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sábado, 26 de junio de 2021

Pequeñas historias (de muñecas gigantes) - (Cuento)

—A mí me parece que a Alma la mató la envidia —dijo Juanita, con apenas ocho años y su carita expectante—. En casa siempre dice mamá que la envidia mata, y yo creo que a Priscila la mató la envidia —repitió, apretando la muñeca de trapo entre sus pequeños brazos cruzados, sentada en esa silla negra de cuero gastado de la oficina de la fiscal Arroyo—.

—¡Ella no era buena amiga! —aclaró luego abriendo bien los ojos, con la mirada fija hacia arriba, dirigida directamente a los ojos de la fiscal, que estaba sentada del otro lado del escritorio. Y añadió enseguida—: Además, siempre la retaban porque no prestaba los juguetes. Yo los cuidaba si me los prestaba. Pero, cuando su mamá no estaba, me los quitaba.

—¡No me digas! ¡¿En serio?! ¿Por qué te los quitaba? —preguntó la fiscal.

—¡Porque era mala! —contestó, como si la respuesta fuese obvia—. ¿Por qué va a ser? ¡No quería prestar nada! Siempre lo mismo. La muñeca esa que habla, por ejemplo, la grandota esa que le trajo el tío de otro país… no me la prestó nunca. —Gesticuló como si diera por hecho que esas actitudes, en su amiga, ya no tenían solución—. ¡Igual, yo no es que la quería! ¡Pero me la tenía que prestar! Para que la viera. Si no, ¿cómo sé si es linda o es una porquería? —Sin descruzar los brazos, inclinó el torso hacia adelante, hasta apoyar el pecho contra el escritorio, y, con el ceño apenas fruncido y cierto tono de reproche, aclaró—: Pero ella dijo que yo se la iba a despeinar toda. Pero es todo mentira. Yo le peinaba todas las muñecas cuando íbamos a su casa. Ella se enojaba porque no las sabía peinar como yo. Era envidiosa. Porque yo tengo a mi mamá peluquera y la de ella no sabe hacer peinados, sabe de ropa de mujeres. Nada más. ¡Y de retarla! De retarla porque no prestaba las cosas. Porque las cosas son cosas. ¿Entendés? Si se rompen o algo, se compra otra y listo. Lo importante es jugar con tu amiga.

—¡Claro! —asintió la fiscal—. Por eso, como eran amigas, el otro día, cuando fueron caminando hasta el lago, estaban jugando juntas.

—¡¿Cuándo fuimos al lago?! —se repreguntó en voz alta Juanita, mientras revoleaba la mirada, como pensando, hasta que una leve sonrisa se le dibujó en la cara y respondió—: ¡Sí! Fuimos a jugar con las muñecas. Ella quería salir a pasear y yo fui con ella. Porque Alma no tiene muchas amigas además de yo, ¡¿viste?! Ella hace poco vino a vivir acá. En cambio, yo los conozco a todos, porque mi papá siempre tuvo la casa en el country. Siempre.

—¡Claro! Por eso queríamos que vos nos contaras bien qué fue lo que pasó. Queremos saber, por ejemplo, si estuvieron solas todo el paseo hasta el lago o si algún grande se acercó a jugar con ustedes en algún momento…

—Noooo —contestó de inmediato—. ¡Solas fuimos! No tenemos que hablar con extraños porque no sabemos si son buenos o malos. O si nos quieren llevar. En algunos lados se llevan a los chicos en camionetas blancas y les sacan partes y las venden. Por eso no hablamos con nadie nosotras.

—¡Bien! ¡Muy bien! Es importante que sepan eso. ¡¿Entonces estuvieron solitas todo el tiempo?! —insistió la fiscal.

—Sí. Además, a esa hora todos los grandes se duermen la siesta. —Con una mano haciendo montoncito en el aire y una sonrisa pícara, sentenció—: Si no, ¿cómo te creés que nos íbamos a escapar? ¡No nos iban a dejar que nos fuéramos ni a la esquina!

—¡Claro! ¡Me imagino! ¡Ni a la esquina! —asintió la fiscal, compartiendo las carcajadas con Juanita—. Aprovecharon que estaban solas y se fueron a jugar al muelle del lago —agregó mientras se arrodillaba sobre la silla y, acodándose a mitad del escritorio para estar más cerca de Juanita, prosiguió con cierto aire de confidencialidad—: Ahora contame una cosa: vos, que estuviste ahí y viste todo, ¿cómo fue que Alma se cayó al agua ese día?

—¿Alma? ¡No! La muñeca se cayó.

—¡Pero Alma también!

