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domingo, 13 de junio de 2021

Ventanas abiertas (Cuento)

Marcos abrió la puerta de su departamento. Después de todo un día de trabajo había llegado. Al ingresar, pensó por primera vez que no encontraba nada interesante al regresar a su casa, nada agradable que le cambiara el ánimo. Al cerrar la puerta se quedó parado, como esperando alguna señal que nunca llegaría. Ni siquiera pudo rescatar esa sensación de haber llegado a su lugar, al menos para sentirse cómodo. Colgó las llaves en el llavetero detrás de la puerta, se quitó la ropa de oficina y se vistió con ropa liviana, puso a lavar su camisa, y se sentó en el sillón con el libro que había comenzado a leer esa semana.

Los días de Marcos no solían ser demasiado sorprendentes, carecían de acontecimientos divertidos o momentos interesantes. Con sus 23 años era una persona extremadamente ordenada, de una educación excelente y una intelectualidad asombrosa, aunque él se encargaba de renegar de ella en cada oportunidad que se la adulaban. Como cada día de la semana, esperaría la hora de la cena mientras leía, y después de comer se acostaría para poder estar descansado al día siguiente y llegar temprano a la productora de su padre, donde se ocupaba, junto con un equipo de profesionales designados, de los análisis de costos de las nuevas producciones.

Esa tarde, mientras leía recostado en su sillón, una fuerte ráfaga de viento abrió de golpe una de las ventanas del departamento. El ruido del impacto de la hoja de la ventana contra la pared lo asustó, y en el mismo momento lo sorprendió el aroma de un aire húmedo y fresco que lo transportó al recuerdo de Celeste. Contrario a su costumbre de mantener las ventanas cerradas, esa vez ni siquiera pensó en levantarse del sillón. Cerró y dejó a un costado el libro que estaba leyendo,  y no pudo dejar de lado la majestuosa maquinaria que ya se había disparado en su cabeza.

Celeste compartía con él el alquiler del departamento desde hacía casi 3 años. Tenían la misma edad y la había conocido en la productora, un año después de haber terminado el secundario. Ella, además de su trabajo en la productora por las mañanas, participaba en una pequeña compañía de teatro con la que daba clases por la tarde, y con la que presentaban algunas obras en teatros pequeños, cuando se presentaban las oportunidades. Hacía más de 6 meses que Celeste se había ido a recorrer ciudades con su compañía y no tenía fecha de regreso.  Habían construido, en gran parte gracias a ella, una relación de amistad inseparable, en la cual Marcos se encargaba de intentar convencerla, una y otra vez, de que merecían ser algo más que esa suma infinita de confidencias y risas.

Hasta la partida de Celeste, lo primero que notaba Marcos cada vez que abría la puerta del departamento eran las ventanas abiertas. Todas. No una ventana o dos; todas las ventanas estaban abiertas. Así solían estar al menos desde el mediodía, cuando Celeste iba a dar sus clases de teatro. Ella insistía en que las ventanas abiertas renovaban la energía, cambiaban el aire y, de alguna manera, conectaban los sueños con la realidad. 

Después de un rato Marcos se levantó del sillón y se dirigió hasta la ventana. Se apoyó en el marco de cara al viento, que entraba con fuerza desde ese anochecer encapotado con la más amplia gama de grises. Recordó, que una tarde similar encontró a Celeste en la misma situación y sostuvo, que pararse ante las ventanas abiertas la hacía recordar, por un lado y siempre con una sonrisa, todo lo que inevitablemente había tenido que dejar atrás; pero también le permitía soñar. Soñar con todas las posibilidades que el tiempo le iba a presentar, hasta poder encontrar de qué se trataba su sueño, y en qué lugar se encontraba, para saber, hacia dónde ir en su búsqueda. Ahora, era él quien comenzaba a recordar lo que tal vez había quedado atrás. Ahora era él quien buscaba, ante una ventana abierta, la oportunidad de juntar el valor necesario para saltar al vacío en busca de sus sueños. Saltar al vacío y volar, volar fuerte. Volar de día y de noche, entre los imponentes rascacielos de la ciudad y sobre las alejadas cabañas en las montañas, volar sobre las aguas cálidas, sobre aguas heladas y mares bravíos, volar sobre los campos verdes, cosechados, o sobre sabanas secas y agrietadas. Pero volar volando, sintiendo el viento transformarnos la cara, volar sonriendo, volar llorando, volar dormido, y dormir volando. Volar con los ojos abiertos o con los ojos cerrados, volar solo, o volar acompañado. Amar volando. Ahora, era él quién decidía recordar, con una sonrisa, lo que inevitablemente comenzaba a dejar atrás. Ahora era él quien dejaba la ventana abierta. Porque esa noche encontró el coraje de saltar por esa primer ventana, y con su vuelo inexperto comenzar a respirar, pero volando, que es la mejor forma de respirar. Volar sin alas, sin penas, volar con la fuerza necesaria para atravesar cualquier muro, cualquier tormenta. Volar en silencio, y volar gritando, para que todos miren hacia arriba, y nos vean volando, no para envidia de alguien; volar, para que sepan todos que se puede volar. Volar con el cuerpo y con el alma. Volar desnudos y volar de gala.

Esa noche Marcos durmió con todas las ventanas abiertas. Por la mañana, con apenas unas mudas de ropa, dejó definitivamente el departamento, volando fuerte; justo antes que lo llamara Celeste.


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