Ponzio solía deshacerse en elogios sobre Ángel, quien se sentía tan cercano a Dios, que se tomaba por su cuenta el atrevimiento de otorgar, en secreto, la extremaunción a pacientes terminales. El Dr. Ponzio tenía conocimiento de esto ya que ante cada situación extrema que se conversaban, Ángel le comentaba que, de creerlo necesario, tomaría esa actitud, lo resultaba muy gentil de parte de una persona como Ángel.
Ángel hizo aquella noche su ronda de las 22:00, cumpliendo con todas las indicaciones descriptas por los médicos. Cama por cama, suministró los medicamentos correspondientes de los 17 pacientes internados en la unidad de Terapia Intensiva y, antes de retirarse del lugar, recordó el comentario acerca de Amalia Benedetto.
Se acercó hasta su cama y, mientras le apoyaba una mano en el pecho y susurraba una oración, observó el rostro pálido e inmóvil, con cabellos rubios naciendo bajo el vendaje de su cabeza, que evidenciaba rastros aún frescos de sus heridas. Tocó la frente de Amalia y, cerrando los ojos, expresó en tono de juramento:
—Amalia, prometo no dejar que sufras en vano a causa de tu sentenciado cuerpo.
Fue hasta la recepción, tomó un pequeño maletín metálico en forma de cubo y volvió enseguida. Apoyó el maletín a los pies de la cama, introdujo la clave de apertura y al abrirlo tomó dos ampollas de morfina, junto con una jeringa. Cargó los 40 mg en el tubo, se los inyectó y, tras darle un beso en la frente, le susurró al oído:
—Tranquila. Ya no hay dolor.
Cerró el maletín y se retiró de la unidad.
Una hora más tarde, volvió a visitar a Amalia para controlar sus signos vitales. Parecía ser una mujer fuerte, pero su respiración resultaba ahora notoriamente más lenta, y su ritmo cardíaco presentaba un incipiente descenso a 50 latidos por minuto. Ángel monitoreó un instante su estado: su indefenso cuerpo sedado parecía resistir estoicamente, pero no por mucho tiempo más.
Del bolsillo de su ambo, sacó una jeringa, le quitó el capuchón y aspiró 30 cm3 de aire. La observó una vez más y, tras una larga bocanada, descargó el contenido de la jeringa en la vía central mientras exhalaba lentamente.
Tomó su mano y permaneció observando hasta que el corazón de Amalia ya no pudo resistir. Ángel siempre estuvo convencido de que esos son los momentos donde Dios decide el destino de un paciente. Muchas veces vio cómo resistían esos avatares y lograban recuperarse al día siguiente.
Cuando nada más había por hacer, desconectó todos los equipos y cubrió completamente el cuerpo de Amalia con la sábana. Restaba hacer los papeles de rigor y comunicarse con la familia.
La noche transcurrió sin mayores sobresaltos. Algún que otro monitor multiparamétrico acusaba alguna leve anomalía, pero nada trascendente sucedía hasta las 5:00, cuando desde una de las camas se disparó la alarma de un monitor cardíaco. El médico de guardia y los enfermeros que cubrían el turno junto con Ángel acudieron de inmediato hasta esa cama y practicaron todos los ejercicios de resucitación posibles durante casi 30 minutos.
A medida que asimilaban el fracaso, uno a uno, abandonaban el lugar. Son demasiadas las ocasiones donde, a pesar de dejar todo y practicar todas las maniobras existentes, no se puede hacer más nada para salvar una vida.
Cuando Ángel y otro enfermero quedaron solos a cargo del cuerpo, él se ocupó de la desconexión de todos los monitores y equipos, mientras su compañero retiraba todos los insumos utilizados durante las maniobras. Por último, Ángel cubrió el cuerpo con las sábanas y retiró la historia clínica del paciente para comenzar, como siempre en estas situaciones, los trámites de rigor. Se retiró hasta la recepción para organizar los papeles, completar los datos correspondientes y llamar a la familia para solicitar su presencia.
Fue entonces cuando Ángel, al recopilar los datos de la paciente, notó su gravísimo error. Quien había fallecido en esa cama había sido Amalia Benedetto, de 68 años, ingresada con una enfermedad terminal que le había producido un desmayo. Con la pérdida de conocimiento, tuvo un fuerte golpe en la cabeza con un importante corte en el cuero cabelludo. Entonces comenzaron a aumentar de forma descomunal las pulsaciones del corazón de Ángel y brotó al instante de cada uno de sus poros un sudor frío que lo paralizó momentáneamente, hasta que la desesperación se apoderó de él.
Amalia Benedetto había muerto a la medianoche, él estaba seguro de eso, él mismo había llamado a su familia para darle la noticia. Volvió a buscar los papeles sobre la muerte anterior ocurrida a medianoche y, en efecto, la paciente fallecida era Amalia Benedetto, pero de 50 años, quien había ingresado a terapia tras una cirugía de cadera, producto de un accidente automovilístico que le ocasionó fracturas múltiples con cortes y contusiones en todo el cuerpo.
El Dr Ponzio, por entonces jefe de la unidad de terapia del turno noche, declararía más tarde ante la prensa que Amalia Benedetto estaba en terapia solo por precaución luego de un accidente vial y una intervención en la cadera a raíz de este. Se le había comunicado a la familia que estaba fuera de peligro y que en apenas unos días obtendría el alta; por ese motivo fue que sus familiares, sorprendidos por el repentino fallecimiento, denunciaron públicamente la situación con el afán de esclarecer el tema.
Ante el temor de ser acusado, defendió al enfermero Ángel, que «evidentemente creyó alguna vez un héroe, y ahora se lo veía dolido, derrumbado. Resultaba triste que quien salvó a cientos de personas, fuera un incomprendido cuando algo salió mal. Nadie se encuentra exento de cometer errores, y aquel día sucedió. En rigor de la verdad, no suele ser común que en la misma unidad de terapia intensiva coincidan, en día y lugar, dos pacientes con identidades homónimas.»
Ángel, tal vez producto de estas situaciones complejas, enfermó gravemente un tiempo después, y falleció en la terapia del sanatorio bajo la supervisión del Dr. Ponzio justo un día antes que Vito retirara su denuncia. Ese mismo año el Dr. Ponzio fue nombrado Director del Sanatorio, que a partir de ese entonces cambió su nombre por el de Santa Amalia, en honor a la fallecida Amalia Benedetto de Ponzio.