—No. La muñeca se cayó —volvió a afirmar Juanita, apoyada aún contra el escritorio y, nuevamente gesticulando con una de sus manos abierta, mientras con la otra mantenía su muñeca contra el pecho, relató—: Yo le dije a Alma que era muy grande, porque era casi tan grande como ella. ¡Y muy pesada! ¡Bah, no sé! —repensó mientras dejaba caer resignada su palma contra el escritorio—. ¡Porque no me la prestó! Pero Alma no era tan fuerte como yo. —Y volvió a revolear su mano mientras explicaba—: Además, seguro estaba cansada de llevarla. Por eso yo le dije que la ayudaba y la llevaba un rato yo. ¿Entendés? Pero ella creía que yo la quería para jugar. Entonces me decía que no todo el tiempo.

—¡Ah! Entiendo. Le debe haber sucedido que, de alguna manera, le pesaba mucho. Y entonces se cayó con la muñeca al agua, ¿no?

—¿Vos la conocías a Alma? —preguntó Juanita.

—No, no la conocía. Pero conocí a la mamá y al papá. ¿Vos los conocés?

—¡Claro que los conozco! ¡Mirá si no voy a conocer a los padres de mi amiga!

—Bueno, ellos están muy tristes por lo que pasó el otro día. Como ellos no estaban cuando pasó lo del muelle, no entienden bien cómo sucedió todo. Por eso yo estoy tratando de ayudarlos. Acá, con vos.

—¡Vos tampoco estabas! —exclamó la niña.

—No. Yo no estaba. Por eso te pregunto a vos, así todos podemos saber qué pasó y ayudar a los papás de Alma.

—¿Y cómo los van a ayudar? ¬—preguntó, algo sorprendida—. ¡Si Alma se ahogó! A menos que le inventen un aparato que la haga vivir de nuevo, no la podés ayudar. ¡Mentirosa! —contestó con una sonrisa sobradora por haber sorprendido a la fiscal en el error.

—No. No podemos ayudarlos a volver a tener a Alma. Lamentablemente, no. Pero, si sabemos cómo sucedieron las cosas, tal vez se nos ocurra una idea para que no vuelvan a pasar. Pero para eso necesitamos contar con vos, que sos la mejor amiga y estuviste ahí con ella, para que nos puedas contar lo que pasó.

—¿Y qué va a pasar? Se ahogó porque no sabía nadar. Yo en el colegio hago pileta y nado todo el tiempo.

—Bueno, vamos a hacer una cosa: vos contame todo lo que viste cuando se cayó Alma al agua, así le podemos contar a los padres, y nosotras dos nos podemos ir a tomar un helado antes de que te vayas a casa.

—Nada. Yo le pedí que dejara un rato la muñeca y jugara conmigo; si no, de tanto llevarla, se le podía caer y romper, o algo. ¡O se podía tropezar también! Porque tenía las piernas largas. Pero ella dijo que no, que no, que no… —Volvió a palmear resignadamente la mesa, con la mirada perdida hacia abajo por un instante, y retomó el relato—: Dijo que no se le iba a caer ni nada y que, si se le caía, ella la levantaba y la curaba. Entonces se dio vuelta y se fue caminando por el muelle, y se le mezcló la pierna con la de la muñeca y no sé qué pasó que se cayó al agua.

—¡Uh! ¡Qué terrible! ¡¿Y vos qué hiciste?!

—Yo le gritaba que nadara, que nadara. Pero no pudo. Yo me puse así —dijo apoyando su cuerpo sobre el escritorio y estirando su brazo desde el borde hacia el piso, intentando rescatar algo—. Traté de agarrarla, pero ella estaba agarrada de la muñeca todavía, no le soltaba ni un brazo. Por eso pude agarrar a la muñeca de los pelos solamente, pero a Alma no. Cuando yo salvé la muñeca, ella se fue para abajo del agua y no la vi más. —Se quedó unos instantes apretando los labios—. Yo pensé que estaba abajo del muelle, pero no salió. Entonces fui corriendo a llamar a la mamá.

La fiscal apagó el grabador y abrazó fuerte a Juanita. Lloraron un rato abrazadas, hasta que la fiscal le acercó un pañuelo para que secara sus lágrimas mientras ella hacía un último llamado. Con él daría por terminado el tema y pediría que les avisaran a los padres de Juanita, quienes esperaban en la puerta del juzgado, que la pasaran a retirar en 15 minutos por el patio interno.

La fiscal tomó sus pertenencias, se acercó a Juanita con una sonrisa y, tomándola de la mano con la que no apretaba la muñeca de trapo, salieron de la sala.

—La extrañás mucho a tu amiga, ¿no? —preguntó, condescendiente, la fiscal.

—Sí —dijo Juanita—. Ahora no voy a poder jugar con ella. Y tampoco nunca me va a prestar la muñeca que habla.

—Era linda la muñeca, ¿no?

—Sí. Era relinda. ¡Y gigante!

—Bueno —dijo mientras le acariciaba el pelo—, algún día tal vez tengas una igual. ¡O mejor! ¡¿Quién sabe?!

—¡No! Era linda, pero no voy a querer una de esas.

—¡¿No?! ¿Por qué? —preguntó asombrada.

—Y… ¡mirá si alguna nena me tiene envidia de que la tengo y me empuja al agua!


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